1 de febrero de 2017

REBOCATO MONAGUILLO (2ª Parte)



               REBOCATO MONAGUILLO (PARTE )
                                                                                                                                                                                                                                    (Continuación)



         LA CÉDULA DE COMUNIÓN

       En nuestro pueblo castellnoviejo, una vez al año –cercana ya la Semana Santa– prácticamente, todas las personas de bien del pueblo, se confesaban y comulgaban. Para tener un control de que esto fuera así, la iglesia católica puso en circulación la cédula de confesión y comunión, la cual, si obraba en poder de una persona, confirmaba que esta había pasado por el acto de recibir la Eucaristía al menos una vez al año (que no hace, o no hacía, daño).


     El/la individuo/a al pasar por el confesionario, el cura, después del acto de contrición,  le facilitaba la cédula de marras que acreditaba que, esa persona, había cumplido con el precepto pascual.


           Pie de foto.- Una cédula de marras cualquiera, de un pueblo cualquiera, la cual está rectificada a mano con el fin, barruntamos, de la optimización de recursos. Ignoramos si el comulgado, poseedor de la cédula que le acreditaba como limpio de pecado, si pudo comulgar los años sucesivos con la que se nos avecinó en los años 1936/39 y la posterior <Victoria duradera> de unos ganadores, que no <Paz verdadera> de los otros perdedores, obviamente.



     El/la confesado/a se llevaba la cédula a su casa gratuitamente, ahora bien, como casi todo tiene sus daños colaterales, la cédula dichosa también los tenia, ya que una vez que, casi todo el pueblo había confesado y comulgado como Dios manda, llegaba el día en que el cura convocaba a todos sus monaguillos, entre ellos a nuestro sin par Rebocato, el cual, como comprobaremos mas adelante, iba a probar, en sus escasas carnes acumuladas en su cuerpo, los daños colaterales de la mentada cédula.        
 Los acólitos, cestas de mimbre en mano, pasaban de casa en casa por todo el pueblo llamando a las puertas de cada vecino.

     La comitiva, de monaguillos y el párroco, salía con las cestas de la casa municipal del cura y un monaguillo se adelantaba e iba tocando puerta por puerta de las casas del pueblo y, empujando el portón superior, bramaba en el portal:

      –¡Vaya preparando las cédulas que venimos a recogerlas!

    La dueña de la casa cogía las cédulas de los confesados y comulgados de dicha casa y, a su vez, preparaba media docena de huevos, los cuales se los entregaba a los monaguillos que los metían en una de las cestas y las cédulas se las daba al sacerdote. Reseñar que si alguna vecina soltaba una docena de huevos o más, ni el cura, ni los monaguillos peticionarios le hacían ascos.

     La gente daba los huevos que buenamente podía y, cuando se llenaba una cesta de huevos, un monaguillo la llevaba, con el fin de vaciarla, a la casa del cura, en la cual reinaban la madre y una sobrina de esta y, a su vez, prima de aquel;  las cuales ponían los huevos recolectados, a buen recaudo para al día siguiente venderlos a alguna de las tenderas del pueblo.

     Los monaguillos se iban turnando con las cestas y los avisos, y cuando, esa mañana, le tocó a Rebocato llamar a las puertas de las casas para la recogida de cédulas, con gran resolución y brío se dirigió a la puerta de entrada de una de las viviendas y abriendo el portón superior gritó, voz en grito, hacia el interior de la casa –más que nada por romper la monotonía del ya trillado <Que venimos a por las cédulas>–:


     –¡Que venimos a por los huevos!

    Salió la dueña de la casa y observó como el cura –que venia detrás de Rebocato con el resto de monaguillos portando estos las cestas, los cuales habían oído, todos, el anuncio innovador de nuestro amigo– se acercó a este y le cruzó la cara con un par de guantazos de los que hacen ver las estrellas aunque impere un día de sol radiante, y menos mal que la vecina intervino mostrando una cara de circunstancias y le expuso al cura:

        –No se lo tome a mal, señor cura, cosas de críos.

     Pero ya era tarde, a Rebocato no se le enfrió la cara, en toda la recolecta matutina de lo que ponían las gallináceas de nuestro pueblo castellanoviejo en los nidales de los diferentes gallineros y corrales de las casas respectivas vecinales.

    A Rebocato, a día de hoy, aún no se le ha olvidado aquella experiencia, y cuando oye hablar de cédulas, le viene a la cabeza la palabra <hostias>, tanto materiales: en forma de pan ácimo consagrado, es decir, el Cuerpo de Nuestro Redentor; como físicas: en forma de guantazos, también repartidos –como aquellas– por el entonces cura párroco de nuestro pueblo castellanoviejo.

    Rebocato durante el resto de la petición de cédulas y lo que conllevaba, iba temiendo llegar a la casa de nuestro labriego castellanoviejo, a la vez que, pensando en ello, se encomendaba a los tres santos patronos de los monaguillos (Santo Domingo Savio, Santo Domingo del Val y San Tarcisio, por los que sentía una gran devoción), debido a que, barruntaba, que el cura contaría lo sucedido y entonces nuestro amigo recibiría un suplemento de guantazos, en base a su atrevimiento, por parte de nuestro labriego castellanoviejo. Menos mal que cuando llegaron a la casa nuestro labriego no estaba en ese momento en ella, y su mujer, al oír el caso por boca del párroco, le dio una reprimenda a Rebocato y la cosa quedó en eso. Para zanjar el asunto, la mujer, aparte de entregar –junto con las cédulas– una docena de huevos, sacó una bandeja con rosquillas de Pascua para deleite del cura y monaguillos, los cuales dieron buena cuenta de ellas (de las rosquillas únicamente, claro está).

  Acabada la recolecta, ya con todas las cédulas y huevos –donados graciosamente por las parroquianas respectivas, y en supuesta gracia de Dios de todos los moradores de las casas– a buen recaudo en la casa parroquial, los monaguillos, ese día, se dispusieron a comer en casa del cura, y el menú consistía en lo que nuestros lectores estarán pensando: huevos fritos, pan candeal de hogaza, agua fresca del depósito municipal y como postre: naranjas.


         LA SEMANA SANTA

     En Semana Santa los feligreses de nuestro pueblo castellanoviejo estaban todo el santo día, excepto a la hora de dormir,  en el recinto de la iglesia.

Se iniciaban los actos con la entrada, de los feligreses variopintos, en la iglesia el Jueves Santo por la tarde, para asistir a los Santos Oficios en los que se conmemoraba la Última Cena de Jesucristo y Apóstoles; lavatorio de pies; tumbada del cura todo lo que era  de largo en el suelo, etc.

    Con el fin de que la celebración de los actos religiosos llegaran al máximo número de parroquianos posibles, se esperaba la llegada del coche de línea a la plaza mayor del pueblo y así los vecinos emigrados a la capital –en busca de una vida más llevadera lejos de los adelgazantes aperos de labranza y de los educadores cintazos, mosconazos y soplamocos, merecidos la mayoría de las veces– pudieran deleitarse, como el resto de moradores no emigrados, con las culturales amenas y gratificantes ceremonias impartidas de forma altruista por el cura.

   Por la noche moría El Mesías y hasta la mañana del Domingo de Resurrección varios grupos de mujeres se turnaban para estar todas las santas noches rezando en la iglesia, emitiendo jaculatorias y otros salmos ante el altar mayor pletórico  de velas y cirios, y unas siluetas de madera de judíos pintados (sacados para la ocasión) a ambos lados del altar. Los Glorias de los padrenuestros y rosarios se omitían hasta dicho  Domingo, asimismo las imágenes de las capillas se tapaban con telas, preferentemente moradas (posiblemente, hoy en día, ese color no sería políticamente correcto en ese lugar), hasta la Resurrección de El Nazareno. El jueves por la noche a la hora de la muerte de Nuestro Señor se apagaban las luces y velas de la iglesia y con carracas se producía durante unos minutos un ruido infernal, lo cual, a los niños más pequeños allí presentes, les provocaba un pánico atroz y algunos de ellos trataban de salir corriendo, pero claro, con todo a oscuras cualquiera se movía; en cambio los chicos mas creciditos se lo pasaban bomba porque era la ocasión para decir y hacer lo que quisieras dentro de la iglesia. Uno podía aprovechar la coyuntura de las tinieblas, para zumbar la badana a otro compañero cercano, al cual tuvieras ojeriza o que tuvieses alguna que otra cuenta pendiente con él, sobre todo si ese él era mucho mas fuerte que ese uno. Hasta de la muerte de Jesús se aprovechaba algún católico mocoso (dicho esto sin ánimo de tratar de mocosos a los católicos, Dios nos libre) para vengar alguna que otra afrenta callejera pendiente. 

    Contaba a sus retoños nuestro labriego castellanoviejo que cuando él era niño (cosa de que a nuestro amigo le costaba imaginar que eso hubiera sido posible, ya que, cundo este nació aquel ya iba a cumplir 50 años de vellón), en una de las capillas laterales de la iglesia que disponía de un suelo entablado, que cuando se hacia la Ruidera en la noche del Jueves Santo, algún chico aprovechaba la coyuntura (ruido y oscuridad) para clavar con puntas las puntas (valga la redundancia) de los mantones de alguna abuela a las tablas, y cuando cesaba el ruido y volvían las luces, la sorpresa de las abuelas clavadas de mantón era mayúscula, y ello ocasionaba las risas contenidas de los chiquillos que estaban en el ajo.

    El Viernes Santo vuelta a la iglesia de buena mañana para escuchar el Sermón de la Montaña. El día transcurría en el interior de la parroquia con misereres y viacrucis con el cura, monaguillos (entre estos Rebocato) dando vueltas a la iglesia con parada y rezos varios en cada una de las 14 estaciones a enumerar: condena, cruz a cuestas, las tres caídas respectivas, encuentros con la Virgen, Cirineo tratando de ayudar (de él nunca mas se supo, no existían cámaras de vigilancia en el entorno), La Verónica (no nos referimos al lance famoso de la tauromaquia), mujeres lloronas de Jerusalén (no sabemos si profesionales plañideras), despojo de vestiduras, clavado en la cruz, muerte, bajada de la cruz y sepultura.

   Y así hasta el Domingo de Pascua cuando ya se alegraba un poco la cosa con la Resurrección y Gloria del Crucificado, y se iba el acojono de los chavales con tanto encierro y rezos en la iglesia. Menos mal que en nuestro pueblo castellanoviejo en Semana Santa se hacían rosquillas y pan mantecado que alegraban un tanto las penas, sobre todo en los mas pequeños.

    Tal era la actividad de actos eclesiásticos durante esos 4 días, que el cura párroco contrataba a un predicador para que le echara una mano, sobre todo con los sermones y predicaciones desde el púlpito o a pie del altar mayor, respectivamente. Dicho predicador también daba catequesis a los chicos (incluye chicas) del pueblo. Un año el predicador mandó hacer un demonio de trapo y el día de Pascua de Resurrección lo quemó con los chicos (solo al muñeco) en la plaza del pueblo, y después el predicador les invitó a todos a escupir sobre las cenizas del ángel otrora caído y ahora quemado. Lucifer quedó destruido para siempre jamás, pensaban las criaturas habilmente manejadas por el predicador.

      A pesar de todo los niños sobrellevaban la Semana Santa como buenamente podían, unos con fervor,  otros con acongojamiento extremo. Incluso, después de estos avatares, la vida continuaba su curso en nuestro pueblo castellanoviejo.


        ENTIERROS Y CLAMORES

    Al sentir de Rebocato lo más duro en la labor diaria de ejercer como monaguillo, era el asistir a los funerales de los lugareños finiquitados en nuestro pueblo castellanoviejo. Normalmente los monaguillos no iban al camposanto para los enterramientos, salvo en casos muy especiales; no obstante, si que acudían, acompañando al cura, a la casa del muerto con este de cuerpo presente, cuya visión, y el ambiente que rodeaba la puesta en escena, no era muy agradable a los ojos de nuestro amigo, y lo que más le impresionaba eran los llantos, lamentos y aflicciones de alguno de los familiares mas íntimos del desaparecido.

    Llegada la hora de llevar el cuerpo (al que le llegó su hora), introducido en su caja correspondiente, a la iglesia para celebrar el funeral, el cura y dos monaguillos –estos provistos: uno con la gaveta conteniendo agua bendita e hisopo incorporado de serie, y el otro con el incensario y la naveta con el incienso dentro– se encaminaban a la casa donde se encontraba el finado. Aclarar que, los cuerpos de los muertos hasta bien entrados los 90 del siglo pasado, permanecían en sus casas respectivas, donde familiares, amigos, vecinos, algún que otro pelma, etc., les velaban, desde el fallecimiento hasta la hora de llevarlos a la iglesia para comenzar la misa  funeral, y posterior entierro en el cementerio municipal; no como ocurre actualmente en que, para velar al difunto, se le instala en un lugar llamado velatorio, donde acude la gente para desempeñar ese cometido, con lo cual, una vez uno desaparecido, se pierde la intimidad de estar disfrutando de tu propia casa hasta el último momento: con el hándicap de que en el hogar de uno te velaban toda la noche y, actualmente, en los locales de hoy en día destinados a ese fin, llegan las 10 de la noche y despachan a todos los amigos y familiares del que falta, abandonando a este a su suerte hasta la mañana siguiente y sin saber que será de él durante todo ese tiempo.

    Hace no tantos años al exánime –cuyo turno de deceso era dictaminado por las tres viejas hermanas mitológicas que atienden por los nombres de: Cloto que hila, Láquesis que devana y Átropos que corta el hilo de la existencia– en nuestro pueblo castellanoviejo, normalmente, para velarle se le metía en el féretro sin poner la tapa encima y se le instalaba en la sala de la casa, con algún que otro cirio al lado, caso de disponer de ellos, con el fin de dar algo de ambiente cálido a la sala. Alrededor del ataúd se ubicaban sillas por doquier y las personas allí sentadas se disponían a velar. Hablando y rezando. Se rezaba también un rosario al que acudían todas las beatas del pueblo asociadas a alguna que otra pseudocofradía, con apariencia semiclandestina según barruntaba nuestro amigo en el interior de sus cortas entendederas.


    Como hemos mencionado anteriormente, antes de empezar el funeral, el cura acompañado de dos monaguillos se desplazaba desde la iglesia hasta la casa del fallecido. La familia, unos minutos antes de llegar la comitiva, sacaba a aquel manteniéndole dentro del féretro –sin colocar, aún, la tapa de marras– al portal de la casa, de tal forma que con los portones abiertos, desde la calle, el cura, una vez llegado a la casa del fenecido, sin llegar a entrar procedía con la ceremonia desde allí mismo, no era cuestión de recrear en el portal la famosa escena del camarote de los hermanos Marx.

   El cura entonaba unos cánticos, y echando mano de las herramientas de trabajo (pocas callosidades provocaban estas) que le portaban sus monaguillos: humeaba con el incensario hacia el interior del portal donde se encontraba expuesto el cuerpo del visitado por la parca y remataba la faena asperjándole con el hisopo. Acabado el corto rito se procedía a colocar la tapa del féretro para tapar al difunto y en ese momento empezaba el llanto de los familiares mas íntimos, sobre todo el de las mujeres, estas con un sentimiento manifiesto supuestamente real, ya que por aquellos lares no se alquilaban plañideras, entre otras razones porque no existían y caso de que hubieran existido, los cuartos se invertían en cosas menos mundanas y de mucha más necesidad en el día a día familiar.

     Acabada la pequeña ceremonia cura y monaguillos volvían grupas hacia la iglesia, acompañados por los asistentes al acto, algunos de estos con el féretro a cuestas, o bien, montado en el carro mortuorio municipal de cuatro ruedas hinchables y de tracción animal racional, es decir: lo empujaban los hombres voluntariamente, menos mal que nuestro pueblo castellanoviejo es completamente llano excepto alguna que otra ligera cotarra existente, que no cotorra, que también abundaba alguna por el contorno.

   Mientras tanto el sacristán o, en su defecto, los monaguillos, en el campanario, repiqueteaban las campanas de la iglesia con toque de clamor hasta que volvían a la iglesia el cura, los monaguillos, el féretro con su contenido y la caterva de acompañantes.

   Para saber cuando tenían que acabar con el toque de campanas había que asomarse por alguna de las ventanas de la torre del campanario de la iglesia, donde se encontraban ubicadas las campanas a saber: la mayor, la mediana y la pequeña. Cierta vez, por falta de personal ya que solo había en plantilla dos monaguillos y el pseudo sacristán, Rebocato subió solo al campanario a repiquetear a clamor y, de vez en cuando, se asomaba por una de las ventanas del campanario a una de las cinco calles que confluían hasta la iglesia, para ver si llegaba la comitiva con el féretro incluido, resultando que, se asomaba por la ventana a la calle que no correspondía por donde debía venir la comitiva, debido a que el finado no murió en su propia casa (cosa que nuestro amigo ignoraba), sino en la de una de sus hijas que vivía en otra zona del pueblo y el acceso desde esa casa a la iglesia era por la calle norte a la que Rebocato, evidentemente, no se asomó ni por asomo, resultando que el cortejo estaba ya dentro de la iglesia y Rebocato, ignorándolo, permanecía, impasible el ademán, repiqueteando sin cesar, hasta que al final tuvo que subir el otro monaguillo para avisarle con el fin de que parara de una vez con el toque de clamor, ya que, a causa de ello, la iglesia era un clamor. Si no es por el aviso, posiblemente nuestro amigo seguiría allí, impertérrito, repica que te repica.

    Menos esa vez, normalmente, ya todos dentro de la iglesia, cesaba el repiqueteo y se procedía a comenzar el funeral con misa de difuntos y responsos varios incluidos. El cura se liaba a responsear a pie de féretro con el bonete en la mano y todos los hombres de dentro de la iglesia se acercaban y depositaban, mayormente, perras gordas dentro de él. Así varias veces de idas y venidas hasta que se acababan los rezos del responso, posiblemente, más tarde que las pocas perras de los paupérrimos bolsillos de cada vecino presente en el acto.

     Pasó el tiempo, y después de estar unos tres años ejerciendo y no sabemos si por un ligero mosqueo con el cura o por abandonarles a ellos de repente la vocación, los dos monaguillos en activo (uno de ellos Rebocato) decidieron dejar plantado al párroco. Y cosa rara, nuestro labriego castellanoviejo no le dijo ni mu al respecto a Rebocato, ni le llamó a consultas.

    Cuando días después de la renuncia fue Rebocato a confesarse por ser primer viernes de mes, el cura le dijo que qué era eso de haberse despedido a la francesa, aquel como si le hubiera hablado en chino: ¿Cómo?. El cura le respondió: Bueno, dejémoslo, eres muy joven para entenderlo.

    Decir que Rebocato después de la renuncia a los hábitos de ayudar a misa los domingos y fiestas de guardar pensaba: <no he llegado a hacer fortuna en estos tres años, pero lo importante es la salvación eterna y permanecer cerca del intermediario de la iglesia católica que te ayudará a lograrlo>. Por otra parte el Papa Juan XXIII había fallecido un año antes de empezar a ejercer él, y nuestro amigo barruntaba que con el Pablo VI el escalafón tardaría años en moverse de nuevo, por lo tanto su posible ascenso en la jerarquía se le antojaba una misión harto difícil. De cara al incierto futuro que se avecinaba, habría que buscarse otra salida profesional con el fin de perder de vista a los bichos (animalitos, no padres y hermanos) de casa y a los entretenidos, y a la vez implacables en su uso cotidiano, aperos de labranza.


             HistoriasdeRebocato@febrero-2017