REBOCATO
MONAGUILLO (PARTE 2ª)
(Continuación)
LA CÉDULA DE COMUNIÓN
En nuestro pueblo castellnoviejo, una vez al
año –cercana ya la Semana Santa– prácticamente, todas las personas de bien del
pueblo, se confesaban y comulgaban. Para tener un control de que esto fuera así,
la iglesia católica puso en circulación la cédula de confesión y comunión, la
cual, si obraba en poder de una persona, confirmaba que esta había pasado por
el acto de recibir la Eucaristía al menos una vez al año (que no hace, o no
hacía, daño).
El/la
individuo/a al pasar por el confesionario, el cura, después del acto de
contrición, le facilitaba la cédula de marras que acreditaba que, esa
persona, había cumplido con el precepto pascual.
Pie
de foto.- Una cédula de marras cualquiera, de un
pueblo cualquiera, la cual está rectificada a mano con el fin, barruntamos, de
la optimización de recursos. Ignoramos si el comulgado, poseedor de la cédula
que le acreditaba como limpio de pecado, si pudo comulgar los años
sucesivos con la que se nos avecinó en los años 1936/39 y la posterior
<Victoria duradera> de unos ganadores, que no <Paz verdadera> de
los otros perdedores, obviamente.
El/la
confesado/a se llevaba la cédula a su casa gratuitamente, ahora bien, como casi
todo tiene sus daños colaterales, la cédula dichosa también los tenia, ya que
una vez que, casi todo el pueblo había confesado y comulgado como Dios manda,
llegaba el día en que el cura convocaba a todos sus monaguillos, entre ellos a
nuestro sin par Rebocato, el cual, como comprobaremos mas adelante, iba a
probar, en sus escasas carnes acumuladas en su cuerpo, los daños colaterales de
la mentada cédula.
Los acólitos, cestas de
mimbre en mano, pasaban de casa en casa por todo el pueblo llamando a las
puertas de cada vecino.
La comitiva,
de monaguillos y el párroco, salía con las cestas de la casa municipal del cura
y un monaguillo se adelantaba e iba tocando puerta por puerta de las casas del
pueblo y, empujando el portón superior, bramaba en el portal:
–¡Vaya
preparando las cédulas que venimos a recogerlas!
La dueña de la
casa cogía las cédulas de los confesados y comulgados de dicha casa y, a su
vez, preparaba media docena de huevos, los cuales se los entregaba a los
monaguillos que los metían en una de las cestas y las cédulas se las daba
al sacerdote. Reseñar que si alguna vecina soltaba una docena de huevos o más,
ni el cura, ni los monaguillos peticionarios le hacían ascos.
La gente
daba los huevos que buenamente podía y, cuando se llenaba una cesta de huevos,
un monaguillo la llevaba, con el fin de vaciarla, a la casa del cura, en la
cual reinaban la madre y una sobrina de esta y, a su vez, prima de aquel;
las cuales ponían los huevos recolectados, a buen recaudo para al día
siguiente venderlos a alguna de las tenderas del pueblo.
Los
monaguillos se iban turnando con las cestas y los avisos, y cuando, esa mañana,
le tocó a Rebocato llamar a las puertas de las casas para la recogida de
cédulas, con gran resolución y brío se dirigió a la puerta de entrada de una de
las viviendas y abriendo el portón superior gritó, voz en grito, hacia el
interior de la casa –más que nada por romper la monotonía del ya trillado
<Que venimos a por las cédulas>–:
–¡Que
venimos a por los huevos!
Salió la dueña
de la casa y observó como el cura –que venia detrás de Rebocato con el resto de
monaguillos portando estos las cestas, los cuales habían oído, todos, el
anuncio innovador de nuestro amigo– se acercó a este y le cruzó la cara con un
par de guantazos de los que hacen ver las estrellas aunque impere un día de sol
radiante, y menos mal que la vecina intervino mostrando una cara de
circunstancias y le expuso al cura:
–No se lo tome a mal, señor cura, cosas de críos.
Pero ya
era tarde, a Rebocato no se le enfrió la cara, en toda la recolecta matutina de
lo que ponían las gallináceas de nuestro pueblo castellanoviejo en los nidales
de los diferentes gallineros y corrales de las casas respectivas vecinales.
A Rebocato, a
día de hoy, aún no se le ha olvidado aquella experiencia, y cuando oye hablar
de cédulas, le viene a la cabeza la palabra <hostias>,
tanto materiales: en forma de pan ácimo consagrado, es decir, el Cuerpo de
Nuestro Redentor; como físicas: en forma de guantazos, también repartidos –como
aquellas– por el entonces cura párroco de nuestro pueblo castellanoviejo.
Rebocato durante
el resto de la petición de cédulas y lo que conllevaba, iba temiendo llegar a
la casa de nuestro labriego castellanoviejo, a la vez que, pensando en ello, se
encomendaba a los tres santos patronos de los monaguillos (Santo Domingo Savio,
Santo Domingo del Val y San Tarcisio, por los que sentía una gran devoción),
debido a que, barruntaba, que el cura contaría lo sucedido y entonces nuestro
amigo recibiría un suplemento de guantazos, en base a su atrevimiento, por
parte de nuestro labriego castellanoviejo. Menos mal que cuando llegaron a la
casa nuestro labriego no estaba en ese momento en ella, y su mujer, al oír el
caso por boca del párroco, le dio una reprimenda a Rebocato y la cosa quedó en
eso. Para zanjar el asunto, la mujer, aparte de entregar –junto con las
cédulas– una docena de huevos, sacó una bandeja con rosquillas de Pascua para
deleite del cura y monaguillos, los cuales dieron buena cuenta de ellas (de las rosquillas únicamente, claro está).
Acabada la recolecta,
ya con todas las cédulas y huevos –donados graciosamente por las parroquianas
respectivas, y en supuesta gracia de Dios de todos los moradores de las casas–
a buen recaudo en la casa parroquial, los monaguillos, ese día, se dispusieron
a comer en casa del cura, y el menú consistía en lo que nuestros lectores
estarán pensando: huevos fritos, pan candeal de hogaza, agua fresca del
depósito municipal y como postre: naranjas.
LA SEMANA SANTA
En Semana
Santa los feligreses de nuestro pueblo castellanoviejo estaban todo el santo
día, excepto a la hora de dormir, en el recinto de la iglesia.
Se iniciaban los actos con la entrada, de los feligreses
variopintos, en la iglesia el Jueves Santo por la tarde, para asistir a los
Santos Oficios en los que se conmemoraba la Última Cena de Jesucristo y
Apóstoles; lavatorio de pies; tumbada del cura todo lo que era de largo en el
suelo, etc.
Con el fin de
que la celebración de los actos religiosos llegaran al máximo número de parroquianos
posibles, se esperaba la llegada del coche de línea a la plaza mayor del pueblo
y así los vecinos emigrados a la capital –en busca de una vida más llevadera
lejos de los adelgazantes aperos de labranza y de los educadores cintazos,
mosconazos y soplamocos, merecidos la mayoría de las veces– pudieran deleitarse,
como el resto de moradores no emigrados, con las culturales amenas y
gratificantes ceremonias impartidas de forma altruista por el cura.
Por la noche
moría El Mesías y hasta la mañana del Domingo de Resurrección varios grupos de
mujeres se turnaban para estar todas las santas noches rezando en la iglesia,
emitiendo jaculatorias y otros salmos ante el altar mayor pletórico de
velas y cirios, y unas siluetas de madera de judíos pintados (sacados para la
ocasión) a ambos lados del altar. Los Glorias de los padrenuestros y rosarios
se omitían hasta dicho Domingo, asimismo las imágenes de las capillas se
tapaban con telas, preferentemente moradas (posiblemente, hoy en día, ese color
no sería políticamente correcto en ese lugar), hasta la Resurrección de El Nazareno. El
jueves por la noche a la hora de la muerte de Nuestro Señor se apagaban las
luces y velas de la iglesia y con carracas se producía durante unos minutos un
ruido infernal, lo cual, a los niños más pequeños allí presentes, les provocaba
un pánico atroz y algunos de ellos trataban de salir corriendo, pero claro, con
todo a oscuras cualquiera se movía; en cambio los chicos mas creciditos se lo
pasaban bomba porque era la ocasión para decir y hacer lo que quisieras dentro
de la iglesia. Uno podía aprovechar la coyuntura de las tinieblas, para zumbar
la badana a otro compañero cercano, al cual tuvieras ojeriza o que tuvieses
alguna que otra cuenta pendiente con él, sobre todo si ese él era mucho mas
fuerte que ese uno. Hasta de la muerte de Jesús se aprovechaba algún católico
mocoso (dicho esto sin ánimo de tratar de mocosos a los católicos, Dios nos
libre) para vengar alguna que otra afrenta callejera pendiente.
Contaba a sus
retoños nuestro labriego castellanoviejo que cuando él era niño (cosa de que a
nuestro amigo le costaba imaginar que eso hubiera sido posible, ya que, cundo
este nació aquel ya iba a cumplir 50 años de vellón), en una de las capillas
laterales de la iglesia que disponía de un suelo entablado, que cuando se hacia
la Ruidera en la noche del Jueves Santo, algún chico aprovechaba la coyuntura (ruido y oscuridad) para clavar con puntas las puntas (valga la redundancia) de los
mantones de alguna abuela a las tablas, y cuando cesaba el ruido y volvían las
luces, la sorpresa de las abuelas clavadas de mantón era mayúscula, y ello
ocasionaba las risas contenidas de los chiquillos que estaban en el ajo.
El Viernes Santo
vuelta a la iglesia de buena mañana para escuchar el Sermón de la Montaña. El
día transcurría en el interior de la parroquia con misereres y viacrucis con el
cura, monaguillos (entre estos Rebocato) dando vueltas a la iglesia con parada
y rezos varios en cada una de las 14 estaciones a enumerar: condena, cruz a
cuestas, las tres caídas respectivas, encuentros con la Virgen, Cirineo
tratando de ayudar (de él nunca mas se supo, no existían cámaras de vigilancia
en el entorno), La Verónica (no nos referimos al lance famoso de la
tauromaquia), mujeres lloronas de Jerusalén (no sabemos si profesionales
plañideras), despojo de vestiduras, clavado en la cruz, muerte, bajada de la
cruz y sepultura.
Y así hasta el
Domingo de Pascua cuando ya se alegraba un poco la cosa con la Resurrección y
Gloria del Crucificado, y se iba el acojono de los chavales con tanto encierro
y rezos en la iglesia. Menos mal que en nuestro pueblo castellanoviejo en
Semana Santa se hacían rosquillas y pan mantecado que alegraban un tanto las
penas, sobre todo en los mas pequeños.
Tal era la
actividad de actos eclesiásticos durante esos 4 días, que el cura párroco
contrataba a un predicador para que le echara una mano, sobre todo con los sermones
y predicaciones desde el púlpito o a pie del altar mayor, respectivamente.
Dicho predicador también daba catequesis a los chicos (incluye chicas) del
pueblo. Un año el predicador mandó hacer un demonio de trapo y el día de Pascua
de Resurrección lo quemó con los chicos (solo al muñeco) en la plaza del pueblo,
y después el predicador les invitó a todos a escupir sobre las cenizas
del ángel otrora caído y ahora quemado. Lucifer quedó destruido para siempre jamás, pensaban las
criaturas habilmente manejadas por el predicador.
A pesar de todo los niños sobrellevaban la Semana Santa como buenamente podían, unos con
fervor, otros con acongojamiento extremo. Incluso, después de estos avatares,
la vida continuaba su curso en nuestro pueblo castellanoviejo.
ENTIERROS Y CLAMORES
Al sentir de
Rebocato lo más duro en la labor diaria de ejercer como monaguillo, era el
asistir a los funerales de los lugareños finiquitados en nuestro pueblo
castellanoviejo. Normalmente los monaguillos no iban al camposanto para los
enterramientos, salvo en casos muy especiales; no obstante, si que acudían,
acompañando al cura, a la casa del muerto con este de cuerpo presente, cuya
visión, y el ambiente que rodeaba la puesta en escena, no era muy agradable a
los ojos de nuestro amigo, y lo que más le impresionaba eran los llantos,
lamentos y aflicciones de alguno de los familiares mas íntimos del
desaparecido.
Llegada la hora
de llevar el cuerpo (al que le llegó su hora), introducido en su caja
correspondiente, a la iglesia para celebrar el funeral, el cura y dos
monaguillos –estos provistos: uno con la gaveta conteniendo agua bendita e
hisopo incorporado de serie, y el otro con el incensario y la naveta con el
incienso dentro– se encaminaban a la casa donde se encontraba el finado.
Aclarar que, los cuerpos de los muertos hasta bien entrados los 90 del siglo
pasado, permanecían en sus casas respectivas, donde familiares, amigos,
vecinos, algún que otro pelma, etc., les velaban, desde el fallecimiento hasta
la hora de llevarlos a la iglesia para comenzar la misa funeral, y
posterior entierro en el cementerio municipal; no como ocurre actualmente en
que, para velar al difunto, se le instala en un lugar llamado velatorio, donde
acude la gente para desempeñar ese cometido, con lo cual, una vez uno
desaparecido, se pierde la intimidad de estar disfrutando de tu propia casa
hasta el último momento: con el hándicap de que en el hogar de uno te velaban
toda la noche y, actualmente, en los locales de hoy en día destinados a ese
fin, llegan las 10 de la noche y despachan a todos los amigos y familiares del
que falta, abandonando a este a su suerte hasta la mañana siguiente y sin saber
que será de él durante todo ese tiempo.
Hace no tantos
años al exánime –cuyo turno de deceso era dictaminado por las tres viejas
hermanas mitológicas que atienden por los nombres de: Cloto que hila, Láquesis
que devana y Átropos que corta el hilo de la existencia– en nuestro pueblo
castellanoviejo, normalmente, para velarle se le metía en el féretro sin poner
la tapa encima y se le instalaba en la sala de la casa, con algún que otro
cirio al lado, caso de disponer de ellos, con el fin de dar algo de ambiente
cálido a la sala. Alrededor del ataúd se ubicaban sillas por doquier y las
personas allí sentadas se disponían a velar. Hablando y rezando. Se rezaba
también un rosario al que acudían todas las beatas del pueblo asociadas a
alguna que otra pseudocofradía, con apariencia semiclandestina según barruntaba
nuestro amigo en el interior de sus cortas entendederas.
Como hemos
mencionado anteriormente, antes de empezar el funeral, el cura acompañado de
dos monaguillos se desplazaba desde la iglesia hasta la casa del fallecido. La
familia, unos minutos antes de llegar la comitiva, sacaba a aquel manteniéndole
dentro del féretro –sin colocar, aún, la tapa de marras– al portal de la casa,
de tal forma que con los portones abiertos, desde la calle, el cura, una vez
llegado a la casa del fenecido, sin llegar a entrar procedía con la ceremonia
desde allí mismo, no era cuestión de recrear en el portal la famosa escena del
camarote de los hermanos Marx.
El cura entonaba
unos cánticos, y echando mano de las herramientas de trabajo (pocas
callosidades provocaban estas) que le portaban sus monaguillos:
humeaba con el incensario hacia el interior del portal donde se
encontraba expuesto el cuerpo del visitado por la parca y remataba la
faena asperjándole con el hisopo. Acabado el corto rito se procedía a
colocar la tapa del féretro para tapar al difunto y en ese momento empezaba el
llanto de los familiares mas íntimos, sobre todo el de las mujeres, estas con
un sentimiento manifiesto supuestamente real, ya que por aquellos lares no se
alquilaban plañideras, entre otras razones porque no existían y caso de que
hubieran existido, los cuartos se invertían en cosas menos mundanas y de mucha
más necesidad en el día a día familiar.
Acabada la
pequeña ceremonia cura y monaguillos volvían grupas hacia la iglesia,
acompañados por los asistentes al acto, algunos de estos con el féretro a
cuestas, o bien, montado en el carro mortuorio municipal de cuatro ruedas
hinchables y de tracción animal racional, es decir: lo empujaban los hombres
voluntariamente, menos mal que nuestro pueblo castellanoviejo es completamente
llano excepto alguna que otra ligera cotarra existente, que no cotorra, que
también abundaba alguna por el contorno.
Mientras tanto el
sacristán o, en su defecto, los monaguillos, en el campanario, repiqueteaban
las campanas de la iglesia con toque de clamor hasta que volvían a la iglesia
el cura, los monaguillos, el féretro con su contenido y la caterva de
acompañantes.
Para saber cuando
tenían que acabar con el toque de campanas había que asomarse por alguna de las
ventanas de la torre del campanario de la iglesia, donde se encontraban
ubicadas las campanas a saber: la mayor, la mediana y la pequeña. Cierta vez,
por falta de personal ya que solo había en plantilla dos monaguillos y el
pseudo sacristán, Rebocato subió solo al campanario a repiquetear a clamor y,
de vez en cuando, se asomaba por una de las ventanas del campanario a una de
las cinco calles que confluían hasta la iglesia, para ver si llegaba la
comitiva con el féretro incluido, resultando que, se asomaba por la ventana a
la calle que no correspondía por donde debía venir la comitiva, debido a que el
finado no murió en su propia casa (cosa que nuestro amigo ignoraba), sino en la
de una de sus hijas que vivía en otra zona del pueblo y el acceso desde esa
casa a la iglesia era por la calle norte a la que Rebocato, evidentemente, no
se asomó ni por asomo, resultando que el cortejo estaba ya dentro de la iglesia
y Rebocato, ignorándolo, permanecía, impasible el ademán, repiqueteando sin
cesar, hasta que al final tuvo que subir el otro monaguillo para avisarle con el fin de que parara de una vez con el toque de clamor, ya que, a causa de ello, la
iglesia era un clamor. Si no es por el aviso, posiblemente nuestro amigo
seguiría allí, impertérrito, repica que te repica.
Menos esa vez,
normalmente, ya todos dentro de la iglesia, cesaba el repiqueteo y se procedía
a comenzar el funeral con misa de difuntos y responsos varios incluidos. El
cura se liaba a responsear a pie de féretro con el bonete en la mano y todos
los hombres de dentro de la iglesia se acercaban y depositaban, mayormente, perras gordas
dentro de él. Así varias veces de idas y venidas hasta que se acababan los
rezos del responso, posiblemente, más tarde que las pocas perras de los paupérrimos
bolsillos de cada vecino presente en el acto.
Pasó el
tiempo, y después de estar unos tres años ejerciendo y no sabemos si por un
ligero mosqueo con el cura o por abandonarles a ellos de repente la vocación,
los dos monaguillos en activo (uno de ellos Rebocato) decidieron dejar plantado
al párroco. Y cosa rara, nuestro labriego castellanoviejo no le dijo ni mu al respecto a Rebocato, ni le llamó a consultas.
Cuando días
después de la renuncia fue Rebocato a confesarse por ser primer viernes de mes,
el cura le dijo que qué era eso de haberse despedido a la francesa, aquel como
si le hubiera hablado en chino: ¿Cómo?. El cura le respondió: Bueno, dejémoslo,
eres muy joven para entenderlo.
Decir que
Rebocato después de la renuncia a los hábitos de ayudar a misa los domingos y
fiestas de guardar pensaba: <no he llegado a hacer fortuna en estos tres
años, pero lo importante es la salvación eterna y permanecer cerca del
intermediario de la iglesia católica que te ayudará a lograrlo>. Por otra parte el
Papa Juan XXIII había fallecido un año antes de empezar a ejercer él, y nuestro amigo barruntaba que con el Pablo VI el
escalafón tardaría años en moverse de nuevo, por lo tanto su posible ascenso en
la jerarquía se le antojaba una misión harto difícil. De cara al incierto
futuro que se avecinaba, habría que buscarse otra salida profesional con el fin
de perder de vista a los bichos (animalitos, no padres y hermanos) de casa y a
los entretenidos, y a la vez implacables en su uso cotidiano, aperos de labranza.
HistoriasdeRebocato@febrero-2017