LAS CABEZAS
CORTADAS
NOTA.- Lejos
estaba de imaginar nuestro amigo Rebocato que una planta herbácea de la casta
de las asteráceas (o vaya usted a saber) originaria de Norteamérica y
domesticada en Méjico, que pudiera, algunos siglos después de su descubrimiento,
que dicha planta ocasionara, a su hermano inmediatamente antecesor en edad,
ciertos daños colaterales por recolectarla, donde no debía, para consumo propio
y el de sus acólitos.
Un domingo por la tarde (ya en los albores del
verano, y después de haber acudido a la Iglesia de nuestro pueblo
castellanoviejo, el domingo por la tarde, para cumplir con el precepto divino
de oír el Santo Rosario con el fin de evitar el posible posterior correctivo –previo
interrogatorio– sobre asistencia o no al acto, aplicados ambos por nuestro
labriego castellanoviejo a sus hijos a la vuelta de estos en la noche de
domingo a su casa) andaba Rebocato zascandileando tierras adentro, es decir rondando
los sandiales y melonares por el término del pueblo tratando de eludir miradas
de dueños, acompañando a su hermano (este, inmediatamente antecesor a aquel a
la hora de ver por vez primera la luz del sol) y a los lugartenientes de este
que formaban, entre todos, aunque con el desentono ocasional de Rebocato, una
pandilla de polvorillas.
Una vez
reconocido el terreno esperaban impacientes la caída del sol para, entre dos
luces, poder afanar alguna cabeza de mirasol (girasol) con lo que entretener lo
que restaba del domingo cascando pipas en la plaza mayor del pueblo.
Los girasoles
se plantaban de forma esporádica, y un tanto ralos, sobre todo en los sandiales
y patatales del término municipal.
Los sandiales
de secano (lo del regadío –mariconadas, la sandia de secano es más dulce, sobre
todo si es robada– brillaba por su ausencia por aquellos lares) eran
inviolables, es decir, para preservarlos de los demás vecinos, desde que
empezaban a florecer las flores de las matas, estas ya afloradas, hasta el momento de arrancar todo el
sandial con carro y machos incluidos para el acarreo, solo entraban en ellos los
dueños, los cuales pisaban delicadamente entre los surcos con el fin de dejar
los menores rastros de huellas posibles y así, posteriormente, se podía
barruntar si personas ajenas
habían entrado al sandial o no.
Cuando
nuestro labriego castellanoviejo iba a su sandial, caso de ir acompañado de
algún hijo, este esperaba estoicamente sentado (antes de asentar las posaderas
sobre la tierra observaba que debajo no hubiera mata alguna de abrojos ya
granados que pusieran en peligro su epidermis y sus más adentros) en la linde
con el fin de dejar el sandial sin mácula, cual Virgen María después de la
anunciación. Alrededor de la parcela del sandial se plantaban calabazas para
que las sandias no estuvieran aparentes a mano para cualquier lugareño del
lugar mal intencionado que pasara por allí y así evitar tentaciones robadoras.
A las sandias
de los sandiales había que tratar de protegerlas y no solo de algunas personas amigas
de lo ajeno, si no también de los grajos que pululaban en bandadas, y a
mansalva, por todo el término de nuestro pueblo castellanoviejo. Dichas aves
eran un tanto dañinas y, además, no se cazaban (no merecía la pena gastar
cartucho alguno en ellas) para el aprovisionamiento de proteínas de los lugareños,
es decir, a pesar del dicho de: “Ave que vuela a la cazuela” los vecinos del
pueblo de Rebocato no comían grajos, ni tampoco golondrinas, ni cigüeñas, si
bien a estas dos últimas especies no se les hincaba el diente porque se les consideraba animales un
tanto sagrados, debido ello a que las cigüeñas, aparte de traer a los rorros colgando
del pico, anidaban en la torre de
la iglesia y por otra parte las golondrinas, dice la tradición que, a nuestro
Señor Jesucristo cuando estaba crucificado en la cruz acudieron a quitarle con
el pico las espinas de la corona. Con este bagaje ya acumulado, a su favor a lo
largo de los tiempos, a estas dos especies de aves, además de ser pecado, está mal visto matarlas.
Para tener a
buen recaudo el sandial algunos labriegos plantaban en medio de él una cabaña,
la cual se hacía con rameras (nada que ver con las mujeres que ejercen el
oficio más antiguo del mundo, en realidad en nuestro pueblo castellanoviejo se
llaman rameras a las ramas del pino resinero o negral), acogiéndose al dicho de: “El miedo
guarda la viña”, es decir, el temor al castigo es asaz eficaz a
la hora de evitar que se lleven a cabo hechos que atenten contra la propiedad
ajena.
Asimismo
otros vecinos se inclinaban por colocar en el sandial un espantapájaros, no
obstante los grajos se mofaban de la cabaña, del espantapájaros y del que los
colocaba, y campaban alegremente picoteando las sandias y los melones a sus
anchas, y no se contentaban con empezar a picotear en una sandía hasta
acabársela, no, si la que empezaban a picar estaba pepina la dejaban y se iban
a picar otra y después otra, así hasta que encontraban alguna madura, es decir,
estas aves, a primera vista, no saben que sandias son las maduras, por lo tanto
hasta que aciertan te dejan el sandial para el arrastre. También algunos
labriegos quemaban en el sandial barritas de azufre cúprico con el fin de que
el olor que desprendía su quema ahuyentara a los córvidos, o también, emplazaban
latas colgando de palos y cuerdas para que con el movimiento del aire chocaran
entre si y produjeran ruido para espantarlos; incluso si algún vecino disponía
de escopeta mataba algunos grajos y los colgaba, con las alas abiertas, de unos
palos y cuerdas dentro de su sandial; no obstante, contra los grajos no había
nada realmente infalible y ellos, a pesar de todos los cachivaches que se
plantaran en la tierra, picoteaban impertérritos bastantes sandias para
desesperación de los labriegos del entorno.
Pero volvamos
a centrarnos en Rebocato, su hermano y la cuadrilla de este en la aciaga tarde
de domingo:
Una vez el
sol en el ocaso, y con los tábanos
revoloteando sobre las cabezas de los muchachos del pimpollar, procedía el
pasar a la acción de cortar cabezas.
La pandilla,
previamente, ya había seleccionado, ojo avizor, las cabezas de mirasol más
hermosas de un sandial determinado y esperando las primeras sombras del
anochecer, se decidió el ir a por ellas para afanarlas. Con el fin de no dejar
muchas huellas en el sandial, solo entró en él el hermano de Rebocato,
permaneciendo este y el resto de los arrapiezos, expectantes al amparo del
pimpollar.
No sin cierto
trabajo (no disponía ninguno de los presentes de navaja ni objeto cortante
alguno), después de mucho retorcer y de estirar de las cabezas con gran ímpetu
con el fin de separarlas de su tronco, el hermano de Rebocato consiguió hacerse
con el botín, es decir, con dos hermosas cabezas de mirasol con las que se
dirigió, con cada una de ellas debajo de cada brazo, hacia el grupo de compinches,
y al llegar hasta ellos, sentados todos en el suelo sobre los agujos, partieron,
como buenamente pudieron con las manos, en tres partes cada cabeza, quedándose
cada uno de los seis muchachos con un trozo.
Sin tiempo
que perder salieron nuestros amigos del pimpollar al camino para tornar a
nuestro pueblo castellanoviejo con el fin de, previo desgrane de las pipas de
los trozos de la cabeza de girasol durante el trayecto, guardarlas en los
bolsillos de cada cual, ir cascándolas andando y finalizar en la plaza mayor para
jugar a lo que se terciara, es decir, al escondite, la dola, la mula, las mañas
corridas, tres navíos, zapatilla por detrás, etc., cada pandilla a lo suyo y
con los suyos.
Una vez
anduvieron unos 200 metros en un recodo del camino de vuelta al pueblo vieron
perfilada la silueta de una figura rodeada por una especie de aura debido,
quizás, a la reciente expiración
del sol, pero nó, no era una posible aparición de la Virgen, en realidad lo que
estaba al borde del camino era un hombre en cuerpo y alma y para más INRI, como
nuestros amigos comprobaron después, era el dueño del sandial (recientemente
huérfano, este, de las dos cabezas de mirasol) que estaba allí presente con la
típica boina calzada en la mocha.
Instintivamente,
al oler el peligro, todos los
zagales, al unísono, arrojaron cada cual su trozo de cabeza de mirasol a la cacera,
la cual acompañaba en su recorrido al serpenteante camino rural y pecuario. El aparecido
esperó a que la muchachada llegara a su altura y les espetó:
-“¿Qué coños
habéis tirado al suelo cuando me habéis visto?”
Los más
osados (entre ellos el hermano de Rebocato y otros dos de sus secuaces, al resto les temblaban
las canillas mascando la tragedia que se avecinaba) contestaron al unísono:
-“Nada”.
(Nada que ver con la premiada novela de Carmen Laforet “Nada”, ganadora del
premio Nadal en 1944).
El espectro
clamó:
–“¿Nada?
(posiblemente, él, no había leído la novela de marras, ni falta que le hacía). Venid
para acá” (mientras se encaminaba, seguido de la tropa, al lugar de la cacera donde había visto
que arrojaron los chicos los trozos de las cabezas, todos ellos ignorantes –en aquel entonces y puede que, algunos, hasta hoy en día– de
la existencia de la mencionada novela).
Prosiguiendo con
su monólogo acusativo al señalar los trozos que yacían al fondo:
–“¿Y eso que
es?”.
Todos
enmudecieron, rompiendo el silencio el dueño de las cabezas a la vez que metiéndose
dentro de la cacera (esta sin agua por esas fechas, afortunadamente para él) recogió
los trozos y añadió:
“–Decid a
vuestros padres, cuando lleguéis a casa, que se presenten esta noche en mi casa
con 5 duros cada uno y que si no lo hacen mañana nos veremos ante el juez (juez
de paz del pueblo)”.
Los muchachos,
temerosos ante el panorama que se les presentaba por delante, siguieron el camino
en dirección al pueblo, mientras Dionisio “el aparecido” con los trozos de
girasol a buen recaudo se encaminó hacia su sandial a comprobar “in situ” si el
estropicio hubiere sido mayor en él.
El resto de
la noche transcurrió para nuestros amigos robacabezas sin mucha dedicación, ni
énfasis, a los juegos por el canguelo y pesadumbre que moraba en el interior de
sus esmirriados cuerpos temiendo la llegada a casa y el tener que dar novedades
a sus progenitores.
Antes de ir a
casa, en la plaza mayor, el hermano de Rebocato aleccionó a este, y decidió que
relatara a nuestro labriego castellanoviejo los hechos y que contara que Rebocato
no había estado presente en el acto de mangar ya que ello suponía un empeoramiento
de las cosas dado que, él, como hermano más mayor, era responsable de haber
metido a su hermano de menor edad en la trastada.
Durante el
trayecto, desde la plaza mayor del pueblo hasta al hogar, Rebocato iba
recordando lo que había acontecido, unos meses atrás, al regresar a casa junto
a su hermano un domingo noche que no habían asistido, ni él, ni su hermano acompañante
e inmediatamente predecesor en edad, al Rosario del domingo tarde. Normalmente,
si el padre les pillaba en renuncio por no haber asistido, ellos, al Rosario,
pegaba solo al mayor porque la responsabilidad era de este al tener más edad
que Rebocato y por lo tanto tenía que responder de este, siempre y cuando
estuviera en su compañía. Pero una noche de domingo, Rebocato (“el bendito”,
según su abuela materna, nata de la cosecha de 1896) se encontró con la horma
de su zapato y rememoraba para sus adentros:
“Al
regresar a casa, un domingo noche, después de no haber asistido al rosario de
esa tarde por habernos ido, después de comer, a buscar nidos a los pinares del
término municipal mi hermano antecesor, sus amigos y yo, aconteció que no
oímos, o más bien no quisimos oír, las campanadas de la Iglesia llamando al
Rosario y la Novena.
Por
norma para llamar a los feligreses a misa o al rosario, el sacristán, o algún
monaguillo por orden del cura párroco, tocaba una de las campanas (la mayor) la
cual disponía de una soga atada al badajo que bajaba perpendicularmente desde el
campanario de la iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo hasta el nivel del
suelo del cuarto donde estaba
ubicada la ancestral y enorme pila bautismal, desde donde arrancaban las
escaleras (entonces de madera) de subida para acceder a la torre en la que
estaban ubicadas las tres campanas (la mayor, la mediana y la pequeña; esta
última estando siendo volteada, en una fiesta mayor, por el sacristán abriole
la cabeza a este de un campanazo, aunque el hombre sobrevivió al accidente)
Por
ejemplo, si la misa comenzaba a las
11:00h., a las 10:30h se tiraba de la soga y se soltaba tañendo, por la
acción, la campana al golpear el badajo contra el interior de su copa, se daban
unos 30 toques (tiras y aflojas de la soga), parando después unos segundos y a
continuación se aplicaba un solo tirón de la soga (era el toque de “las
primeras”) y las gentes aunque estuvieran en el campo, caso de que el aire fuera
a favor y no estuvieran excesivamente lejos del pueblo oían las campanadas y sabían
que disponían de media hora por delante para acudir a la iglesia. A las 10:45
se daban “las segundas”, es decir, se atizaban otros 30 tirones de la soga de
la campana, sonaban las 30 campanadas seguidas, se paraba el toque unos
segundos y a continuación se daban dos tirones más, con lo que las gentes del
lugar estaban avisadas de que faltaban unos 15 minutos para el comienzo del Santo
Oficio. Después, a las 10:55h. se daban solo tres campanadas seguidas, tres tira
y afloja de la cuerda de marras y era el último aviso (“las terceras”), la Misa
iba a dar comienzo en breve, siempre y cuando estuviera el Cura presente,
claro; de ahí el dicho de que el Cura, que tiene que oficiarla, no llega nunca
tarde a la Misa.
En
fin, se pasó la hora de acudir al rosario y continuamos alegremente retozando y
zascandileando por los pinares imbuidos en la ardua labor de buscar nidos de agateapinos,
de rabilargos, de picoverdes, de carracas, de ardillas, etc.
Reseñar
que a los amigos de mi hermano, de padres mucho más tolerantes y menos
integristas con respecto a forzar la asistencia de sus retoños a los santos
oficios divinos que el nuestro, no les afectaba el que yo me las ingeniara para
salvar el pellejo, es decir, yo no me chivaba de las fechorías, lo que
procuraba era que, una vez descubiertas, evitar el cobrar aunque tuviera que
mentir para ello (felonía por mi parte pero forma de preservar mi integridad
física, pues pensaba en mis posibles futuros descendientes y llegar entero a
procrear y criar) y mi hermano se “sacrificaba” porque iba a “recibir” de todas
formas.
La
verdad es que yo no estaba siempre
en compañía de esa pandilla de randas desarrapados (ahora que no me oyen), pero
si algún día, por ejemplo, no quería ir el domingo por la tarde al rosario y
con el fin de librarme de culpas, me iba con ellos y mi hermano, como más mayor, era el que cobraba
después cuando regresábamos a casa por la noche.
Ya
tornados al pueblo a la puesta de sol y después de jugar, esa noche con ganas,
en la plaza mayor del pueblo, llegó la hora de regresar a casa, acercándonos a
ella ya barruntábamos la tragedia.
Armándome
de valor, pecando de incauto y desafiando el peligro (normalmente no era esa mi
forma de actuar) entró, mi menda, el primero cruzando el largo y oscuro portal
de la casa y al llegar al comedor nuestro progenitor –que se encontraba leyendo
una novela del oeste, no recuerdo si del escritor que calzaba el seudónimo de "Silver Kane" o de otro escritor que atendía por "Keith Luger", también seudónimo– me preguntó: “¿Has ido al rosario esta tarde?”, yo, tonto de mi, respondí: “Si, padre”.
Mi
hermano antecesor, que en este caso no me precedió en la entrada, entró tras de mí y lo oyó todo y cuando
nuestro padre le hizo la misma pregunta que a mí, el "traidor" de él respondió:
“No”. (desde aquel día empezó a parecerme un "vendehermanos").
Aquello
escapó a toda lógica de mis cortas entendederas, y lo interpreté como una
puñalada trapera propinada por mi hermano con una navaja de mariposas
albaceteña. Yo no daba crédito a lo que escuché.
Esa noche la merienda, suministrada por mi progenitor, me la llevé
yo, y mi hermano, al no mentir, se libró, por una vez, del correctivo"
Pero retornemos
a la trágica noche de los cabezas cortadas de girasoles:
Una vez, Rebocato
y su hermano, entrados en casa se dirigiendo a través del portal hasta el
comedor, donde estaba el padre de ambos leyendo y en compañía de su hijo
pequeño y de dos de sus hijas que, también, precedían en edad a los dos
r0bacabezas recién aparecidos.
Rebocato,
previo carraspeo y dando las buenas noches dijo:
–Padre, mi
hermano y sus amigos han robado dos cabezas de mirasol del sandial del Sr.
Dionisio, este les ha visto y ha dicho que tiene que ir usted, y los padres de los
amigos, esta noche a su casa a pagarle 5 duros cada uno y que si no, mañana se
va a denunciar al juez.
Pero nuestro
labriego castellanoviejo no montó en cólera, cosa rara en él, como otras veces
ante el anuncio de una fechoría cometida por alguno de sus retoños, todo lo
contrario, cerró ella novela, se quitó las gafas graduadas que utilizaba para leer
que eran las de su mujer de hacer
punto (la optimización de recursos, tan en boga hoy en día, ya había llegado a
nuestro pueblo castellanoviejo en aquellos tiempos) y dijo:
–¿Y dónde
están las cabezas?
El hermano
delantero a Rebocato, aún receloso y descolocado por la reacción calmosa de su
padre, respondió:
–Se las ha
quedado el Sr. Dionisio. Pero tiene usted que llevarle esta noche a su casa las
25 pesetas.
Posiblemente
lo del juez y sobre todo lo de los 5 duros le sonó un poco a recochineo a
nuestro labriego y todo quedó así, anunciando a su hijo robacabezas:
–Te vais a ir
a acostar sin cenar y que sepas que mañana hay que madrugar para llevar el cáñamo
a cocer a las pozas del pueblo vecino (también castellanoviejo, pero sin tan
recio abolengo y bizarría como el pueblo de nuestro amigo Rebocato, dicho sea
de paso y sin necesidad de caer en tópicos de nazzionalismos mesetarios
casposos o nazzionalismos perifericos/ litorales, estos mucho más “modelnos” y
molones).
El hermano de
Rebocato abandonó cauteloso la estancia y más contento (sin llegar a exteriorizarlo) que
unas pascuas, danzando para la cama, sin cenar, pero alegre porque no recibió la somanta.
Las dos
hermanas, y el hermano más pequeño del todo, de Rebocato se quedaron, con este,
con el padre en el comedor (la madre mientras tanto, a esas horas, solía estar friendo
los chicharros para la cena en la cocina anexa. Otras veces, cuando oía la algarabía
y los llantos de su/s hijo/s que sufrían el merecido correctivo por la/s
tropelía/s cometida/s por él/ellos en el día de asueto y holganza que era el de
domingo, irrumpía en el comedor, sartén en mano –con el fin de que no se le
quemaran los chicharros en las trébedes de la lumbre baja– manteniéndola paralela
al suelo para que no se cayera el contenido, bastante escandalizada y molesta,
tratando de aplacar los ánimos) un tanto despagados con la resolución del caso
ya que esperaban que un asunto como ese –el de apropiarte de algo que no es tuyo– merecía, al menos, que se le aplicaran
al hermano encausado unos cuantos mosconazos, acompañados por algunos que otros
sornabirones (tornavirón según la RAE aunque en nuestro pueblo castellanoviejo
se aplicaban los otros que dolían igual o más) y aderezados con unos soplamocos
como remate de la faena. En fin, que el domingo acabó sin “traca final” (contaminación
lingüística de Rebocato por su autoexilio voluntario en el este mediterráneo) y
ya no parecía que hubiere sido fiesta como “Dios manda” o mandaba.
A la mañana siguiente, ya sin oler el peligro
y con las aguas, aparentemente, vueltas a su cauce nuestro labriego castellanoviejo
e hijos (que aún seguían de vacaciones escolares) se montaron en el carro con
el fin de cargar el cáñamo y dirigirse a las pozas del pueblo vecino para
cocerlo en ellas y proceder, días después del cocido y secado, a recoger las mañas, y, una vez en el pueblo, machacar el cáñamo,
estriarlo y espadarlo para, posteriormente, vendérselo a los sogueros del pueblo o de otros municipios.
Se llevaron el almuerzo y la comida porque al
ser la distancia hasta el tajo larga, se iba para todo el día a trabajar con el
fin de no perder tiempo entre idas y venidas. La madre de Rebocato se quedó en
casa porque bastante tenía la mujer con la intendencia casera y el atender a
los bichos: gallinas, pavos, conejos, marranos, vacas, etc.
El día transcurrió plácidamente, a pesar del
esfuerzo de bajar del carro las mañas de cáñamo e introducirlas en las pozas
de aguas calientes (Termales que dicen ahora. Antes, en ellas, se metía el
cáñamo; hoy en día se ponen en adobo, voluntariamente, las personas porque
dicen que hace “mucho bien” al cuerpo y, además, pagando una pasta gansa) y
acabada la faena se montaron nuestro labriego y alguno de sus hijos en el carro
y otros en las dos burras para regresar al pueblo.
Pero como el diablo nunca duerme, quiso el azar que a la
entrada norte del pueblo se toparan con el Sr. Dionisio que andaba descargando
unos cándalos y cabrios de su carro, depositándolos al lado de la cerca (la del
asalto a las higueras bíferas para el acopio de brevas –leed “Rebocato y las
brevas”) del abuelo materno de Rebocato,
donde
muchos años después construyó, paradójicamente, su segunda vivienda el hermano robacabezas de Rebocato.
Vale que Felipe II mandara construir el Monasterio de El Escorial para conmemorar la victoria en la batalla de San Quintín sobre los
franchutes, pero a otra persona, jamás de los
jamases, se le hubiera ocurrido el construir su segunda vivienda, ni tan siquiera la primera, justo en el lugar donde aconteció el casual
encuentro de los carros causante, a la llegada a la casa de nuestro labriego castellanoviejo, de una paliza de campeonato aplicada al futuro constructor.
A los robacabezas se les revolvió todo el
cuerpo al ver al dueño de las cabezas.
Al pasar el carro de nuestro labriego castellanoviego
junto al del tío Dionisio este le “mando parar” (parodiando al Carlos Puebla en
la canción: “Y en eso llegó Fidel”)
Pie
de foto.- Carlos Puebla y los tradicionales: “Y en eso
llegó Fidel”
A Rebocato y al randa de su hermano,
con la parada, ya no les llegaba la camisa al cuerpo. Toda la algarabía y risas
que traían los hijos ocupantes del carro, y los que iban en las burras
arrimados a él para no perder ripio de las conversaciones a lo largo del
trayecto de regreso al pueblo, se vinieron abajo de repente.
El padre, ante la solicitud del Sr. Dionisio,
bajó del carro e intercambió unas palabras con él, regresando al poco de nuevo al carro
ya informado en primera persona por el dueño de las cabezas de mirasol y dirigiendo una mirada, que lo expresaba
todo, a su hijo el robacabezas. Efectivamente como cantaba Carlos Puebla en la
mencionada canción: Se acabó la diversión….
Como casi siempre Rebocato se libró de
la huebra, la clásica de padre (aplicada por este, en este caso con cinturón,
pero nunca por la parte de la hebilla, que ya era todo un detalle) y muy señor mío; no así su hermano
inmediatamente superior en edad que con la panadera que recibió quedó calentito
por un largo tiempo.
Nada nuevo bajo el sol, todo quedaba pendiente
hasta la próxima barrabasada a realizar y es que no escarmentaba, ríanse, los
sufridos lectores, de “La leyenda del indomable”; en estos bretes de nuestro pueblo
castellanoviejo quisiéramos haber visto al Paul Newman para ver como se las
hubiera ventilado.
HistoriasdeRebocato@febrero-2015