LA
COCIDA DEL PAN
Hola, a todos todas:
Hay una nueva entrada en el blog de Rebocato. En
esta ocasión se habla de la cocida del pan en la casa de nuestro labriego
castellanoviejo, cuando las gentes que moraban por allí, en aquellos bonitos
tiempos de penuria (sin la necesidad de recargar tantos tontos aparatos electrónicos todas
las noches ya que, con echar de comer al ganado y a los bichos de las cuadras y
corrales antes de acostarse, ya iba uno cumplido) eran cuasi autosuficientes.
Posiblemente, la poca sustancia del escrito sea
a causa de los daños colaterales de estos días tórridos que nos están
machacando la sesera (esto si que está siendo una cocida de las que dejan
huella) y que, en el caso de Rebocato, tiene como consecuencia el atrofiamiento
de las ya de por si cortas entendederas de las que dispone actualmente. Es lo que hay.
INTRODUCCIÓN
En la casa de nuestro labriego, como en tantas
otras del pueblo castellanoviejo donde vio por primera vez la luz del sol
nuestro amigo Rebocato, se elaboraba
y se cocía, periódicamente, el pan para consumo propio de toda la prole
de la casa. Todo ello a pesar de que en la localidad existiera panadería dispensadora
de pan cara al público, el dueño de la cual suministraba el pan que demandara
cada cliente, y la contabilidad de las hogazas se realizaba previa presentación
de la tarja respectiva de cada vecino con la que acudían a comprar el pan de
forma fiada.
LA TARJA
En nuestro pueblo castellanoviejo "La tarja" era,
físicamente, un prisma triangular (como una especie de toblerone, pero de madera
en lugar de chocolate) y de unos 30 cm. de largo, en la cual el panadero hacía, con un cuchillo, una muesca (diente) por cada hogaza que despachaba
al cliente, hasta completar las tres aristas de la tarja con los sucesivos
dientes de sierra.
El labrador, después de recogida la cosecha, al
final del verano, ajustaba cuentas con el panadero y en función del número de
dientes que figuraran en la tarja respectiva, pagaba al panadero bien en
metálico, bien en especies en forma de trigo o con harina.
Solo existía una tarja custodiada por cada
comprador respectivo de hogazas, y este era el más interesado en que no
aparecieran dientes adicionales marcados en ella. Ningún
diente de la tarja se caía, con lo cual mal negocio para el ratoncito Pérez que,
dicho sea de paso, Rebocato perdió todos sus dientes de leche y el ratoncito de
marras brillaba por su ausencia en nuestro pueblo castellanoviejo, por allí no aparecía
ni sabían de su existencia. Las tontunas, al igual que los adelantos, estaban
por llegar.
Resumiendo, en aquellos tiempos de niñez (en
que no había tiempo para ejercer la ñoñez) de Rebocato, la tarja era la manera
de realizar en nuestro pueblo castellanoviejo (con sus gentes plenamente
integradas –y sin ningún miembro de la unidad familiar en paro, léase: niños,
mozos, padres o abuelos– en aquella sociedad agraria preindustrial) las
transacciones comerciales cotidianas sin necesidad de usar el vil metal, al
menos en la panadería de por aquellos lares.
Años después, cuando empezaron a llegar algunos
adelantos a nuestro pueblo castellanoviejo, la cuenta de las hogazas que se despachaban
se transformó en anotaciones a bolígrafo en unas cartulinas de imprenta, en las
cuales, aparecían reflejados los 12 meses del año y los días respectivos de cada mes,
con lo cual –tontunas de la evolución– se perdió algo del encanto con respecto
a la, otrora, contabilidad artesana y medioambiental en forma de madera, como
quien dice: la de toda la vida. A partir de ese momento la contabilidad se
llevaba por partida doble, es decir, en la cartulina mensual de cada vecino que
se llevaba a su casa en una carpetita y en la global de clientes que se quedaba
en la panadería.
EL HORNO
Tal
como canta el Víctor Manuel en su canción “Todos tenemos un precio”:
….Y en el horno se verá
Que
todos somos igual....
Las casas disponían de un horno aparente –tipo
iglú, sin esquimales dentro, obviamente– elevado del suelo, tampoco vamos a entrar en
polémicas de que si, el horno de marras, era de procedencia romana o moruna– de
forma semiesférica, construido con ladrillos de adobe y recubierto con una capa
de barro, y piso de baldosas recias. Se ubicaba bien en la cocina o en algún anexo del
corral, en este caso el habitáculo recibía el nombre de: “El cocedero”. En la
casa de nuestro labriego castellanoviejo el horno se encontraba aparentemente
ubicado en el humero de la lumbre baja de la cocina, con la boca un poco más
baja que la campana de la chimenea, y la cúpula salía al corral, adentrándose
en uno de los gallineros, el cual disponía de calefacción central, al menos los
días de la cocida, fuera la estación del año que fuera.
Pie de foto.- Horno de cocer de a saber de donde.
En el horno se introducía leña de pino (en
nuestro pueblo castellanoviejo, como ya saben los lectores de este blog,
abunda/ba por el la término municipal el pino resinero o negral, arraigado en
tierras, antaño, centeneras) y se le prendía fuego. Cuando el horno alcanzaba la
temperatura optima para la cocción (calculando
su graduación –no académica– de forma empírica “a ojo de buen cubero” sin ayuda
de termómetro alguno) se procedía, valiéndose de un largo gancho de hierro, a sacar todo de
dentro del horno: tizones, ascuas y cenizas, y se dejaba caer todo a la lumbre
baja. A continuación, ayudándose de un hurgonero, que venia a ser un palo de pino,
largo y redondo, con un trapo (a modo de bayeta) mojado y anudado en uno de sus
extremos (el que se introducía en el horno) con el fin de limpiar las baldosas
del piso del horno de los restos de cenizas que quedasen sobre ellas y así al depositar
las hogazas sobre él para que se cocieran o cociesen –lo cual viene a ser lo
mismo– no se adhiriera en su base resto alguno de ceniza.
Después, con una pala plana de madera, provista
de largo mango, se iban metiendo, una a una, en el horno, las futuras hogazas
que va a amasar, a continuación, la mujer de nuestro labriego castellanoviejo,
ayudada por sus hijas. Cuando estaban cocidas en su punto, se
procedía a sacarlas con la susodicha pala. A medida que se iban sacando del
interior del horno, se limpiaba con un trapo los posibles restos de ceniza de
la base de las hogazas y, una vez estas frías, se almacenaban en un arcón de
madera sin llave (nada que ver con el arcón de los panes, provisto de ella,
perteneciente al clérigo de
Maqueda, uno de los ocho
amos a los que sirvió Lázaro/ lazarillo de Tormes) y se cubrían con paños de tela.
Decir
que, Lázaro tuvo peor suerte ejerciendo de monaguillo con dicho clérigo, que
Rebocato haciendo lo propio con el cura de nuestro pueblo castellanoviejo. Se relata en la novela, de autor anónimo (conocida como “El Lazarillo de Tormes” y que está considerada como la precursora de la novela picaresca, decir que, el que no haya leído alguna de nuestras novelas picarescas quizás nunca llegará a entender el porqué somos así–) que para matar, el pobre Lázaro, el hambre que le hacia
pasar el clérigo, se hizo con una copia de la llave del arca –en la que
guardaba los panes el clérigo– y esto le acarreó graves consecuencias debido a que, una noche, el silbido que salía de la copia de la llave que era en forma de canuto, y la cual escondía Lázaro en su boca, mientras dormía, con el fin de que el
clérigo no la encontrara, delató a Lázaro, ya que, el clérigo al oír por la
noche el silbido causado por la respiración de su lazarillo, al adentrarse el aire por la copia de la llave
en forma de canuto en su boca, pensó que era el sonido que emitía la
culebra y que el clérigo barruntaba que era la que se comía sus panes en lugar de
Lázaro; y, a oscuras, le atizó un garrotazo a Lázaro en toda la cabeza –que era la zona de donde procedía el silbido–. Después, el clérigo al descubrir la copia de la
llave en la boca de Lázaro entre sus dientes rotos, comprobó que abría el arcón
de las provisiones y puso al maltrecho Lázaro de patitas en la calle. En
cambio, Rebocato, en nuestro pueblo castellanoviejo dejó de ejercer de
monaguillo por voluntad propia y sin reprimenda alguna por parte de nuestro
labriego castellanoviejo.
LA AMASADURA Y
LA COCIDA
La mujer de nuestro labriego castellanoviejo al ponerse
en faena para amasar y cocer el pan se ponía un pañuelo en la cabeza para evitar
la caída accidental de pelos y de gotas de sudor sobre el pan (a Rebocato le
parecía, tal cual, una pirata de El Caribe, aunque ignoraba, en aquel entonces,
donde estaba El Caribe).
Pie de foto.- Artesa.
A la hora de ponerse manos a la masa (y nunca mejor
dicho), se disponía todo en la cocina, se cernía la harina de trigo y la sal en
los cedazos, se mezclaba con la levadura en agua tibia, se amasaba todo a mano
en la artesa y luego, cogiendo porciones adecuados de la masa, se daba forma a
las futuras hogazas.
Acto seguido se metían en el horno, una a una,
con la pala de madera depositándolas sobre las limpias baldosas.
Las hogazas ya cocidas, las cuales
pesaban más de dos libras (aunque entonces por aquellos lares nadie sabia
platicar ingles, ni falta que les hacia para desenvolverse en su vida
cotidiana, y por lo que respectaba al viajar, aparte de a las tierras de labor
del término municipal, si acaso, una vez al año a las fiestas de los pueblos de
al lado, lo cual no era moco de pavo y pare usted de contar, en los cuales se
hablaba la misma jerga, pero el Sistema Métrico Decimal no acaba de cuajar en
el día a día de las buenas gentes que habitaban aquellas latitudes, a causa del
tradicional uso de: las romanas, las libras, las onzas, las leguas, los celemines,
las arrobas, las varas –no las de arrear a las bestias o a los propios hijos de
cada cual, que también–, las medias -no las de vestir piernas de féminas-, las
fanegas, las cuartas, las obradas, las cántaras, los azumbres, los cuartillos,
etc.) se conservaban en plan óptimo para el consumo diario durante unos 15
días, transcurridos los cuales, en el caso de no haberse agotado antes las
provisiones del arca en forma de pan, se procedía a cocer más pan o, en su
defecto, acercarse a la panadería del pueblo a comprarlo.
Cierta vez, con el horno preparado para cocer
el pan, una hija de corta edad de nuestro labriego castellanoviejo cogió en
brazos a uno de sus hermanos nacido días atrás e intentó meterlo en el horno. Cuando abortaron su intento, alegó, como justificación a su acto, que su
hermanito era muy feo.
EPILOGO
A nuestro labriego castellanoviejo no le
gustaba el pan reciente, es decir, recién cocido. Caso de traer pan de la
panadería, y si a la hora de comer, al partir la hogaza, la miga se presentaba
rugosa al corte, comenzaba a renegar (nuestro labriego, no la hogaza) y a
lanzar algún que otro improperio sobre el hijo que hubiera ido a comprar el pan
y no demandarlo, en la panadería, como “no reciente”, lo que hacía que el hijo
acarreador de hogazas se pusiera en guardia por si recibía algún mosconazo de
su progenitor, lo cual, pensaba Rebocato –caso de haber sido él el circunstancial
porteador de panes– que dentro de lo malo, era mucho mejor que recibir “una
panadera como para ti solo”.
Quizás, a causa de esto, desde entonces a Rebocato
nunca le ha gustado el pan caliente, reminiscencias de los daños colaterales
que le produjo antaño, y cuando hoy en día, que está tan de moda el que te
sirvan los bocatas con el pan caliente, rellenos de salsas y metiendo, dentro del
pan, todo lo que pillan a mano en la cocina del local restaurador donde te
dejes caer, ante esto, Rebocato se pone de los nervios, ya que sabe por
experiencia que el pan caliente no le va a traer nada bueno, aparte de que él
es de bocatas puros y simples, es decir no con mezclas variopintas de
reutilización de alimentos varios que tendrían que acabar directamente en el
cubo de la basura.
En la hogaza de pan antes de empezar a partirla
se hacia sobre ella, con el cuchillo y de forma gestual, la señal de la cruz;
asimismo si la hogaza se caía accidentalmente al suelo había que recogerla
rápidamente y, antes de ponerla sobre la mesa, besarla (a la hogaza, no a la
mesa) eso sí, sin aprovechar la coyuntura para darle un mordisco a uno de los canteros.
HistoriasdeRebocato@junio-2017