18 de marzo de 2015

REBOCATO Y LAS ROÑAS



         



REBOCATO Y LAS ROÑAS (Nada que ver con féminas tacañas)


    No hace mucho tiempo hallábase nuestro amigo Rebocato en compañía de otros amigos finalizando de almorzar (ardua tarea que ejercen, a diario, los lugareños de la patria de adopción de aquel, quedando en la ciudad, desde las 10:00h. hasta las 11:00h., todos los servicios públicos y privados prácticamente paralizados, excepto el de hostelería) y observa que se acerca a la mesa de los comensales un tío político suyo a saludarle.

         Después del clásico choque de manos que se lleva a cabo entre personas en esos lances, Rebocato le pregunta a su tío por la familia, contestando este que todos bien y que su nieto mayor (de unos diez años en canal) que se ha ido a "conocer la nieve" a Javalambre y añade, con una sonrisa ostentosa, que él, como buen abuelo, ha corrido con los gastos pertinentes del viaje.

         Rebocato al oír esto se acordó del famoso inicio de la novela  “Cien años de soledad”:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”

Y le vino, también, a la memoria que cuando, él, tenía unos 10 años estando en nuestro pueblo castellanoviejo un viernes tarde de invierno (libre de asistir a la escuela pública, como todas las tardes de viernes lectivos), su abuelo materno le llevó, junto con los hermanos antecesor y posterior en edad, montados los cuatro en sendas burras y en pantalones cortos (los chicos, las burras y el abuelo no), no a "conocer el hielo" del que estaban, todos los que cabalgaban, un tanto ahítos de contemplarlo y sufrirlo en sus carnes, si no a un pinar, sito en un lugar del término municipal conocido con el nombre de “La Cotarra del Rabilargo”, para recoger roñas.

El pinar se iba había puesto meses atrás de caras, es decir, había entrado en la subasta de pinares para producir resina y por lo tanto a los pinos se le había despojado, en una parte de su tronco, de la roña (corteza del pino) con el fin de hacerle después la cara, es decir, remondarlos para colocarles el pote de barro sujeto con una punta y una hojalata para recibir la miera del pino al sangrar este con la primera llegada de los calores del verano. Por lo tanto las roñas habían quedado desde el año anterior a pie de pino y había que recogerlas con unos cunachos y amontonarlas en varios montones dentro del pinar para, posteriormente, otro día aparente, cargarlas en el carro y llevarlas a casa para utilizarlas como calefacción, quemándolas en la lumbre baja de la cocina de la casa de nuestro labriego castellanoviejo y en la del suegro de este.

         Una vez llegados al pinar de marras (con pinos resineros o negrales por doquier y campando a sus anchas) desmontaron de las grupas de las burras, las desaparejaron, las estacaron y se dispusieron a recoger las roñas introduciéndolas dentro de los canastos y posterior vaciado de estos formando los sucesivos montones, resultando que a medida que avanzaba la tarde cada vez hacia más frío y el abuelo no se dignó ni tan siquiera en hacer una lumbre para que se calentaran sus nietos de vez en cuando, él tenía en mente otra forma de calentarlos caso de que no cumplieran con la faena como Dios manda, o mandaba.




                                   Pie de foto.- Pino resinero o negral puesto de cara.



         El abuelo estaba con el nieto más pequeño recogiendo las roñas con un cunacho, y el hermano antecesor en edad a Rebocato y este, con otro cesto también recogían racaneando lo suyo, aunque cada vez más ateridos de frio y más alejados del abuelo con el fin de escaquearse de vez en cuando de la recogida dichosa. El abuelo, que los conocía hasta desollados, no les perdía de vista e iba dándoles, de vez en cuando, algún que otro aviso con el fin de que se avinieran a razones y amontonaran las roñas con más celeridad.

         El tiempo pasaba y las roñas, a pie de pinos, no se acababan, entonces el abuelo viendo que la otra pareja del grupo de trabajo no progresaba adecuadamente con la recolecta, se dirigió, sin previo aviso, a una mimbrera cercana y con su navaja cortó un cimbreante mimbre de longitud considerable. Acto seguido se dirigió camuflándose, paso a paso, detrás de los pinos en dirección a Rebocato y a su hermano más mayor, tratando de pillarles por sorpresa, pero hete aquí, que como el pasarlas putas espabila en demasía y ya estaban, ellos, puestos en antecedentes por sufrir en sus propias carnes, el como las gastaba su abuelo materno (al paterno no llegaron a conocerle, pues murió en el 43 d.C., aunque en ese año del siglo XX), al verle acercarse dejaron el cesto y las roñas y salieron corriendo, pinar a través, como alma que lleva el diablo, haciendo caso omiso de las llamadas del abuelo que, no obstante, no dejó de correr tras ellos hasta que logró tener a Rebocato a tiro de mimbre y procedió a soltarle, en las canillas de las piernas, unos cuantos mimbrazos, aplicados, estos, en carrera libre pues no paraban de correr, ni el abuelo, ni mucho menos el nieto lacerado.

         Al otro hermano (más nervioso y fibroso, aunque de menos peso que Rebocato, pero con muchos más cintazos y soplamocos a sus espaldas y cara, respectivamente) no hubo manera de atraparle y como ya caía el sol y empezaba a caer algo de nieve, el abuelo, ya matada la rabia en parte, optó por desestacar (que no desatascar) a las burras, aparejarlas y montando después los cuatro (dos a dos, aunque el hermano más mayor con recelo y ojo avizor con respecto -que no respeto- al abuelo) en ellas para retornar, cantando bajito, al pueblo, eso sí, ya casi todos calentitos por las carreras entre pinos y Rebocato, además, con el extra de los mimbrazos en las corvas, las cuales no se le enfriarían ya en todo lo que restaría de invierno.

         Más de 40 años después, cada vez que torna Rebocato a nuestro pueblo castellanoviejo, caso de pasar por “La Cotarra del Rabilargo” (otrora asentamiento de moros según dicen los viejos del lugar)  trata de observar impertérrito los montones decrépitos de roñas que aún se aprecian en el pinar donde recibió los mimbrazos, y le dan ganas de encaramarse a ellos y clamar, parafraseando a Napoleón: “Desde lo alto de estas montones 40 años (lo de siglos se le antoja mucho) nos contemplan”.

      Nunca se recogieron las roñas con el carro tirado por los machos Terevinto y Cutepla; allí siguen impasibles a pesar de la erosión y del inexorable paso del tiempo. No llegaron, jamás de los jamases, a servir de alimento a la lumbre baja de la cocina de la casa de nuestro labriego castellanoviejo, ni a la del suegro de este.

         Rebocato abandona su rememorar de grandes gestas imperiales cuando está a punto de finalizar el almuerzo con la ingesta de los carajillos, y ya consumidos estos y pagada la minuta al tabernero, él, sus amigos y su tío abandonan la taberna. Rebocato, al despedirse, observa que su tío Tente sigue radiante con el tema del viaje que ha “pagado” a su nieto para que vea la nieve en Javalambre, pero, Rebocato rumia para sus adentros que a su abuelo materno no se le veía menos feliz, aquella lejana y fría tarde de la recogida de roñas, después de haberle “pegado” con el mimbre al suyo, y eso que no llegó a alcanzar al otro nieto. Además, sin gastar un duro. 
         
       Es lo que acontece mediante los nietos, que, de una manera u otra,  tanto antes como ahora, se consigue que los abuelos sean felices, aunque las formas explotadas, con el transcurrir de los años, sean escandalosamente diferentes


                     HistoriasdeRebocato@marzo-2015

4 de marzo de 2015

LA TARDE DE LAS CABEZAS CORTADAS




                                LAS  CABEZAS CORTADAS

NOTA.- Lejos estaba de imaginar nuestro amigo Rebocato que una planta herbácea de la casta de las asteráceas (o vaya usted a saber) originaria de Norteamérica y domesticada en Méjico, que pudiera, algunos siglos después de su descubrimiento, que dicha planta ocasionara, a su hermano inmediatamente antecesor en edad, ciertos daños colaterales por recolectarla, donde no debía, para consumo propio y el de sus acólitos.

      Un domingo por la tarde (ya en los albores del verano, y después de haber acudido a la Iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo, el domingo por la tarde, para cumplir con el precepto divino de oír el Santo Rosario con el fin de evitar el posible posterior correctivo –previo interrogatorio– sobre asistencia o no al acto, aplicados ambos por nuestro labriego castellanoviejo a sus hijos a la vuelta de estos en la noche de domingo a su casa) andaba Rebocato zascandileando tierras adentro, es decir rondando los sandiales y melonares por el término del pueblo tratando de eludir miradas de dueños, acompañando a su hermano (este, inmediatamente antecesor a aquel a la hora de ver por vez primera la luz del sol) y a los lugartenientes de este que formaban, entre todos, aunque con el desentono ocasional de Rebocato, una pandilla de polvorillas.

        Una vez reconocido el terreno esperaban impacientes la caída del sol para, entre dos luces, poder afanar alguna cabeza de mirasol (girasol) con lo que entretener lo que restaba del domingo cascando pipas en la plaza mayor del pueblo.

         Los girasoles se plantaban de forma esporádica, y un tanto ralos, sobre todo en los sandiales y patatales del término municipal.

      Los sandiales de secano (lo del regadío –mariconadas, la sandia de secano es más dulce, sobre todo si es robada– brillaba por su ausencia por aquellos lares) eran inviolables, es decir, para preservarlos de los demás vecinos, desde que empezaban a florecer las flores de las matas, estas ya afloradas,  hasta el momento de arrancar todo el sandial con carro y machos incluidos para el acarreo, solo entraban en ellos los dueños, los cuales pisaban delicadamente entre los surcos con el fin de dejar los menores rastros de huellas posibles y así, posteriormente, se podía barruntar si  personas ajenas habían entrado al sandial o no.

      Cuando nuestro labriego castellanoviejo iba a su sandial, caso de ir acompañado de algún hijo, este esperaba estoicamente sentado (antes de asentar las posaderas sobre la tierra observaba que debajo no hubiera mata alguna de abrojos ya granados que pusieran en peligro su epidermis y sus más adentros) en la linde con el fin de dejar el sandial sin mácula, cual Virgen María después de la anunciación. Alrededor de la parcela del sandial se plantaban calabazas para que las sandias no estuvieran aparentes a mano para cualquier lugareño del lugar mal intencionado que pasara por allí y así evitar tentaciones robadoras.

      A las sandias de los sandiales había que tratar de protegerlas y no solo de algunas personas amigas de lo ajeno, si no también de los grajos que pululaban en bandadas, y a mansalva, por todo el término de nuestro pueblo castellanoviejo. Dichas aves eran un tanto dañinas y, además, no se cazaban (no merecía la pena gastar cartucho alguno en ellas) para el aprovisionamiento de proteínas de los lugareños, es decir, a pesar del dicho de: “Ave que vuela a la cazuela” los vecinos del pueblo de Rebocato no comían grajos, ni tampoco golondrinas, ni cigüeñas, si bien a estas dos últimas especies no se les hincaba el diente  porque se les consideraba animales un tanto sagrados, debido ello a que las cigüeñas, aparte de traer a los rorros colgando del pico, anidaban  en la torre de la iglesia y por otra parte las golondrinas, dice la tradición que, a nuestro Señor Jesucristo cuando estaba crucificado en la cruz acudieron a quitarle con el pico las espinas de la corona. Con este bagaje ya acumulado, a su favor a lo largo de los tiempos, a estas dos especies de aves, además de ser pecado,  está mal visto matarlas.

       Para tener a buen recaudo el sandial algunos labriegos plantaban en medio de él una cabaña, la cual se hacía con rameras (nada que ver con las mujeres que ejercen el oficio más antiguo del mundo, en realidad en nuestro pueblo castellanoviejo se llaman rameras a las ramas del  pino resinero o negral), acogiéndose al dicho de: “El miedo guarda la viña”, es decir, el temor al castigo es asaz eficaz a la hora de evitar que se lleven a cabo hechos que atenten contra la propiedad ajena.

     Asimismo otros vecinos se inclinaban por colocar en el sandial un espantapájaros, no obstante los grajos se mofaban de la cabaña, del espantapájaros y del que los colocaba, y campaban alegremente picoteando las sandias y los melones a sus anchas, y no se contentaban con empezar a picotear en una sandía hasta acabársela, no, si la que empezaban a picar estaba pepina la dejaban y se iban a picar otra y después otra, así hasta que encontraban alguna madura, es decir, estas aves, a primera vista, no saben que sandias son las maduras, por lo tanto hasta que aciertan te dejan el sandial para el arrastre. También algunos labriegos quemaban en el sandial barritas de azufre cúprico con el fin de que el olor que desprendía su quema ahuyentara a los córvidos, o también, emplazaban latas colgando de palos y cuerdas para que con el movimiento del aire chocaran entre si y produjeran ruido para espantarlos; incluso si algún vecino disponía de escopeta mataba algunos grajos y los colgaba, con las alas abiertas, de unos palos y cuerdas dentro de su sandial; no obstante, contra los grajos no había nada realmente infalible y ellos, a pesar de todos los cachivaches que se plantaran en la tierra, picoteaban impertérritos bastantes sandias para desesperación de los labriegos del entorno.

         Pero volvamos a centrarnos en Rebocato, su hermano y la cuadrilla de este en la aciaga tarde de domingo:

      Una vez el sol  en el ocaso, y con los tábanos revoloteando sobre las cabezas de los muchachos del pimpollar, procedía el pasar a la acción de cortar cabezas.

        La pandilla, previamente, ya había seleccionado, ojo avizor, las cabezas de mirasol más hermosas de un sandial determinado y esperando las primeras sombras del anochecer, se decidió el ir a por ellas para afanarlas. Con el fin de no dejar muchas huellas en el sandial, solo entró en él el hermano de Rebocato, permaneciendo este y el resto de los arrapiezos, expectantes al amparo del pimpollar.

       No sin cierto trabajo (no disponía ninguno de los presentes de navaja ni objeto cortante alguno), después de mucho retorcer y de estirar de las cabezas con gran ímpetu con el fin de separarlas de su tronco, el hermano de Rebocato consiguió hacerse con el botín, es decir, con dos hermosas cabezas de mirasol con las que se dirigió, con cada una de ellas debajo de cada brazo, hacia el grupo de compinches, y al llegar hasta ellos, sentados todos en el suelo sobre los agujos, partieron, como buenamente pudieron con las manos, en tres partes cada cabeza, quedándose cada uno de los seis muchachos con un trozo.

       Sin tiempo que perder salieron nuestros amigos del pimpollar al camino para tornar a nuestro pueblo castellanoviejo con el fin de, previo desgrane de las pipas de los trozos de la cabeza de girasol durante el trayecto, guardarlas en los bolsillos de cada cual, ir cascándolas andando y finalizar en la plaza mayor para jugar a lo que se terciara, es decir, al escondite, la dola, la mula, las mañas corridas, tres navíos, zapatilla por detrás, etc., cada pandilla a lo suyo y con los suyos.

      Una vez anduvieron unos 200 metros en un recodo del camino de vuelta al pueblo vieron perfilada la silueta de una figura rodeada por una especie de aura debido, quizás, a la  reciente expiración del sol, pero nó, no era una posible aparición de la Virgen, en realidad lo que estaba al borde del camino era un hombre en cuerpo y alma y para más INRI, como nuestros amigos comprobaron después, era el dueño del sandial (recientemente huérfano, este, de las dos cabezas de mirasol) que estaba allí presente con la típica boina calzada en la mocha.

     Instintivamente, al oler el peligro,  todos los zagales, al unísono, arrojaron cada cual su trozo de cabeza de mirasol a la cacera, la cual acompañaba en su recorrido al serpenteante camino rural y pecuario. El aparecido esperó a que la muchachada llegara a su altura y les espetó:

            -“¿Qué coños habéis tirado al suelo cuando me habéis visto?”

       Los más osados (entre ellos el hermano de Rebocato y otros dos de sus secuaces, al resto les temblaban las canillas mascando la tragedia que se avecinaba) contestaron al unísono:

        -“Nada”. (Nada que ver con la premiada novela de Carmen Laforet “Nada”, ganadora del premio Nadal en 1944).
 
         El espectro clamó:

        –“¿Nada? (posiblemente, él, no había leído la novela de marras, ni falta que le hacía). Venid para acá” (mientras se encaminaba,  seguido de la tropa, al lugar de la cacera donde había visto que arrojaron los chicos los trozos de las cabezas, todos ellos ignorantes –en aquel entonces y puede que, algunos, hasta hoy en día– de la existencia de la mencionada novela).

      Prosiguiendo con su monólogo acusativo al señalar los trozos que yacían al fondo:

         –“¿Y eso que es?”.

     Todos enmudecieron, rompiendo el silencio el dueño de las cabezas a la vez que metiéndose dentro de la cacera (esta sin agua por esas fechas, afortunadamente para él) recogió los trozos y añadió:

        “–Decid a vuestros padres, cuando lleguéis a casa, que se presenten esta noche en mi casa con 5 duros cada uno y que si no lo hacen mañana nos veremos ante el juez (juez de paz del pueblo)”.

      Los muchachos, temerosos ante el panorama que se les presentaba por delante, siguieron el camino en dirección al pueblo, mientras Dionisio “el aparecido” con los trozos de girasol a buen recaudo se encaminó hacia su sandial a comprobar “in situ” si el estropicio hubiere sido mayor en él.

     El resto de la noche transcurrió para nuestros amigos robacabezas sin mucha dedicación, ni énfasis, a los juegos por el canguelo y pesadumbre que moraba en el interior de sus esmirriados cuerpos temiendo la llegada a casa y el tener que dar novedades a sus progenitores.

      Antes de ir a casa, en la plaza mayor, el hermano de Rebocato aleccionó a este, y decidió que relatara a nuestro labriego castellanoviejo los hechos y que contara que Rebocato no había estado presente en el acto de mangar ya que ello suponía un empeoramiento de las cosas dado que, él, como hermano más mayor, era responsable de haber metido a su hermano de menor edad en la trastada.

      Durante el trayecto, desde la plaza mayor del pueblo hasta al hogar, Rebocato iba recordando lo que había acontecido, unos meses atrás, al regresar a casa junto a su hermano un domingo noche que no habían asistido, ni él, ni su hermano acompañante e inmediatamente predecesor en edad, al Rosario del domingo tarde. Normalmente, si el padre les pillaba en renuncio por no haber asistido, ellos, al Rosario, pegaba solo al mayor porque la responsabilidad era de este al tener más edad que Rebocato y por lo tanto tenía que responder de este, siempre y cuando estuviera en su compañía. Pero una noche de domingo, Rebocato (“el bendito”, según su abuela materna, nata de la cosecha de 1896) se encontró con la horma de su zapato y rememoraba para sus adentros:

     “Al regresar a casa, un domingo noche, después de no haber asistido al rosario de esa tarde por habernos ido, después de comer, a buscar nidos a los pinares del término municipal mi hermano antecesor, sus amigos y yo, aconteció que no oímos, o más bien no quisimos oír, las campanadas de la Iglesia llamando al Rosario y la Novena.

      Por norma para llamar a los feligreses a misa o al rosario, el sacristán, o algún monaguillo por orden del cura párroco, tocaba una de las campanas (la mayor) la cual disponía de una soga atada al badajo que bajaba perpendicularmente desde el campanario de la iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo hasta el nivel del suelo  del cuarto donde estaba ubicada la ancestral y enorme pila bautismal, desde donde arrancaban las escaleras (entonces de madera) de subida para acceder a la torre en la que estaban ubicadas las tres campanas (la mayor, la mediana y la pequeña; esta última estando siendo volteada, en una fiesta mayor, por el sacristán abriole la cabeza a este de un campanazo, aunque el hombre sobrevivió al accidente) 


      Por ejemplo, si la misa comenzaba a las  11:00h., a las 10:30h se tiraba de la soga y se soltaba tañendo, por la acción, la campana al golpear el badajo contra el interior de su copa, se daban unos 30 toques (tiras y aflojas de la soga), parando después unos segundos y a continuación se aplicaba un solo tirón de la soga (era el toque de “las primeras”) y las gentes aunque estuvieran en el campo, caso de que el aire fuera a favor y no estuvieran excesivamente lejos del pueblo oían las campanadas y sabían que disponían de media hora por delante para acudir a la iglesia. A las 10:45 se daban “las segundas”, es decir, se atizaban otros 30 tirones de la soga de la campana, sonaban las 30 campanadas seguidas, se paraba el toque unos segundos y a continuación se daban dos tirones más, con lo que las gentes del lugar estaban avisadas de que faltaban unos 15 minutos para el comienzo del Santo Oficio. Después, a las 10:55h. se daban solo tres campanadas seguidas, tres tira y afloja de la cuerda de marras y era el último aviso (“las terceras”), la Misa iba a dar comienzo en breve, siempre y cuando estuviera el Cura presente, claro; de ahí el dicho de que el Cura, que tiene que oficiarla, no llega nunca tarde a la Misa.

       En fin, se pasó la hora de acudir al rosario y continuamos alegremente retozando y zascandileando por los pinares imbuidos en la ardua labor de buscar nidos de agateapinos, de rabilargos, de picoverdes, de carracas, de ardillas, etc.
          
     Reseñar que a los amigos de mi hermano, de padres mucho más tolerantes y menos integristas con respecto a forzar la asistencia de sus retoños a los santos oficios divinos que el nuestro, no les afectaba el que yo me las ingeniara para salvar el pellejo, es decir, yo no me chivaba de las fechorías, lo que procuraba era que, una vez descubiertas, evitar el cobrar aunque tuviera que mentir para ello (felonía por mi parte pero forma de preservar mi integridad física, pues pensaba en mis posibles futuros descendientes y llegar entero a procrear y criar) y mi hermano se “sacrificaba” porque iba a “recibir” de todas formas.

          La verdad es que yo  no estaba siempre en compañía de esa pandilla de randas desarrapados (ahora que no me oyen), pero si algún día, por ejemplo, no quería ir el domingo por la tarde al rosario y con el fin de librarme de culpas,  me iba con ellos y mi hermano, como más mayor, era el que cobraba después cuando regresábamos a casa por la noche.

        Ya tornados al pueblo a la puesta de sol y después de jugar, esa noche con ganas, en la plaza mayor del pueblo, llegó la hora de regresar a casa, acercándonos a ella ya barruntábamos la tragedia.

    Armándome de valor, pecando de incauto y desafiando el peligro (normalmente no era esa mi forma de actuar) entró, mi menda, el primero cruzando el largo y oscuro portal de la casa y al llegar al comedor nuestro progenitor –que se encontraba leyendo una novela del oeste, no recuerdo si  del escritor que calzaba el seudónimo de "Silver Kane" o de otro escritor que atendía por "Keith Luger", también seudónimo– me preguntó: “¿Has ido al rosario esta tarde?”, yo, tonto de mi, respondí: “Si, padre”. 

      Mi hermano antecesor, que en este caso no me precedió en la entrada,  entró tras de mí y lo oyó todo y cuando nuestro padre le hizo la misma pregunta que a mí, el "traidor" de él respondió: “No”. (desde aquel día empezó a parecerme un "vendehermanos").  

     Aquello escapó a toda lógica de mis cortas entendederas, y lo interpreté como una puñalada trapera propinada por mi hermano con una navaja de mariposas albaceteña. Yo no daba crédito a lo que escuché.

      Esa noche la merienda, suministrada por mi progenitor, me la llevé yo, y mi hermano, al no mentir, se libró, por una vez, del correctivo"

       Pero retornemos a la trágica noche de los cabezas cortadas de girasoles:

     Una vez, Rebocato y su hermano, entrados en casa se dirigiendo a través del portal hasta el comedor, donde estaba el padre de ambos leyendo y en compañía de su hijo pequeño y de dos de sus hijas que, también, precedían en edad a los dos r0bacabezas recién aparecidos.

      Rebocato, previo carraspeo y dando las buenas noches dijo:

      –Padre, mi hermano y sus amigos han robado dos cabezas de mirasol del sandial del Sr. Dionisio, este les ha visto y ha dicho que tiene que ir usted, y los padres de los amigos, esta noche a su casa a pagarle 5 duros cada uno y que si no, mañana se va a denunciar al juez.

      Pero nuestro labriego castellanoviejo no montó en cólera, cosa rara en él, como otras veces ante el anuncio de una fechoría cometida por alguno de sus retoños, todo lo contrario, cerró ella novela, se quitó las gafas graduadas que utilizaba para leer que eran las  de su mujer de hacer punto (la optimización de recursos, tan en boga hoy en día, ya había llegado a nuestro pueblo castellanoviejo en aquellos tiempos) y dijo:

          –¿Y dónde están las cabezas?

     El hermano delantero a Rebocato, aún receloso y descolocado por la reacción calmosa de su padre, respondió:

       –Se las ha quedado el Sr. Dionisio. Pero tiene usted que llevarle esta noche a su casa las 25 pesetas.

        Posiblemente lo del juez y sobre todo lo de los 5 duros le sonó un poco a recochineo a nuestro labriego y todo quedó así, anunciando a su hijo robacabezas:

      –Te vais a ir a acostar sin cenar y que sepas que mañana hay que madrugar para llevar el cáñamo a cocer a las pozas del pueblo vecino (también castellanoviejo, pero sin tan recio abolengo y bizarría como el pueblo de nuestro amigo Rebocato, dicho sea de paso y sin necesidad de caer en tópicos de nazzionalismos mesetarios casposos o nazzionalismos perifericos/ litorales, estos mucho más “modelnos” y molones).

        El hermano de Rebocato abandonó cauteloso la estancia y más contento (sin llegar a exteriorizarlo) que unas pascuas, danzando para la cama, sin cenar, pero alegre porque no recibió la somanta.

       Las dos hermanas, y el hermano más pequeño del todo, de Rebocato se quedaron, con este, con el padre en el comedor (la madre mientras tanto, a esas horas, solía estar friendo los chicharros para la cena en la cocina anexa. Otras veces, cuando oía la algarabía y los llantos de su/s hijo/s que sufrían el merecido correctivo por la/s tropelía/s cometida/s por él/ellos en el día de asueto y holganza que era el de domingo, irrumpía en el comedor, sartén en mano –con el fin de que no se le quemaran los chicharros en las trébedes de la lumbre baja– manteniéndola paralela al suelo para que no se cayera el contenido, bastante escandalizada y molesta, tratando de aplacar los ánimos) un tanto despagados con la resolución del caso ya que esperaban que un asunto como ese –el de apropiarte de algo que no es tuyo–  merecía, al menos, que se le aplicaran al hermano encausado unos cuantos mosconazos, acompañados por algunos que otros sornabirones (tornavirón según la RAE aunque en nuestro pueblo castellanoviejo se aplicaban los otros que dolían igual o más) y aderezados con unos soplamocos como remate de la faena. En fin, que el domingo acabó sin “traca final” (contaminación lingüística de Rebocato por su autoexilio voluntario en el este mediterráneo) y ya no parecía que hubiere sido fiesta como “Dios manda” o mandaba.

    A la mañana siguiente, ya sin oler el peligro y con las aguas, aparentemente, vueltas a su cauce nuestro labriego castellanoviejo e hijos (que aún seguían de vacaciones escolares) se montaron en el carro con el fin de cargar el cáñamo y dirigirse a las pozas del pueblo vecino para cocerlo en ellas y proceder, días después del cocido y secado, a recoger las mañas,  y, una vez en el pueblo, machacar el cáñamo, estriarlo y espadarlo para, posteriormente, vendérselo a los sogueros del pueblo o de otros municipios.

       Se llevaron el almuerzo y la comida porque al ser la distancia hasta el tajo larga, se iba para todo el día a trabajar con el fin de no perder tiempo entre idas y venidas. La madre de Rebocato se quedó en casa porque bastante tenía la mujer con la intendencia casera y el atender a los bichos: gallinas,  pavos, conejos, marranos, vacas, etc.

        El día transcurrió plácidamente, a pesar del esfuerzo de bajar del carro las mañas de cáñamo e introducirlas en las pozas de aguas calientes (Termales que dicen ahora. Antes, en ellas, se metía el cáñamo; hoy en día se ponen en adobo, voluntariamente, las personas porque dicen que hace “mucho bien” al cuerpo y, además, pagando una pasta gansa) y acabada la faena se montaron nuestro labriego y alguno de sus hijos en el carro y otros en las dos burras para regresar al pueblo.

        Pero como el diablo nunca duerme, quiso el azar que a la entrada norte del pueblo se toparan con el Sr. Dionisio que andaba descargando unos cándalos y cabrios de su carro, depositándolos al lado de la cerca (la del asalto a las higueras bíferas para el acopio de brevas –leed “Rebocato y las brevas”) del abuelo materno de Rebocato, donde muchos años después construyó, paradójicamente, su segunda vivienda el hermano robacabezas de Rebocato. 
 
       Vale que Felipe II mandara construir el Monasterio de El Escorial para conmemorar la victoria en  la batalla de San Quintín sobre los franchutes,  pero a otra persona, jamás de los jamases, se le hubiera ocurrido el construir su  segunda vivienda, ni tan siquiera la primera, justo en el lugar donde aconteció el casual encuentro  de los carros causante, a la llegada a la casa de nuestro labriego castellanoviejo, de una paliza de campeonato aplicada al futuro constructor.
    
      A los robacabezas se les revolvió todo el cuerpo al ver al dueño de las cabezas.

     Al pasar el carro de nuestro labriego castellanoviego junto al del tío Dionisio este le “mando parar” (parodiando al Carlos Puebla en la canción: “Y en eso llegó Fidel”)




                           Pie de foto.- Carlos Puebla y los tradicionales: “Y en eso llegó Fidel”


       A Rebocato y al randa de su hermano, con la parada, ya no les llegaba la camisa al cuerpo. Toda la algarabía y risas que traían los hijos ocupantes del carro, y los que iban en las burras arrimados a él para no perder ripio de las conversaciones a lo largo del trayecto de regreso al pueblo, se vinieron abajo de repente.

       El padre, ante la solicitud del Sr. Dionisio, bajó del carro e intercambió unas palabras con él, regresando al poco de nuevo al carro ya informado en primera persona por el dueño de las  cabezas de mirasol y dirigiendo una mirada, que lo expresaba todo, a su hijo el robacabezas. Efectivamente como cantaba Carlos Puebla en la mencionada canción: Se acabó la diversión….

      Como casi siempre Rebocato se libró de la huebra, la clásica de padre (aplicada por este, en este caso con cinturón, pero nunca por la parte de la hebilla, que ya era todo un detalle) y muy señor mío; no así su hermano inmediatamente superior en edad que con la panadera que recibió quedó calentito por un largo tiempo.

     Nada nuevo bajo el sol, todo quedaba pendiente hasta la próxima barrabasada a realizar y es que no escarmentaba, ríanse, los sufridos lectores, de “La leyenda del indomable”; en estos bretes de nuestro pueblo castellanoviejo quisiéramos haber visto al Paul Newman para ver como se las hubiera ventilado.



                HistoriasdeRebocato@febrero-2015