LA SIEGA
1.- EL PAJÓN Y SAN ROQUE
Rebocato, después de un
fatigoso día de siega y ya retornado a casa de nuestro labriego, con el sol puesto y anocheciendo,
recibió, junto a su hermano que le precedía en edad (al cual su madre –cuando a este le daba el
repente y al grito de ”mato, mato” trataba de agredir a alguno de sus hermanos,
y con razón, por alguna broma o perrería que le habían hecho– le decía a la vez
que trataba de contenerle: “estás venao”), la orden de nuestro labriego castellanoviejo de que
fueran, ambos, a la laguna próxima a mojar el pajón.
El pajón era un haz formado
con pajas de centeno a las cuales, el verano anterior en la era, se les había sometido
a un proceso llamado “hacer bálago”, es decir, se despojaban a las manojos de
pajas de sus camisas respectivas, peinándolas con un bieldo metálico y, además,
las cabezas de las pajas se sacudían contra las tablas de un trillo para
dejarlas libres de grano, con el fin de evitar que las ratas de las cuadras de
casa se las comieran, porque en ese caso, al descabezarse el pajón, las pajas ya
no servían para atar los haces de la cosecha venidera, ni de ninguna otra.
Una vez elaborados los
pajones, se almacenaban en la casa de nuestro labriego castellanoviejo
subiéndolos a los cabrios transversales que se presentaban debidamente apoyados
en las vigas de la portada del corral, donde esperaban estoicamente hasta su
utilización para atar los haces de la siega del año siguiente.
El hermano de Rebocato
subió ágilmente por la escalera de mano hasta encaramarse en los cabrios de la
portada y, no sin cierto peligro y esfuerzo, dado el raquítico cuerpo que
gastaba, aunque, eso sí, todo puro nervio, consiguió tirar hacia abajo uno de
los pajones. Ya en el suelo, pajón y muchacho, este, cogió un cándalo largo de
pino resinero y atravesó el pajón, de parte a parte, en la zona antes del
vencejo que estaba próximo a las cabezas. Acto seguido haciendo una seña a Rebocato,
agarraron cada uno un lado del palo levantaron la cabeza del pajón y, con la
parte de atrás de este arrastrando, salieron del corral por las puertas
carreteras para dirigirse, camino adelante, a la pequeña laguna cercana, denominada
por aquellos lares como laguna de San Roque ya que se encontraba ubicada detrás
de la ermita del mencionado Santo. A dicho Santo se le representa enseñando su
pierna llagada –unas veces la izquierda, otras la derecha, según la imagen de
cada parroquia– y acompañado por un perro, siempre con bollo de pan en boca que
conseguía el animal para alimentar al Santo.
San Roque libraba a las gentes
creyentes de la peste negra o bubónica (que no borbónica) la cual se llevó por
delante a un tercio (y no, precisamente de cerveza) de la población europea a
mediados del siglo XIV.
Ya definen
al mencionado Santo las coplas (vaya usted a saber si son ciertas o apócrifas)
inmortalizadas por el grupo de folclore segoviano "Nuevo Mester de Juglaría", con una ligera sospecha de
pederasta, dado que no está precisada la edad de la niña animada a arrimarse a
la viña del Santo. Dice la cantada copla:
“Arrímate a mi viña que soy San Roque, / que si viene la peste que no
te toque. / Que no te toque, niña, que no te toque. / Arrímate a mi viña que
soy San Roque”.
Contaba a sus hijos nuestro labriego
castellanoviejo que, cierta vez llegó a cierto pueblo cercano un predicador
contratado para sermonear en la iglesia en la festividad de San Roque. El
alcalde convino con el orador que por cada vez que durante el sermón
pronunciara el nombre del Santo recibiría un real. Una vez subido el predicador
el pulpito empezó a disertar, más o menos, en estos términos:
“Carísimos hermanos, San Roque
era un gran santo. San Roque era un buen hombre. San Roque era un magnifico
sanador. San Roque era tan bueno y sencillo que hasta las ranas de la laguna se
pasan el día diciendo: Roque, Roque, Roque, Roque…..”
Y así continuo con el
Roque.. Roque.. Roque.., hasta que el alcalde echando cuentas, ya que, cada vez
que oía salir la palabra Roque de la boca del predicador, hacia una muesca en
una madera “tipo tarja”, y barruntando que, con tanto Roque, peligraba el
peculio/ pecunio municipal del municipio, se levantó y dirigiéndose al pícaro orador le
hizo señas para que diera el sermón por concluido.
Pero volvamos al asunto del
pajón:
Rebocato y su hermano enfilaron el
camino hacia la laguna cercana, arrastrando el pajón, el cual, pesaba casi más
que entre los cuerpos de ambos juntos, y una vez llegados a ella se descalzaron
de su playeras, cuyos pies jamás habían pisado arena de playa alguna, e introdujeron
el pajón en el agua, Rebocato se subió encima de él mientras su hermano
empujaba a ambos hacia el bodón de la laguna. Un rato después de la plácida travesía
acuática, se apeó Rebocato del pajón y dándole la vuelta a este se subió su
hermano encima de él, ahora, le tocaba a nuestro amigo empujar. Una vez bien
remojadas las pajas, los dos hermanos emprendieron la salida del agua tirando
del pajón hasta tierra firme.
Ya varados (Pajón, Rebocato y
hermano) en la orilla de la laguna se observaron estos dos últimos, las piernas
con el fin de quitarse las posibles sangujas que se les hubieran podido adherir
a ellas durante el remojo, y calzándose las playeras volvieron con él pajón a
casa, arrastrándolo tirando, los dos de nuevo, de cada lado del palo que lo
atravesaba de forma aparente. La vuelta a casa se hacía un tanto más dura
debido al incremento de peso del pajón a causa del agua absorbida por sus
pajas.
Cuando llegaron al
corral de la casa subieron, a duras penas, el pajón al carro y lo taparon con unos alforjones viejos y
con una manta de aparejar las burras, con el fin de que mantuviera la humedad y
así, a la mañana siguiente, las pajas tuvieran la flexibilidad necesaria hasta
la hora de atar los haces, los cuales se formaban engavillando las gavillas después de la siega.
Acto seguido Rebocato y
hermano cruzando el corral y la cuadra de los machos, accedieron al interior de
la vivienda en si, y cruzando, su largo portal, salieron por los portones
delanteros a la calle, en concreto a la plaza rodeada de casas con el
majestuoso depósito de agua en el centro de aquella, donde jugarian un rato al
futbol con algún que otro primo carnal (aunque, también, poco entrados en carnes) y otros
amigos, todos ellos vecinos de la plaza y aledaños.
Después de un duro día
de siega y ante la carencia de gimnasios en la localidad, de alguna manera había
que relajarse, haciendo ejercicio físico, hasta la hora en que las madres de
toda la jarca del barrio, secuencialmente, dieran el aviso de: “A cenar..”.
Una vez todos los chicos bien
sudados y ahítos del polvo levantado por las correrías, de toda la tropa
desarrapada, detrás del balón de goma, y sin paso por ducha alguna que no fuera
tirando de hoz (segar dos surcos de mies a la vez, que decían en nuestro pueblo castellanoviejo), se dirigían felices y contentos a sus casas respectivas para manducar
un plato de sopa y algún que otro trozo de chicharro, o de algunas que otras
sardinas o, en su defecto, boquerones.
Ya sentados toda la familia de
Rebocato –él incluido en el lote– alrededor de la mesa, nuestro labriego
castellanoviejo, con vara larga de verguera a su diestra con el fin de usarla
caso de discrepancia, de alguno de los de su prole, sobre las vituallas servidas
sobre la mesa, se despojaba de su boina entonaba el: “Demos gracias a Dios por
los alimentos recibidos”, rezaba el Padrenuestro con Avemaría y Gloria
incluidos, acompañado, en el rezo, por todos los comensales y una vez acabada
la oración, se calzaba de nuevo la boina procediéndose a dar buena cuenta de
las viandas.
Posteriormente a la cena
salían un rato al fresco, a la puerta de casa, las personas mayores para pegar
la hebra con los vecinos respectivos, que a su vez fueran receptivos a la
plática, y los chicos jugaban al escondite sin alejarse en demasía por si
aparecían los sacamantecas. Otras noches, estando a la fresca, nuestro labriego
castellanoviejo daba clases de astronomía a sus hijos enseñándoles las
estrellas del firmamento: la Osa mayor, la Osa menor, la Estrella Polar, el
Camino de Santiago (Vía Láctea), etc. . Se apreciaba todo perfectamente en el
firmamento y a ello ayudaba la poca contaminación luminosa debido a que el
alumbrado público de nuestro pueblo catellanoviejo, antaño, consistía en unas
lámparas eléctricas de unas 15 bujías y se manifestaban de manera bastante rala
por el entramado de calles.
Como muy tarde, a las 12 de la noche
era el momento de recogerse, es decir, el reloj de la torre de la Iglesia daba
las doce campanadas y era el indicador para entrar en casa, dirigirse a la cama y
proceder a caer en los brazos de Morfeo, cosa que no tardaba en acontecer dada
la dura actividad desempeñada, por los menguados y castigados cuerpos a lo
largo de la jornada.
Rebocato en aquellos tiempos,
cuando era niño, antes de dormir se encomendaba a la Divina Providencia y
entonaba para sus adentros:
“Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos me la acompañan,
dos a la cabecera otros dos a los pies, mañana por la mañana amanezcamos todos
con bien”.
“Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo”.
A continuación rezaba un
padrenuestro y se dormía como un bendito.
2.-UN
DÍA DE SIEGA.
De madrugada nuestro
labriego castellanoviejo era el primero en ahuecar el ala. Nada más poner pie
en tierra, bajándose de su cama sita en una de las dos alcobas de la sala de
abajo, gritaba: “¡Chicos…! a levantar”. El mensaje subía a través de las tablas
y cabrios del techo, llegando hasta las dos alcobas de la sala del piso de
arriba –que estaban justo encima de la sala y alcobas de la planta baja– donde
dormían sus hijos, estos, recibida la orden se desperezaban, se vestían y
saliendo de la sala al sobrado se dirigían escaleras abajo. Llegados al portal
continuaban hasta el comedor para proceder a consumir un frugal desayuno.
En cierta ocasión, ya
levantados todos los hijos, menos uno de ellos –en concreto el que ocupaba el
lugar de nacimiento justamente en medio de los 13 y que era apodado por sus
hermanos como “Trancas” debido a su tardío despertar cuando era llamado para
segar o para otros menesteres–, este se hacía el remolón y nuestro labriego
castellanoviejo insistía con la diana desde la sala de abajo dirigiéndose al
llamado, ahora, con el propio nombre de pila de este, y el llamado contestaba:
“ya va….”. Así varias veces llamando y contestando los respectivos, y Trancas
no salía de la cama. Al final nuestro labriego castellanoviejo subió escaleras
arriba y llegando a la cama donde se encontraba Trancas le atizo dos mosconazos
que contribuyeron para que su hijo saltara de la cama raudo y veloz, cogiendo
en un abrir y cerrar de ojos su ropa y calzado, enfilando por las escaleras
como alma que lleva el diablo y sin apenas tocar las tablas de los escalones
con sus, ahora si, pies ligeros cual homérico Aquiles.
Ya todos abajo, en el comedor se
procedía a desayunar. Después, se sacaban los machos de la cuadra al corral. Se uncían los machos al carro. Se aparejaban
las dos burras (la Blanca y la Negra/ Gitana) se abrían las puertas carreteras. Se montaban todos en el carro y las burras y se encaminaban hacía las tierras de siega.
Nuestro labriego castellanoviejo
conducía a los machos sentado en la parte delantera del carro, esparrancado, a
su vez, y con las piernas colgando entre la viga que, unida al carro, se
prolongaba hasta donde estaba ubicado el yugo, en el cuando iban uncidos los
machos Terevinto y Cutepla. Parte de sus hijos se tumbaban atravesados en el
carro arropados a mantas que rezumaban olor a bestias y con las cabezas
apoyadas en el pajón a forma de almohada, y otros dos hijos, rezongando por la
incomodidad al no poder dormir, cabalgaban cada uno en una de las dos burras.
Estas no es que fueran necesarias para ir a segar, pero sacándolas de casa se
evitaba que estuvieran toda la mañana holgando tontamente en las cuadras,
además, por otra parte, podían pastar, debidamente estacadas, algo de hierba en
el campo junto a los mulos, mientras sus amos se entretenían tirando de hoz.
El carro no disponía de sistema de
amortiguación alguno y por lo tanto cada vez que pillaban un bache en el camino,
un mojón, o atravesaban alguna tierra tronchando los surcos, el traqueteo del
carro era mayúsculo y sus ocupantes sufrían las consecuencias en sus raquíticos
cuerpos, menos mal que los golpes de la cabeza contra el carro los amortiguaba
el pajón mojado en la laguna.
En aquel tiempo aún no se había
realizado la concentración parcelaria en el término de nuestro pueblo
castellanoviejo y, por lo tanto, las tierras eran parcelas particulares y dispersas
a lo largo y ancho del término municipal, y de escasa superficie, lo que
conllevaba que en acabando de segar una tierra había que desplazarse a otra,
con la considerable pérdida de tiempo dedicado a los desplazamientos (menos mal que no había que tirar de bonobús). Con estas
parcelas, propias o arrendadas, no era rentable la introducción de maquinaria agrícola, es decir, los adelantos tardarían, aún, unos años en llegar a esos lares concretamente
hasta culminarse el proyecto de concentración parcelaria, ya con muchos de los
lugareños emigrados a la capital para dedicarse, mayormente, a servir, sobre
todo de porteros, en los edificios de viviendas de los barrios obreros, o a otros menesteres que no
implicaran la necesidad de disponer de muchos conocimientos técnicos. No eran
tiempos, aún, de fríos, nada dicharacheros e impersonales porteros
automáticos de hoy en día.
Los
vecinos emigrados de nuestro pueblo castellanoviejo alucinaban en la ciudad
debido a que, por limpiar el portal y la escalera vecinal, sacar la basura y
controlar sentados en el chiscón del portal, el trasiego de vecinos y
visitantes de la finca, el que les remuneraran y, a su vez, los hijos tenían en
la ciudad más posibilidades de buscarse la vida que en el pueblo destripando
terrones, trabajando como bestias para subsistir y, además, sin tener acceso a
la Seguridad Social en el ámbito rural.
Hablando de emigraciones y maquinarias,
en el libro “Viejas historias de Castilla la Vieja” de Miguel Delibes tenemos
una referencia. Después de 48 años de ausencia desde que se largó a la capital
a estudiar y luego a trabajar al extranjero, regresa, a su pueblo de Castilla
la Vieja, el Isidoro y en el
camino se topa con un vecino, pero dejemos que lo cuente el regresado en
primera persona:
…..me topé de manos a boca con el Aniano, el
Cosario,, y de que el Aniano me puso la vista encima me dijo: “¿Dónde va el
estudiante?”. Y yo le dije: “De regreso al pueblo”. Y él me dijo: “¿Por
tiempo?”. Y yo le dije: “Ni lo sé”. Y él me dijo entonces: “Ya la echaste
larga”. Y yo le dije: “”Pchss, cuarenta y ocho años”. Y él añadió con su
servicial docilidad : “Voy a la capital ¿Te se ofrece algo?”. Y yo le dije : “Gracias
Aniano”.
Continúa el
Isidoro camino al pueblo y alcanza a un mozo:
Y así que pareé mi paso al de un mozo que iba en mi misma dirección
le dije casi sin voz “¿Qué? ¿Llegaron las máquinas?”. Él me miró con desconfianza y me dijo: “¿Qué
máquinas?” . Yo me ofusqué un tanto y le dije: “¡Qué se yo! La cosechadora, el
tractor, el arado de discos…”. El mozo rió secamente y me dijo: “Para
mercarse un trasto de esos habría que vender todo el término”.
Pero centrémonos en lo que nos atañe
que es, en este caso, el continuar con el trayecto de nuestro labriego
castellanoviejo –que es el único que permanece en vigilia manejando el carro,
que diría un sudamericano– y de sus hijos que tratan de conciliar el sueño con
la cabeza apoyada en el pajón, todos montados en el carro, excepto los que
cabalgan sobre las burras, camino a la tierra donde ejercerán sus labores de
siega del cereal (trigo, cebada o centeno, a elegir).
Mirando desde dentro del carro hacia
los machos, Terevinto iba uncido en la parte derecha y Cutepla en la parte
izquierda.
Cierta
vez, yendo a segar de madrugada a una tierra lejana y estando acostado en el
carro y con la cabeza encima del pajón a la parte derecha del carro y detrás
mismo de las ancas de Terevinto, ubicábase feliz y contento dormitando el
hermano inmediatamente superior en edad a Rebocato, y aconteció que a Terevinto
le dio por defecar (los machos tienen la habilidad de realizar sus necesidades
mayores en movimiento, y apenas avisan de ello, simplemente levantan un tanto
la cola y sueltan sus excrementos sin más) cayendo parte de los moñigos –esa
vez no de forma sólida sino, más bien, en suelta diarrea– sobre la pequeña cabeza del
nombrado hermano de Rebocato, el cual, al recibir la andanada diarreica en su
cabeza se despertó sobresaltado y empezó a dar alaridos, despertando al resto
de sus hermanos los cuales no pudieron por menos que no poder contener la risa
al verle la cabeza de aquella guisa, con el consiguiente incremento de ira del
sobresaltado. Aquel episodio dio mucho de sí, pues fue largamente recordado,
comentado y celebrado en el tiempo, por los hermanos, y al afectado ya nunca se
le ocurrió volverse a tumbar inmediatamente detrás de las ancas de Terevinto.
Los machos y burros, caso de
dormirse el que los dirigía, haciendo un trayecto cuando llegaban a la primera
tierra de nuestro labriego castellanoviejo se metían en ella (las bestias no
tienen inteligencia, pero sí memoria) y se paraban, por eso había que estar ojo
avizor y obligarles con los ramales a continuar la ruta hasta llegar a la
tierra a la cual estaba previsto, de antemano, dirigirse.
Cierta vez un vecino, de nuestro
pueblo castellanoviejo, yendo a segar con toda su jarca de hijos, y quedándose
todos dormidos en el carro, los bueyes que tiraban de él se metieron a beber
agua en una laguna y allí amanecieron.
En otra ocasión, llegados la
tropa de nuestro labriego castellanoviejo a una tierra con el fin de segarla,
se dieron cuenta de que se habían dejado las alforjas con las hoces en casa.
Para mas INRI, la tierra estaba relativamente cerca del pueblo y daba a un
camino principal por el cual transitaba bastante gente que, también, se
dirigían a la saludable actividad de la siega. Ese día nuestro labriego
castellanoviejo se había quedado en casa con el fin de ordeñar las vacas y
habían ido únicamente sus hijos a segar, él iría después a llevar el almuerzo
montado en una de sus burras. El hermano numero seis dijo al resto de sus fraternos
mas pequeños que él: “me monto en el Terevinto y corro, con él al cuatro pies, hasta casa a por las hoces, vosotros quedaos aquí disimulando y si algún vecino,
de los que pasan por el camino, os pregunta que qué hacéis sin empezar a segar,
ni se os ocurra decir que las hoces nos las hemos dejado en casa, porque si
llegan a enterarse de ello seremos el hazmerreír de todo el pueblo durante una temporada”.
Hoy en día esto parecerá
un detalle sin importancia, pero en aquellos tiempos, tanto el dejarse las
hoces en casa yendo a segar, como el arar con la yunta sacando los surcos
torcidos, le quitaba categoría al labrador y, caso de ser mozo, implicaba más
dificultad a la hora de buscar, este, una buena moza para el casamiento. Esos
detalles había que cuidarlos muy mucho.
Llegados a la tierra
para segar, se procedía a desyuncir los machos del carro y se les estacaba –con
una soga atada a una de las patas delanteras– para que pastaran en su radio de acción.
Cuando rompía a amanecer, era un
momento en el que el frío se intensificaba, con el agravante de que, Rebocato y
compañía, al calzar playeras de lona, estas se solían mojar accidentalmente a
causa del rocío de la noche asentado sobre los hierbajos, los cuales había que pisar
para acceder al cereal. Los pies permanecían calados hasta que los rayos
solares comenzaban a hacer de las suyas.
Antes de empezar a segar nuestro
labriego procedía a afilar las hoces de corte, aunque a veces delegaba en el
hijo más mayor de los presentes.
Las hoces se afilaban con una piedra
seca de afilar (de vez en cuando, durante el proceso, se le echaba algún que
otro salivazo por parte del afilador) y se comprobaba su buen estado de afilado
sosteniendo la hoz, con sumo cuidado, por la parte de la hoja del filo, sobre
la superficie de la uña del dedo pulgar, si la hoz se sujetaba en la uña el
afilado era óptimo, en caso contrario la hoz resbalaba y había que continuar
dándole a la piedra.
Ya cada cual con su hoz
respectiva bien afilada sujeta con la mano derecha y con la cazoleta de madera –protegiendo
los dedos meñique, medio y corazón– en la mano izquierda (los dedos índice y
pulgar quedaban libres para sujetar el manojo de pajas segadas junto con la
zoqueta) se dirigían hasta la tierra para iniciar la siega, nuestro labriego
castellanoviejo observaba la mies con el fin de que según como se presentara la inclinación de las
pajas y espigas así se procedía a
segar los surcos, desde una
cabecera de la tierra o desde la otra.
Pie de foto.- Hoz de corte y su respectiva zoqueta de madera que, al sentir de
Rebocato cuando era pequeño, debió inventarla un norteafricano ya que parecía
una babucha. Por otra parte, a la vista de la hoz de marras de la fotografía,
barruntamos que poco ha segado su dueño con ella. La hoz, que gastó Rebocato en
su etapa de segador, no se enmohecía y estaba siempre reluciente.
Se iniciaba la siega colocándose en
cabeza de la cuadrilla el padre y los hijos más mayores segando todos a ducha,
es decir, con dos surcos a la vez cada uno, los hijos más pequeños segaban a
surco (un surco únicamente por cabeza) y se intercalaban dos hijos –segando un
surco cada uno– entre los que segaban a ducha.
El que iniciaba la ducha iba
abriendo gavilleros, o sea, según segaba cada tres o cuatro metros dejaba la
manada (así se llama a la porción máxima de mies que se puede coger segando, y sin que se caiga paja alguna, hasta depositarla en la siguiente gavilla, con la mano
izquierda, la de la cazoleta). Reseñar que, para ganar tiempo, cuando se tenia
una puñado importante de mies en la mano izquierda, con los dedos de la mano
derecha, sin soltar la hoz, se cogian unas pajas del manojo y se retorcían
alrededor de las otras con el fin de que no se cayeran las pajas del manojo al
rastrojo y poder así, sin dejar de segar, coger más puñado de mies. Esto aunque
parezca difícil se hacía con el fin de dejar las gavillas más separadas y ganar
tiempo, tanto al segar como, después de la siega, al engavillar, a la hora de
formar los haces para atarlos, el hándicap era que los más pequeños segadores, al tener las
manos menos abarcadoras y no saber dar la vuelta a la manada, tenían que andar
más hasta las gavillas para depositar los manojos de la mies. Cada cuatro
surcos se habría otro gavillero.
En casa de nuestro labriego
castellanoviejo se iniciaba uno en el arte de la siega a corta edad, Rebocato
–como el resto de sus hermanos– con unos 5 añitos en canal, y aunque, a esa
edad, al llegar al amanecer a las tierras de labor, te dejaban dormir –bien en
el ropero, bien en el carro– hasta que calentaba el sol como Dios manda.
Te principiabas en la siega
con una hoz que las llamadas de dientes, esta hoz, a diferencia de las de corte, no
se afilaba y decían que no cortaba mucho, por lo tanto no se utilizaba, al
segar con ella, zoqueta. Cuando empezabas a instruirte en la siega te mandaban
unos metros delante de los que iban segando, y si segabas, con la hoz de
dientes, un metro de surco o dos hasta que te alcanzaban, bienvenido era. Al
alcanzarte te mandaban unos metros más adelante y así hasta que se llegaba al
final de la tierra y volvían todos los segadores hacia atrás para iniciar una
nueva tanda de duchas y surcos. Los
que acaban antes, el surco o la ducha, ayudaban al resto a finalizar sus
surcos.
Dependiendo de lo que apretara
el sol, normalmente cada tres o cuatros idas y venidas de surcos de siega, se dirigían
los segadores al ropero para beber agua, cosa que hacían los hijos, en cambio
nuestro labriego castellanoviejo el agua apenas la cataba y lo que hacía era echarse
un trago de vino de la bota, con lo que recuperaba los minerales perdidos a
través de las glándulas sudoríparas, y al no beber mucha agua apenas
sudaba. Rebocato y hermanos, en cambio, sudaban la gota gorda y se implaban de
agua. Cuando uno estaba bebiendo de la botija respectiva, los demás empezaban a
hacerte bromas con el fin de que te atragantaras y así provocar las risas del
resto.
Una vez segada toda la
tierra se procedía a engavillar para formar los haces y atarlos. El trajín de engavillar
lo solían efectuar las hijas de nuestro labriego y este y los hijos mas mayores
ataban –con las pajas de centeno del pajón– los haces. Los hijos más pequeños
iban dando a los atadores manojos de pajas del pajón y así se ganaba tiempo.
Otros hijos pequeños iban detrás de las engavilladoras para espigar, es decir,
recoger las posibles espigas que quedaran en el rastrojo durante la acción de
engavillar.
A veces con toda la tierra segada y sin engavillar, ni atar, de improviso, aparecía un pequeño huracán que levantaba las gavillas, lo que acarreaba un incremento del trabajo para recoger las desperdigadas espigas. Una manera de lograr que el huracán se apartara de la tierra, era el hacer la señal de la cruz cruzando los dedos índices de las manos.
Ya con todos los haces atados se procedía a hacinarlos, formando hacinas de 10 haces cada una de la forma siguiente: cuatro haces abajo, después tres encima de los 4, luego 2 haces encima de los tres y se culminaba la hacina con un ultimo haz.
A veces con toda la tierra segada y sin engavillar, ni atar, de improviso, aparecía un pequeño huracán que levantaba las gavillas, lo que acarreaba un incremento del trabajo para recoger las desperdigadas espigas. Una manera de lograr que el huracán se apartara de la tierra, era el hacer la señal de la cruz cruzando los dedos índices de las manos.
Ya con todos los haces atados se procedía a hacinarlos, formando hacinas de 10 haces cada una de la forma siguiente: cuatro haces abajo, después tres encima de los 4, luego 2 haces encima de los tres y se culminaba la hacina con un ultimo haz.
A
mediodía se regresaba a casa para comer el cocido y echar, después, la siesta.
A veces, cuando había que desplazarse a tierras
muy alejadas del casco urbano se decía que se iba a segar “para todo el día”,
en ese caso los segadores llevaban el almuerzo, la comida y la merienda y no se
regresaba a casa hasta el anochecer. Después de comer, se solía echar algo de
siesta en algún pinar cercano a la tierra de siega, si te dejaban tranquilo las
moscas y tábanos, claro.
El cocido se componía de un primer plato
de sopa (de pan o de fideos); un segundo plato con los garbanzos y algo de
repollo rehogado, y después un trozo de tocino cocido, un trozo de chorizo, un
trozo de bola y algún hueso de espinazo de cerdo; de postre sandia o melón de
la cosecha, caso de que los grajos hubiesen respetado el sandial y el melonar.
Ni que decir tiene que los platos no se cambiaban entre plato y plato, cada comensal
utilizaba el mismo para toda la comida.
Finalizada la manduca se
echaba la siesta hasta las tres de la tarde. Los hijos más pequeños no solían
acostarse y se quedaban incordiando por las cuadras y corrales jugando al escondite
o a pistoleros con pistolas improvisadas de palos de pino resinero o negral.
Durante los juegos, a esas horas de descanso de los mayores, convenía no hacer
mucho ruido ya que al levantarse el
labriego, caso de haber sido despertado por alguna trastada de sus
retoños, les ponía un correctivo que solía consistir en algún que otro
soplamocos.
Cierta vez, durante la siesta,
encontrábase Rebocato jugando al escondite en el corral, cuadras y pajares con
sus dos hermanos, respecto a él: inmediatamente superior, en edad, el uno e inmediatamente
inferior, en edad, el otro, y mientras sus hermanos se escondían él contaba 50
apoyado en las puertas carreteras y sin mirar. Cuando iba por 45, de improviso,
apareció nuestro labriego, recién levantado de la siesta, y cogiéndole del cogote
le preguntó que hasta cuantas tenia que contar, Rebocato le contestó que hasta
50, entonces el labriego, sin soltarle el cogote, continuó contando hasta 50 a
la vez que le daba puntapiés en el trasero, eso sí, sin mucho ímpetu, ni tino.
Con todos subidos en el carro encaminándose
al tajo de la siega, durante el trayecto hasta la tierra, Rebocato fue el
hazmerreír, por parte de sus hermanos, sobre el incidente del contar las 50 durante el
juego del escondite.
Ya en la tierra se desuncian los machos del
carro y se estacaban a estos, así como a las burras, con el fin de que
“carearan” mientras sus dueños segaban.
Sobre las 6 de la tarde se
paraba para merendar a la sombra de los tapiales del carro, caso de no haber ningún
pinar cercano.
La
merienda solía consistir en: pan candeal de hogaza, un trozo de jamón o de
chorizo, un tomate y para rematar el postre de sopas de pan en vino, que se preparaba
en la fiambrera una vez consumido su contenido de chorizo y/o jamón. La sopas
(en realidad pequeños tacos de pan, bañados en vino y azúcar) se pinchaban para
comerlos con un trozo de paja del rastrojo.
Después del receso
de la merienda se continuaba faenando hasta la puesta de sol, que era el momento
–después de engavillar, atar y hacinar los haces– de emprender el
regreso a casa, ya con los tábanos bullendo en los bajos de las caballerías y
sobre las cabezas bajo los sombreros de paja, de Rebocato y hermanos, y de la
boina de nuestro labriego castellanoviejo.
En el carro no faltaban los
comentarios y risas, moderados por la vara de la tralla de nuestro labriego, la
cual pululaba sobre la cabeza de algún que otro incauto que tensara en demasía,
la cuerda de los diálogos.
Por
fin llegada a casa. Mojada de pajón en la laguna. Partido de futbol en la plaza
del pozo con porterías improvisadas en las puertas carreteras, de dos casas de
vecinos, enfrentadas. Cena. Tomada de fresco a la puerta de casa debajo de la
parra y a las doce a acostar. Al día siguiente, para variar, más de lo mismo.
Barruntamos que, Trancas, mañana no estará muy predispuesto, ante el
requerimiento de nuestro labriego castellanoviejo, para saltar de la cama con excesiva celeridad.
HistoriasdeRebocato@noviembre-2015