29 de junio de 2017

LA COCIDA DEL PAN




                   LA COCIDA DEL PAN



         Hola, a todos todas:

       Hay una nueva entrada en el blog de Rebocato. En esta ocasión se habla de la cocida del pan en la casa de nuestro labriego castellanoviejo, cuando las gentes que moraban por allí, en aquellos bonitos tiempos de penuria (sin la necesidad de recargar tantos tontos aparatos electrónicos todas las noches ya que, con echar de comer al ganado y a los bichos de las cuadras y corrales antes de acostarse, ya iba uno cumplido) eran cuasi autosuficientes.

    Posiblemente, la poca sustancia del escrito sea a causa de los daños colaterales de estos días tórridos que nos están machacando la sesera (esto si que está siendo una cocida de las que dejan huella) y que, en el caso de Rebocato, tiene como consecuencia el atrofiamiento de las ya de por si cortas entendederas de las que dispone actualmente. Es lo que hay.

        
        INTRODUCCIÓN

    En la casa de nuestro labriego, como en tantas otras del pueblo castellanoviejo donde vio por primera vez la luz del sol nuestro amigo Rebocato, se elaboraba  y se cocía, periódicamente, el pan para consumo propio de toda la prole de la casa. Todo ello a pesar de que en la localidad existiera panadería dispensadora de pan cara al público, el dueño de la cual suministraba el pan que demandara cada cliente, y la contabilidad de las hogazas se realizaba previa presentación de la tarja respectiva de cada vecino con la que acudían a comprar el pan de forma fiada.



         LA TARJA

      En nuestro pueblo castellanoviejo "La tarja" era, físicamente, un prisma triangular (como una especie de toblerone, pero de madera en lugar de chocolate) y de unos 30 cm. de largo, en la cual el panadero hacía, con un cuchillo, una muesca (diente) por cada hogaza que despachaba al cliente, hasta completar las tres aristas de la tarja con los sucesivos dientes de sierra.

       El labrador, después de recogida la cosecha, al final del verano, ajustaba cuentas con el panadero y en función del número de dientes que figuraran en la tarja respectiva, pagaba al panadero bien en metálico, bien en especies en forma de trigo o con harina.

     Solo existía una tarja custodiada por cada comprador respectivo de hogazas, y este era el más interesado en que no aparecieran dientes adicionales marcados en ella. Ningún diente de la tarja se caía, con lo cual mal negocio para el ratoncito Pérez que, dicho sea de paso, Rebocato perdió todos sus dientes de leche y el ratoncito de marras brillaba por su ausencia en nuestro pueblo castellanoviejo, por allí no aparecía ni sabían de su existencia. Las tontunas, al igual que los adelantos, estaban por llegar.


      Resumiendo, en aquellos tiempos de niñez (en que no había tiempo para ejercer la ñoñez) de Rebocato, la tarja era la manera de realizar en nuestro pueblo castellanoviejo (con sus gentes plenamente integradas –y sin ningún miembro de la unidad familiar en paro, léase: niños, mozos, padres o abuelos– en aquella sociedad agraria preindustrial) las transacciones comerciales cotidianas sin necesidad de usar el vil metal, al menos en la panadería de por aquellos lares.

     Años después, cuando empezaron a llegar algunos adelantos a nuestro pueblo castellanoviejo, la cuenta de las hogazas que se despachaban se transformó en anotaciones a bolígrafo en unas cartulinas de imprenta, en las cuales, aparecían reflejados los 12 meses del año y los días respectivos de cada mes, con lo cual –tontunas de la evolución– se perdió algo del encanto con respecto a la, otrora, contabilidad artesana y medioambiental en forma de madera, como quien dice: la de toda la vida. A partir de ese momento la contabilidad se llevaba por partida doble, es decir, en la cartulina mensual de cada vecino que se llevaba a su casa en una carpetita y en la global de clientes que se quedaba en la panadería.



         EL HORNO


          Tal como canta el Víctor Manuel en su canción “Todos tenemos un precio”:

      ….Y en el horno se verá

          Que todos somos igual....



     Las casas disponían de un horno aparente –tipo iglú, sin esquimales dentro, obviamente– elevado del suelo, tampoco vamos a entrar en polémicas de que si, el horno de marras, era de procedencia romana o moruna– de forma semiesférica, construido con ladrillos de adobe y recubierto con una capa de barro, y piso de baldosas recias. Se ubicaba bien en la cocina o en algún anexo del corral, en este caso el habitáculo recibía el nombre de: “El cocedero”. En la casa de nuestro labriego castellanoviejo el horno se encontraba aparentemente ubicado en el humero de la lumbre baja de la cocina, con la boca un poco más baja que la campana de la chimenea, y la cúpula salía al corral, adentrándose en uno de los gallineros, el cual disponía de calefacción central, al menos los días de la cocida, fuera la estación del año que fuera.





                  Pie de foto.- Horno de cocer de a saber de donde.


   En el horno se introducía leña de pino (en nuestro pueblo castellanoviejo, como ya saben los lectores de este blog, abunda/ba por el la término municipal el pino resinero o negral, arraigado en tierras, antaño, centeneras) y se le prendía fuego. Cuando el horno alcanzaba la temperatura optima para la cocción (calculando su graduación –no académica– de forma empírica “a ojo de buen cubero” sin ayuda de termómetro alguno) se procedía, valiéndose de un largo gancho de hierro, a sacar todo de dentro del horno: tizones, ascuas y cenizas, y se dejaba caer todo a la lumbre baja. A continuación, ayudándose de un hurgonero, que venia a ser un palo de pino, largo y redondo, con un trapo (a modo de bayeta) mojado y anudado en uno de sus extremos (el que se introducía en el horno) con el fin de limpiar las baldosas del piso del horno de los restos de cenizas que quedasen sobre ellas y así al depositar las hogazas sobre él para que se cocieran o cociesen –lo cual viene a ser lo mismo– no se adhiriera en su base resto alguno de ceniza.

       Después, con una pala plana de madera, provista de largo mango, se iban metiendo, una a una, en el horno, las futuras hogazas que va a amasar, a continuación, la mujer de nuestro labriego castellanoviejo, ayudada por sus hijas. Cuando estaban cocidas en su punto, se procedía a sacarlas con la susodicha pala. A medida que se iban sacando del interior del horno, se limpiaba con un trapo los posibles restos de ceniza de la base de las hogazas y, una vez estas frías, se almacenaban en un arcón de madera sin llave (nada que ver con el arcón de los panes, provisto de ella, perteneciente al clérigo  de Maqueda, uno de los ocho amos a los que sirvió Lázaro/ lazarillo de Tormes) y se cubrían con paños de tela.

       Decir que, Lázaro tuvo peor suerte ejerciendo de monaguillo con dicho clérigo, que Rebocato haciendo lo propio con el cura de nuestro pueblo castellanoviejo.  Se relata en la novela, de autor anónimo (conocida como “El Lazarillo de Tormes” y que está considerada como la precursora de la novela picaresca, decir que, el que no haya leído alguna de nuestras novelas picarescas quizás nunca llegará a entender el porqué somos así–) que para matar, el pobre Lázaro, el hambre que le hacia pasar el clérigo, se hizo con una copia de la llave del arca –en la que guardaba los panes el clérigo– y esto le acarreó graves consecuencias debido a que, una noche, el silbido que salía de la copia de la llave que era en forma de canuto, y la cual escondía Lázaro en su boca, mientras dormía, con el fin de que el clérigo no la encontrara, delató a Lázaro, ya que, el clérigo al oír por la noche el silbido causado por la respiración de su lazarillo, al adentrarse el aire por la copia de la llave en forma de canuto en su boca,  pensó que era el sonido que emitía la culebra y que el clérigo barruntaba que era la que se comía sus panes en lugar de Lázaro; y, a oscuras, le atizó un garrotazo a Lázaro en toda la cabeza –que era la zona de donde procedía el silbido–. Después, el clérigo al descubrir la copia de la llave en la boca de Lázaro entre sus dientes rotos, comprobó que abría el arcón de las provisiones y puso al maltrecho Lázaro de patitas en la calle. En cambio, Rebocato, en nuestro pueblo castellanoviejo dejó de ejercer de monaguillo por voluntad propia y sin reprimenda alguna por parte de nuestro labriego castellanoviejo.




          LA AMASADURA Y LA COCIDA

    La mujer de nuestro labriego castellanoviejo al ponerse en faena para amasar y cocer el pan se ponía un pañuelo en la cabeza para evitar la caída accidental de pelos y de gotas de sudor sobre el pan (a Rebocato le parecía, tal cual, una pirata de El Caribe, aunque ignoraba, en aquel entonces, donde estaba El Caribe).










        
 Pie de foto.- Artesa.


     A la hora de ponerse manos a la masa (y nunca mejor dicho), se disponía todo en la cocina, se cernía la harina de trigo y la sal en los cedazos, se mezclaba con la levadura en agua tibia, se amasaba todo a mano en la artesa y luego, cogiendo porciones adecuados de la masa, se daba forma a las futuras hogazas.


        Pie de foto.- Cedazo.


     Acto seguido se metían en el horno, una a una, con la pala de madera depositándolas sobre las limpias baldosas.


                  Pie de foto.- Pala de panadero.



    Las hogazas ya cocidas, las cuales pesaban más de dos libras (aunque entonces por aquellos lares nadie sabia platicar ingles, ni falta que les hacia para desenvolverse en su vida cotidiana, y por lo que respectaba al viajar, aparte de a las tierras de labor del término municipal, si acaso, una vez al año a las fiestas de los pueblos de al lado, lo cual no era moco de pavo y pare usted de contar, en los cuales se hablaba la misma jerga, pero el Sistema Métrico Decimal no acaba de cuajar en el día a día de las buenas gentes que habitaban aquellas latitudes, a causa del tradicional uso de: las romanas, las libras, las onzas, las leguas, los celemines, las arrobas, las varas –no las de arrear a las bestias o a los propios hijos de cada cual, que también–, las medias -no las de vestir piernas de féminas-, las fanegas, las cuartas, las obradas, las cántaras, los azumbres, los cuartillos, etc.) se conservaban en plan óptimo para el consumo diario durante unos 15 días, transcurridos los cuales, en el caso de no haberse agotado antes las provisiones del arca en forma de pan, se procedía a cocer más pan o, en su defecto, acercarse a la panadería del pueblo a comprarlo.

     Cierta vez, con el horno preparado para cocer el pan, una hija de corta edad de nuestro labriego castellanoviejo cogió en brazos a uno de sus hermanos nacido días atrás e intentó meterlo en el horno. Cuando abortaron su intento, alegó, como justificación a su acto, que su hermanito era muy feo.

                       
          EPILOGO

     A nuestro labriego castellanoviejo no le gustaba el pan reciente, es decir, recién cocido. Caso de traer pan de la panadería, y si a la hora de comer, al partir la hogaza, la miga se presentaba rugosa al corte, comenzaba a renegar (nuestro labriego, no la hogaza) y a lanzar algún que otro improperio sobre el hijo que hubiera ido a comprar el pan y no demandarlo, en la panadería, como “no reciente”, lo que hacía que el hijo acarreador de hogazas se pusiera en guardia por si recibía algún mosconazo de su progenitor, lo cual, pensaba Rebocato –caso de haber sido él el circunstancial porteador de panes– que dentro de lo malo, era mucho mejor que recibir “una panadera como para ti solo”.

     Quizás, a causa de esto, desde entonces a Rebocato nunca le ha gustado el pan caliente, reminiscencias de los daños colaterales que le produjo antaño, y cuando hoy en día, que está tan de moda el que te sirvan los bocatas con el pan caliente, rellenos de salsas y metiendo, dentro del pan, todo lo que pillan a mano en la cocina del local restaurador donde te dejes caer, ante esto, Rebocato se pone de los nervios, ya que sabe por experiencia que el pan caliente no le va a traer nada bueno, aparte de que él es de bocatas puros y simples, es decir no con mezclas variopintas de reutilización de alimentos varios que tendrían que acabar directamente en el cubo de la basura.

       En la hogaza de pan antes de empezar a partirla se hacia sobre ella, con el cuchillo y de forma gestual, la señal de la cruz; asimismo si la hogaza se caía accidentalmente al suelo había que recogerla rápidamente y, antes de ponerla sobre la mesa, besarla (a la hogaza, no a la mesa) eso sí, sin aprovechar la coyuntura para darle un mordisco a uno  de los canteros.

      Recapitulando, Rebocato que vio, hasta los 5 o 6 años de edad, hacer el pan a la mujer de nuestro labriego castellanoviejo en la cocina de su casa, recuerda todo aquello como un zafarrancho de combate descomunal que ya quisieran para sí todos los piratas juntos de las películas: “Piratas del Caribe”.



        HistoriasdeRebocato@junio-2017