10 de junio de 2014

LA NOCHE DE LOS LAPICEROS LARGOS




                    LA NOCHE DE LOS LAPICEROS LARGOS


El labriego, ya plantado y estigmatizado como el de los 13 a causa del 2ª premio provincial de natalidad (otrora primer premio tan solo con 12 vástagos), tenia por costumbre cuando se desplazaba a la capital de provincia –vía coche de línea (tirando de carnet de familia numerosa para la correspondiente rebaja del billete) con el fin de arreglar papeles (trámites burocráticos) o por motivos varios que ahora no vienen a cuento el mentar– el aprovechar el viaje para comprar caramelos de menta marca Pictolín “El monaguillo” y, además, en una librería/papelería, adquiría lápices y gomas de borrar para las tareas escolares de sus hijos; también se aprovisionaba de cuartillas (cuarta parte de un pliego cada unidad) y de sobres de color blanco –forrados interiormente con papel azul con el fin de preservar la intimidad de las misivas al trasluz de los carteros potencialmente curiosos– para cartearse con sus familiares emigrantes interiores, residentes en Madrid la mayor parte de ellos.





Pie de foto: El caramelo de marras. En casa de nuestro labriego un lujo. Los caramelos eran para consumirlos muy de tarde en tarde. Por ello, pocos problemas de caries ocasionaba, su consumo, en las dentaduras  de sus hijos.


En aquellos tiempos comenzó a ser cotidiano el que la gente desertara del arado, trillos, hoces, horcas, rastros, bieldos y azadones, y que saliera escabullida (arreando brisca, en el argot de por allí) de los pueblos mesetários, con el fin de asentarse en las grandes ciudades en busca de una vida más llevadera. Lo cual, dicho sea de paso, por muy dura que se presentara aquella en el nuevo asentamiento, nada tenia que ver con los padeceres de la vida rural, a pesar del atractivo que suponía el permanente contacto con: el medio natural (añorado años después por algunos destripaterrones, olvidadizos de sus orígenes, ya reconvertidos en urbanitas/pisadenderos); los bonitos amaneceres (con un frío del carajo, sufrido en las carnes, en esos mismos momentos del albor, aunque fuera pleno verano); los cantos y trinos de pajaritos varios; las cantinelas de los grillos y cigarras; y los ocasos de sol (tábanos incluidos) con los que les deleitaba a diario la madre naturaleza y nunca, entonces, bien agradecidos por la muchedumbre del hábitat rural.

Ni ganas ni tiempo que había de sensiblerías, ni de florituras varias, si uno estaba deslomado de escardar (gamarzas, azulones, amapolas, cardos y otros hierbajos varios, que dan dolor de riñones solo el mencionarlos) cavar cejos de grama de las caceras, quitar abrojos y ceñiglos del patatar (o patatal para los instruidos), segar, etc. Para contemplaciones líricas del espectro natural estaba uno estando desempeñando esas labores.

Una vez el labriego de vuelta al pueblo –después del viaje a la capital de provincia– y ya en el interior de su casa, subía escaleras arriba hasta la sala del piso superior y, en los cajones de un pequeño mueble-librería (surtida esta de las colecciones de suscripciones de revistas católicas a reseñar: “El Mensajero del Corazón de Jesús”, “El mensajero Seráfico, “De Bromas y de Veras” y “El Promotor”, además de algún que otro libro como “Corazón” de Edmundo de Amicis -en este libro aparece la historia “De los Apeninos a los Andes” llevada posteriormente a la TV. por los nipones como dibujos animados bajo el título de “Marco”-) guardaba todo el material de escritura adquirido. Dichos cajones eran sagrados (ríase usted del Arca de la Alianza) y estaba terminantemente prohibido el abrirlos sin autorización patriarcal (vuelva a desternillarse usted, en este caso, de la caja de Pandora -Πανδώρα para los bilingües- aunque en realidad lo que abrió Pandora fue un ánfora –cacofonía-), sin el permiso paterno; lo cual los hijos lo cumplían a rajatabla y se cuidaban, muy mucho, de saltarse la norma a la torera. Como dice el dicho “El miedo guarda la viña”.

En los citados cajones cohabitaban –aparte del mencionado material escolar– algún que otro documento oficial e incluso el carné, de color rojo oscuro, de La Falange perteneciente a nuestro labriego (raro era el labrador no afiliado a La Falange en aquella época y lugar, fuera o no simpatizante de ella), junto a escasísimas fotografías del entorno familiar y un par de cartuchos (7,92x57) de fusil Mauser-98 que nadie sabia muy bien como llegaron hasta allí ya que nuestro labriego, por su baja estatura, no hizo el servicio militar obligatorio ni llegó a ir a la nuestra guerra civil del 36 al estar ya casado y tener ya dos hijas antes de iniciarse la contienda y, además, haber cumplido los 30 años de edad al iniciarse aquella. No obstante, casi al final de la locura fraticida, estuvo convocado a filas pero afortunadamente la guerra concluyó antes de que él se incorporara, con el resultado final de la confrontación ya conocido por todos y lo que vino después con los años de pazyciencia (sic) en aquella noche oscura de casi 40 años.

Pero volvamos al principio de los años 60 del siglo pasado: Cierta mañana, antes de la hora de ir a la escuela, se encontraba Rebocato (ya con algo más de un lustro de años cumplidos y con poco lustre de cara) en la sala de arriba de su casa con dos de sus hermanas, (una con dos lustros de edad y la otra con algo más de dos lustros de años cumplidos y, ambas, más o menos, con el mismo lustre que Rebocato) las cuales habían subido para hacer las camas de las dos alcobas adyacentes a la sala. Rebocato abrió uno de los cajones sacrosantos de la pequeña librería de la pseudo sala, observó los lapiceros sin estrenar y blandiendo un par de ellos en la mano se los mostró a sus hermanas exponiendo:

–Mirad que lapiceros más largos.

Decir que, nuestro labriego, padre de Rebocato, tenía por norma el partir los lápices por la mitad antes de proveérselos a sus hijos para los quehaceres escolares, de forma que, si los perdían no se dilapidaba el lápiz entero sino solo medio, lo cual, caso de acontecer, no te eximia del castigo pertinente que consistía, en el mejor de los casos, en un par de soplamocos o, en su defecto, en un par de mosconazos, sin posibilidad de elección.

La hermanas al observar la escena se inquietaron y una de ellas le advirtió a Rebocato:

–Deja los lapiceros en los cajones que como se entere padre de que has hurgado en ellos te va a pegar una huebra como para ti solo.

Rebocato no se amilanó y continuó con la incitación –cual sierpe del Edén tentando con los lapiceros, en lugar de manzana, a las incautas Evas– y dijo:

–Mirad, agarrad uno cada una, os lo guardáis en vuestros plumieres y si solo los usáis en la escuela nadie sabrá que los habéis cogido.

Las hermanas, no sin temor, no pudieron resistir la tentación, trincaron los lápices y partieron con ellos escondidos entre la ropa tan campantes ellas, pero no sin algo de recelo en su interior. Aún así, la mayor de las dos, al iniciar la bajada de las escaleras, no dudó en apuntar:

–Con este lapicero tan largo me saldrán las cuentas pintiparadas.

  Los tres, una vez en la planta baja en el portal de la casa, se mostraron aparentando disimulo, normalidad y punto en boca respecto a los lápices de marras. Comieron las sopas de ajo, que era el desayuno habitual  (el Cola-Cao “desayuno y merienda ideal “ –que cantaba el negrito del África tropical- tardará, aún, un tiempo en entrar en esa casa junto con la leche) y se encaminaron a la escuela donde los escolares recibían un vaso de leche en polvo donada por los amigos de yankeelandia.


Pie de vídeo: Que decir del Cola Cao, uno de los mejores "inventos" (1945) de por aquí, aunque tardó en introducirse muchos años en los hogares españoles y no por falta de ganas de la, digamos, hambrienta plebe de entonces.

    El día transcurrió, como tantos otros, con normalidad, no hubo eclipses, ni tsunamis (estamos en la Meseta y el Diluvio Universal -que hizo eterno a Noé- ya había acaecido años ha), ni otros fenómenos naturales perturbadores, ni falta que hacían. Sobrevino la tarde noche y las gallinas se subieron al gallinero (comentaban, los más viejos del lugar, que una vez hubo un eclipse solar y que las gallinas interpretaron que anochecía y se fueron a dormir al mediodía) y la mujer del labriego, en la cocina, limpiaba los chicharros para después freírlos y que toda su prole los degustara durante la cena.

Nuestro labriego solía reunir, prácticamente todos los días, antes de la cena (ya era tener ganas, por su parte, después de la dura jornada diaria de laborar con las mulas y el arado romano en el campo –huebra- y luego, ya en casa sin ducha previa –la ducha entonces era otra cosa, la de segar dos surcos de mies a la vez- y de haber echado paja cribada y cebada en los pesebres al ganado) a sus hijos alrededor de la mesa del comedor con el fin de repasarles los deberes, preguntarles la lección escolar del día siguiente, dictarles algún que otro relato, ponerles cuentas y problemas de cálculo, o simplemente hacerles leer, bien en prosa, bien recitando lírica. (Aquellos si que eran “Malos tiempos para la lírica”, aunque ni los “Golpes Bajos” existían. Para músicas trascendentales estábamos).





Pie de vídeo: El magnifico programa de culto –casi tanto como el peinado de la presentadora Paloma Chamorro - “La edad de oro” , en los tiempos de la Movida madrileña.


      Aunque para movida la que se avecina a continuación: 

     Estando en estas, es decir, en plenos deberes cuasi nocturnos familiares, la hermana más mayor de la tentación matutina, tira de lápiz largo (como quien desenfunda el revolver en el saloon del salvaje oeste), y Rebocato, ojo avizor, delata:

             –Padre, mire que lapicero más largo tiene la chica.

     El labriego observa la situación y no da crédito a lo que ven sus azules ojos: una de sus hijas con un lápiz estrenado y entero delante de sus narices denotando despilfarro e incumpliendo la tradición de la, tan traída y llevada, austeridad castellanovieja que regia en la casa y alrededores del contorno. Ante tamaña ignominia no puede por menos que bramar:

            –¿De donde coños has sacado ese lapiceros?. –Apuntar que nuestro labriego no solía decir tacos y mucho menos blasfemar. Lo máximo que se le oía decir era: “Me cago en tu ato” o, en su defecto: “Me cago en tal”.

   La hija interrogada temerosas y barruntándose lo peor trata de justificarse diciendo la verdad:
       
               –Me lo ha dado Rebocato.

     Rebocato se ve perdido ante la mirada inquisitoria de su progenitor que hace amago de quitarse el cinto (el cual  solo usaba –aparte de para sujetarse los pantalones de pana negra- para meter en vereda a sus retoños del género masculino ante situaciones muy extremas y, hasta cierto punto, justificadas , por aquel entonces), pero aquel lo tiene todo calculado y sirviéndose de que es unos años menor que sus hermanas, trata de huir de la tunda que se masca en el ambiente del comedor y, explotando su cara con gesto de bendito y de no haber roto un plato en su vida, apunta:

         –Padre, yo estaba esta mañana en la sala de arriba y he visto como hurgaban las chicas en los cajones, yo quería avisarle a usted, pero me han dicho que no lo hiciera porque si nó, ellas, me pegarían después.

     Somanta al canto, suministrada por parte del padre (aita para los bilingües de por allí arriba) a su hija usufructuaria del lápiz largo enseñado.

     Rebocato no contento con lo ocurrido remata:

         –Padre, mi otra hermana, aunque no lo ha sacado de su plumier, también ha cogido de los cajones de arriba un lapicero nuevo.

   Nuestro labriego castellanoviejo aplica “justicia” con su otra hija, y Rebocato el “bendito, bendito” (como le decía, a veces, su abuela materna) se va de rositas y sonriendo para sus adentros. Así se las gastaba Rebocatito apenas sobrepasados los cinco añitos.

      Reseñar, con el fin de tratar de justificar, un poco, la torticera acción de Rebocato,  que en casa de nuestro labriego después de las comidas y de las cenas, sus hijas pequeñas, a pesar de su corta edad, tenían que fregar los platos, cucharas y tenedores en un balde de cinc que se llenaba con agua templada -calentada en caldero también de cinc (para hacer juego con el barreño) en la lumbre baja- y en el cual se lavaban los platos con un estropajo y algo de jabón, este, fabricado en casa con manteca de cerdo y sosa cáustica. La labor más desagradable, y que las hijas odiaban llevar a cabo, era la de fregar los tenedores y cucharas que se realizaba, también a mano, con estropajo y arena fina, esta se conseguía en alguna de las areneras (hoyos vulgares y corrientes, no piense el lector en industrias ni nada semejante) que había por los alrededores del pueblo. Mientras las hermanas lavaban los platos engatusaban a su hermano Rebocato para que fregara los cubiertos cantándole canciones tipo como la de  “Romance del Conde Olinos”:



Pie de vídeo: Bonita canción, aunque al final con lo de la garza y el gavilán queda un poco rara, como el ejemplo de la suma de peras y manzanas de cierta alcaldesa de Madrizz opinando sobre los matrimonios homosexuales:






       Posiblemente Rebocato, con el trascurrir del tiempo, se daría cuenta de que estaba haciendo el pánfilo fregando cubiertos en el cuarto oscuro (aunque, este, ya disponía de un punto de luz con bombilla de 10 bujías) entre cubas de vino cosechero, arcones de matanza, fresquera y cantos de sirenas varios y, quizás, a causa de tener que dejar, a diario, relucientes las cucharas y tenedores, planeó la venganza (una mañana) de la noche de los lapiceros largos, metiendo en el fregado, de lapiceros referido, a sus hermanas compañeras habituales de fregado. Pudiera ser que, a causa de esto, en el futuro Rebocato  estaría un tanto eximido de culpa en caso de que le surgieran atisbos de misoginismo –Dios no lo quiera, pues las féminas no se lo merecen– en su perfil humano.

       No obstante, después de estos hechos relatados, Rebocato continuó frota que te frota, cucharas y tenedores con arena fina y estropajo, a cambio de seguir escuchando las canciones de sus hermanas durante la friega en el cuarto oscuro, ya con luz.



HistoriasdeRebocato@septiembre-2013

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