31 de mayo de 2014

LOS MOTORISTAS

                           REBOCATO Y LOS MOTORISTAS

Va por ti, hermano de La Salle, el más parecido, en la forma de ser, a nuestro labriego castellanoviejo.
   
             
                                                       

Encontrábanse, una tarde calurosa de mediados de julio de un verano ya lejano, nuestro labriego y algunos de sus descendientes en primer grado, segando una tierra centenera de media obrada larga, sita entre un pinar y la carretera comarcal del pueblo castellanoviejo.

La recolección de la cosecha, en nuestro conocido pueblo, se realizaba, aún, toda ella a mano, porque “para mercarse un trasto de esos (tractores, cosechadoras, arado de discos, etc.) -que llegaron después con la concentración parcelaria ya consumada-  habría que vender todo el término”, tal como apunta un mozo al Isidoro cuando, este, regresa a su pueblo castellanoviejo, 48 años después de irse a estudiar, y le interroga, al mozo, que si han llegado ya al pueblo las máquinas. Según narra el magistral Delibes (que conocía como nadie a las gentes del campo Castellanoviejas y a su llano y peculiar lenguaje, lamentablemente en vías de extinción hoy en día) en su libro de relatos: “Viejas historias de Castilla la Vieja”.

Llegada la hora de la merienda, sobre las seis de la tarde, cuando se veía pasar al milano surcando el cielo o al coche de línea de la tarde, renqueante, por la carretera, se acercaron nuestros segadores a un pinar cercano donde habían dejado el carro con el ropero (cunacho, alforjas, botijas de agua, bota de vino, merienda, pajón para atar los haces, algún retal de sábana blanca -por si los cortes de hoz-, piedras de afilar, aparejos de las burras, etc.). con el fin de dar buena cuenta del ágape (valga la cursilada, con el fin de evitar redundancias).

La merienda solía consistir en: Pan candeal en forma de hogaza, tacos de jamón, chorizo, tomates y, para rematar, las típicas sopas de pan en vino y azúcar que se hacían en la fiambrera, esta ya vaciada de su contenido que consistía en productos proteínicos, ya nombrados, procedentes de la matanza del cerdo.

Una vez engullidas las viandas, se procedía al reafilado de las hoces y vuelta a los surcos para continuar con la siega. El labriego tiró de petaca y librillo marca "Zig Zag", se lío un fumarro y se dirigió fumándoselo a cambiar las estacas a los machos y a las burras (esta operación se realizaba con el fin de renovar el radio de acción de careo de las bestias), mientras sus hijos enfilaron, con las hoces afiladas, hacia el tajo del cereal. En esto que pasan los dos motoristas de la guardia civil de tráfico (función que solían realizar por aquellos lares los viernes por la tarde) por la carretera, con paso lento montados en sus motos Sanglas respectivas -tan chulos ellos, o al menos uno de ellos como se verá a continuación-, dirigen una mirada a los desarrapados segadores, los cuales, hoz en mano, avanzan en vertical a la carretera, enfilando hacia el centenal. Rebocato retrasado (del paso de la recua de hermanos, no mental, aunque va a quedar esto último en entredicho por lo que acontece a continuación) del grupo los ve mirar y levanta la hoz haciendo un gesto con ella de arriba hacia abajo, con la intención de cómo invitándoles a que se acerquen a segar. Los motoristas ven el gesto del chico, se orillan a la cuneta, sin calar las motos, y hacen señas reclamando al zagal del aspaviento para que se acerque a ellos. Rebocato entra en la carretera y el hermano más mayor, de los presentes ese día, de la prole segadora, también hoz en mano, le acompaña. Una vez, ambos, en la carretera uno de los guardias civiles, bajo un sol de justicia (aunque esta iba a brillar por su ausencia en los momentos siguientes, más o menos como actualmente por lo que a políticos apandadores nuestros se refiere), interroga a Rebocato:
-¿Por qué has levantado la hoz y has hecho un ademán, con ella, como de cortarnos la cabeza?

 Rebocato, rojo por la timidez y cabizbajo, balbucea la verdad:
-Yo solo quería que vinieran con nosotros a echar una ducha- (segar un segador dos surcos de mies a la vez).

El guardia civil (en esta ocasión harto incivil ) le contesta de forma chulesca y despectiva:
-Si te pego una hostia pongo de luto a toda tu familia-. (Rebocato tiene la friolera edad de once años).

El hermano que está al lado de Rebocato ajustándose la hoja acerada del corte de la hoz en el brazo izquierdo, este doblado en ángulo recto, y sin soltar el mango de ella, asido fuertemente con la mano derecha, replica al guardia:

-Asimile usted, señor guardia, que el muchacho solo tiene 11 años y no creo que con esa edad tenga las malas intenciones que usted manifiesta y que le adjudica.

El chulesco guardia civil observa la hoz del hermano replicador, el cual continua manteniéndola firmemente sujeta con su mano derecha y apoyada en el brazo izquierdo, se queda dudando unos segundos como preguntándose “donde habrá estudiado el tío este y como reaccionará” al punto que se le cala la moto -mientras el otro motorista en la cuneta, al igual que los otros hermanos de Rebocato desde la tierra centenera, contemplan estoicamente la escena y no dicen esta boca es mía- y remata:
-Iros a segar y no quiero volver a veros.

Acto seguido los motoristas prosiguen su ruta motera por las carreteras de la Meseta.

Reseñar que, efectivamente, el hermano defensor, ha estudiado con los hermanos de La Salle hasta la toma de hábitos, habiendo abandonado recientemente, tanto a los hábitos, como a los hermanos del babero del franchute fundador San Juan Bautista de La Salle, y está en pleno rodaje, tratando de asimilar la brutal bofetada que está recibiendo de la vida al tratar de reintegrarse en la sociedad, después de haber estado interno y aislado del mundo real y familiar desde los once años hasta superado los veinte, los que calza ahora mismo. 
Rebocato ese mismo año había aprobado el ingreso en los centros de los Hermanos de las Iglesias Cristianas (Hermanos de La Salle), sitos en un pueblo madrileño, resultando que, antes de incorporarse a su nuevo destino, sus dos hermanos de sangre y, además, de La Salle, se salieron de la orden y sin para ello, que nos conste, previo acuerdo mutuo entre ellos, pues estaban en provincias distintas. 
Nuestro labriego castellanoviejo, cosa rara en él dada su condición de ordeno y mando acorde con los tiempos aquellos, pero quizá influenciado por los correos recibidos notificándole que ambos hijos suyos (uno con hábitos de tela ya tomados y el otro con mínima predisposición y con hábitos conductuales poco ortodoxos para seguir donde se formaba) abandonaban la institución de La Salle, optó por preguntar a Rebocato si quería o no realizar el ingreso. Rebocato dudó unos segundos, pero suficientes como para tomar la decisión y espetó: "No". Él pensaba para sus adentros: "Si digo si al ingreso, cuando aparezca por allí al saber los dirigentes mis apellidos sabrán que soy hermano de los que han abandonado y por lo tanto tomarán represalias contra mi persona, que es lo que más aprecio".

        Volvamos al lance con los motoristas para decir que era la ventaja que se tenía al disponer, uno, de hermanos más mayores, para que te valieran (defenderte de otros). Era difícil que te pegara alguien, excepto las vacas sagradas, de entonces, que eran tu padre, el maestroescuela y el cura –ya con estos ibas bien surtido-, y en el caso de Rebocato, tal como hemos comprobado, ni la propia Guardia Civil podía tocarte siempre y cuando tuvieras a un chache a mano y si, este, disponía, como medida disuasoria, de hoz de corte, también a mano, mejor que mejor .

El padre cuando regresa a la parcela (perdón, tierra, ya que aún no ha llegado a nuestro pueblo castellanoviejo la concentración parcelaria y sus consecuencias posteriores) de la siega y le comentan sus hijos lo acontecido apunta:
- Aunque los motoristas os hayan llamado no teníais que haber ido a su terreno, que es la carretera. Ellos no hubieran entrado en el nuestro, que es la tierra.

Por aquella época el cantante Manolo Escobar, nos solfeaba como se las gastaban los hombres de por aquí. Él también andaba metido en líos por dar un beso en el puerto a una dama que no conocía y entonaba: “….requebraré de española a extranjera y si me deja también la besaré. Porque los hombres de España somos así de galantes que aunque nos partan el alma, siempre nos ríe el semblante….”. Aquí nos explica el trance:


                              

Rebocato después de la experiencia vivida (con los motoristas, no con la canción de marras que también tiene su peligro) se juró a si mismo no volver a  realizar más invitaciones personales a la Benemérita; sin embargo, justamente, 11 años después (Rebocato empezó a pensar en posibles conjuros, conspiraciones judeo-masónicas o sucios contubernios, perpetrados contra su persona con el fin de tener encuentros cada 11 años con los chicos de "Francisco Javier María de la Paz Bernardo Eulogio Juan Nepomuceno Girón y Ezpeleta Las Casas y Enrile" -II duque de Ahumada, para abreviar y aclararnos-) recién licenciado del servicio militar obligatorio, y ya, el país, en plena transición política y con el dictador a buen recaudo en el Valle de los Caídos bajo una losa de dos toneladas, tuvo un serio altercado con pistola del nueve largo de por medio con unos futuros guardias civiles de la academia de guardias jóvenes sita en Valdemoro. Ni que decir tiene que la pistola la portaba uno de los, potencialmente, futuros “asaltacongresos” y no había chache presente de quien echar mano. Pero esa ya es otra historia que se relatará en otro momento si procede.



                   HistoriasdeRebocato@julio 2013

29 de mayo de 2014

LOS MARRANOS

                    
                     LOS MARRANOS
      
       ¡Oing! ¡Oing! ¡Oing!....(para los no bilingües la traducción, a lo Porky, es: ¡Hola, amigos!)


          Para los nostálgicos lectores cuando, aún, erais niños: “Porky, Porky, nuestro rey favorito sin igual….” Lo veíamos durante la dictadura en la TV. en blanco y negro, con el regreso de la Monarquía, que recordemos, no se volvió a emitir la cancioncita de marras, ahí va:



Pie de foto.- El canario Piolin (malo, malo donde los haya) nos hizo sentir conmiseración y simpatía hacia el gato Silvestre.

         Dos de las definiciones (hay muchas más) de “marrano” según la RAE:

marrano1, na.
1. adj. despect. Se decía del converso que judaizaba ocultamente.
2. adj. ant. Se decía de la persona maldita o descomulgada.


¿Se plagiaban, entre ellos, estos dos evangelistas?:
      
San Marcos 5,13:
“Entonces los espíritus malos salieron del hombre y entraron en los cerdos; en un instante las piaras se arrojaron al agua desde lo alto del acantilado y todos los cerdos se ahogaron en el lago”.

San Mateo 8,32 (Evangelista bajo sospecha, ya que, si pierde la letra M niega la existencia de Dios):
“Los demonios salieron de los dos hombres y entraron en los cerdos. Entonces todos los cerdos corrieron sin parar, hasta que cayeron en el lago, donde se ahogaron”.


¿Otro plagiador?:

José Saramago en su novela “El evangelio según Jesucristo”:
“Pues sabido es que los puercos no pueden cerrar los conductos auditivos y por allí les entraba agua caudalosamente y, en un decir amén, quedaron inundados por dentro”.

   José Saramago: Ateo; “comunista recalcitrante” –según el Vaticano-; premio Nobel de literatura -1998- y formidable escritor (llama la atención su manera tan peculiar de escribir debido a la forma de utilizar las reglas de la Gramática, sobre todo en su aparentemente complicada sintaxis) nos detalla en esta novela, otra visión alternativa de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, nos lo representa más humano que divino, más terrenal que celestial y  mucho más mundano que etéreo. A causa de la publicación del polémico libro en 1991 se desató una gran controversia en Portugal (reseñar que antaño, este país, fue nuestro y habría que hacer un referéndum tipo decisión de “la sabia voluntad popular” para anexionárnoslo, la historia está de nuestra parte y Saramago era partidario de que nos volviéramos a juntar). El Gobierno Portugués le denegó su apoyó al escritor (barruntamos que del globo que pilló a causa de ello, el Saramago se vino pa´Spaña a vivir) para optar al Premio Europeo Literario, a pesar de que Portugal era, y es, una república laica. Se comenta que en alguna librería portuguesa se puso a la venta este libro de Saramago en forma de amontonar una pila de su novela y al lado hacer lo propio con otra pila de biblias para ver cual de ellas menguaba, más rápidamente, a la hora de venderlos.





                   INTRODUCCIÓN:

     En esta historia vamos a procurar no meternos en camisas de once varas, con temas referentes a asuntos políticos y/o religiosos, con el fin de no caer en el tópico de: “Con la Iglesia hemos topado” (En realidad lo que dice don Alonso Quijano en la obra literaria de Cervantes cuando anda, aquel, metido en menesteres, con su fiel escudero Sancho, correspondientes a la búsqueda del alcázar apócrifo de Dulcinea es:Con la iglesia hemos dado, Sancho”), si no que, vamos a centrarnos en los avatares de los marranos en nuestro pueblo castellanoviejo, y más en concreto en la forma de criarlos en la casa de nuestro conocido labriego castellanoviejo, es decir donde moraba, también (que no tan bien), Rebocato. De paso evitamos recordar como nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana se las gastaba con las personas de otras confesiones, renegadas o discrepantes, para con la considerada auténtica fe verdadera. Por otra parte decir, a los que tienen la suerte de ser creyentes, que para lograr la salvación eterna es necesario no correr riesgos, es decir, como todos los lideres de las distintas religiones del orbe defienden y manifiestan que su religión es la única verdadera hay que ser practicante de todas ellas, ya que si se es solo de una, es muy difícil acertar en que la tuya elegida sea la incontrovertible.

      Dicho esto, centrémonos en el asunto que nos atañe que es, en este caso, el transcurrir de los cerdos, a lo largo y ancho de su corta vida (para ellos, el: ¡Viva San Martín! será considerado como blasfemia) en nuestro pueblo castellanoviejo.

     Nuestro labriego solía criar cerdos en casa con el fin de obtener una ayuda, con la posterior venta de ellos, para el paupérrimo peculio familiar y, de paso, guardar un par de ejemplares para la posterior matanza de invierno que concluía con el llenado de las ollas de la fresquera con tajadas de lomo, de costillas y de chorizos, así como con tocinos y jamones salados con sal gorda en arcas de madera. Todo ello servia para surtir de alimento a las bocas de la casa, que no eran parcas, sobre todo en verano en el que por las duras condiciones labores de recolecta de la cosecha los, un tanto, raquíticos cuerpos de la familia necesitaban proteínas para nutrirse a mansalva y rendir en el campo como Dios manda, que diría Mariano en su actual “tercer año triunfal” o III año Mariano (nada que ver con los de María Nuestra Señora).



               EL CORTIJO: 

     (Nunca jamás oyó Rebocato nombrarlo como Cochiquera –que sabrá la RAE-).

                                         

    Pie de foto: Estos cerdos parecen urbanitas debido a que en aquellos tiempos, en nuestro pueblo castellanoviejo, antes de la concentración parcelaria, no existían, o no se veían, los palés ni el hormigón


       Así se llamaban a las pocilgas en nuestro pueblo castellanoviejo. Los de la casa de Rebocato los construía nuestro labriego con ripias y postes de pino resinero, fijado todo ello con puntas. A su vez, también, fabricaba con tablas una puerta para acceder al recinto y colocaba, en ella, dos cerrojos metálicos para atrancarla, mayormente para que la piara no saliera de najas.

    Al entrar en un cortijo gorrinero lo primero que llamaba la atención no era el fuerte y nauseabundo olor característico que generan los inquilinos que lo habitan, a causa de hacer sus necesidades fisiológicas, no, lo que de verdad era chocante es que los excrementos de todos los cerdos residentes, en esos pocos metros cuadrados, se encontraban amontonadas en una de las cuatro esquinas en concreto en la más alejada de la puerta de entrada al recinto y sin necesidad del anuncio indicativo: WC. El tópico de que los cerdos son sucios no se sostiene ante las personas que han convivido con ellos, aunque no en comunión dentro del cortijo, obviamente.

     La cama del cortijo consistía en unas grandes bieldadas de paja de cebada ya trillada y separada del grano.

        La limpieza periódica del cortijo como no era una tarea excesivamente ardua les era encargada a los hijos mas pequeños de nuestro labriego, es decir, a Rebocato y a sus hermanos más próximos a su edad. Dicha labor se realizaba con bieldos de púas metálicas con el cual, se sacaban, los excrementos y la paja ya impregnada en purines al corral para su posterior traslado en el carro, tirado por Terevinto y Cutepla, hasta las tierras barbechas de labor donde serviría de posterior abono para la siembra. A veces, dada la poca edad de los muchachos y su poca pericia en esas faenas, resultaba que se pinchaban en las piernas con las púas de los bieldos, y ni vacunas antitetánicas preventivas, ni mercrominas, ni mariconadas, ni casta que lo fundó; si acaso se aplicaban unos polvos de Azof (óxido de zinc)  o la pomada Pental sobre las pequeñas heridas. Lo mismo podía acontecer al sacar la basura de las cuadras de machos y burros, a veces advenían pinchazos imprevistos. Rebocato, años después, se hacia cruces por el hecho de no haber pillado, ni de oídas, el tétanos estando metido en esos bretes de los peligrosos pinchazos de bieldo, y más aún por el riesgo añadido que conlleva, para su propagación, el estiércol de las caballerías donde puede residir la bacteria contaminante.

       En la morada de nuestro labriego castellanoviejo coexistían dos cortijos:
Uno de ellos se encontraba ubicado al final de las cuadras, y encima de él estaba el gallinero viejo donde subían a dormir, al anochecer, los pavos y las gallinas. Estos animalitos convivían todo el día en el corral adonde bajaban al amanecer del gallinero con el canto del gallo. Por la tarde se abrían las puertas carreteras para que salieran a la pradera con el fin de que picotearan tierra para almacenarla en sus mollejas para poder triturar el grano que comían y de paso hacían vida social con las gallinas y gallos pertenecientes a los vecinos de las casas adyacentes. También se revolcaban en la tierra (las gallinas, no los vecinos) para quitarse el posible pulgón que residía entre sus plumas y plumones.

      Este gallinero viejo tenia un peligro, cada vez que un pavo se caía del gallinero (aunque se llamara así se admitían pavos a dormitar) acababa dentro del cortijo y los cerdos daban buena cuenta de él, o sea, se lo zampaban y solo dejaban, de muestra, las plumas que denotaban que el pavo había muerto allí y no estaba perdido, ni en casa de vecino alguno, ni afanado por las personas de etnia gitana -descendientes de antepasados emigrados, antaño, de las montañas de la India- que periódicamente visitaban nuestro pueblo castellanoviejo con el fin de andar en tratos de ganado de labor para ganarse la vida honradamente sin necesidad de afanar. Ya lo dicen los dichos: “Cuando veas a los gitanos pasar guárdate de tu vecino” y “A cuenta de los gitanos hurtan muchos castellanos”. (No nos consta el que este último dicho lo asacara un catalán –no demos ideas-, aunque no le haría ascos el oírlo algún que otro catalán nacionalista de pro). Reseñar que para distinguir cada vecina a sus pavos y gallinas se les cosía una calza al final de una de sus patas, aquella consistía en un trozo de tela de color de un par de centímetros de ancho -cada vecina elegía un color aparente y que no coincidiera con los del resto de la vecindad-. Si caía una gallina al cortijo tenia posibilidades de salir del cortijo, si andaba lista, a pesar de su corto, pero quizás suficiente para la ocasión, vuelo.

       El otro cortijo estaba debajo del gallinero nuevo (este acabó por anular y sustituir al viejo) y del horno de adobe donde se cocía el pan (era un gallinero con calefacción central ocasional), a causa de esta ubicación ocurrió una desgracia terrible pues murieron dos marranas de cría, de al menos catorce tetas, asfixiadas. Esa historia pasamos a relatarla a continuación aunque nos ponga un tanto tristes:

      “En la casa de Rebocato el horno cocedero de marras tenia su acceso por la cocina, en concreto en el humero de la lumbre baja y a un metro, más o menos, de altura sobre el nivel del suelo; el horno, es decir, los adobes y la base que lo formaban, salían desde el humero, donde tenia la boca, hacia el corral de la casa, precisamente al gallinero (en los crudos inviernos las gallinas y pavos se arrimaban a su cúpula para calentarse, caso de haber estado encendido el horno ese día), y debajo de dicho horno y del gallinero nuestro labriego castellanoviejo fabricó con ripias un cortijo (cochiquera) para los marranos. En dicho cortijo metió a dos marranas criaderas y aconteció que, ya con las marranas preñadas a causa de copular con el verraco de alquiler (le pagaban a su dueño por fornicar con las marranas –el que fornicaba con ellas era el verraco, no su dueño–) del pueblo. Llegó el día en que se procedió a cocer el pan y se produjo la tragedia. Después d la cocida del pan, la acumulación de calor en el horno se irradió sobre el cortijo, el cual, como ya se ha anunciado, estaba debajo del horno y, esa noche después de la cocción, causó la muerte por asfixia de las dos marranas, debido a la alta temperatura. 

      A la mañana siguiente, que era domingo y los hijos pequeños (entre ellos Rebocato) de nuestro labriego castellanoviejo estaban asistiendo a la misa pequeña (en la parroquia del pueblo los domingos y fiestas de guardar el cura párroco -que no pacorro- titular celebraba dos misas: “la pequeña y rezada” a las 09:00h. que era una misa corta, como de andar por casa, y a ella acudían los niños para no cansarse en demasía; y “la mayor y cantada” representada a las 11:00 que era una misa con muchas cantinelas y, además, muy sermoneada con lo cual al ser longuísima se transformaba en un tostón considerable, sobre todo para los niños, no madrugadores, y personas mayores impías e incluso para algunas pías que no se atrevían a manifestar el tostón, por el que dirán de aquellos tiempos imperiales y los sus posibles daños colaterales al exteriorizarlo) el labriego se encontraba en el corral preparando en los dornajos la comida para los gorrinos, y, así como los marranos del otro cortijo gruñían que se mataban, al apreciar el olor de su manducatoria, las dos marranas del cortijo del horno no decían ni “mu” (mejor dicho: ¡Oing!, ¡oing!) por lo ya anunciado. Cuando el labriego abrió la puerta del cortijo, al ver que no salían las cerdas, se asomó al interior y se encontró a las marranas preñadas sin decir esta boca es mía. Con gran esfuerzo, o quizás ayudándose de algún que otro hijo mayor que no anduviera estudiando con curas, con hermanos de la Salle o con monjes jerónimos, o en su defecto, currando en Madrizz, o sirviendo a la Patria aprendiendo el oficio de matar, sacolas del cortijo al corral, resultando en vano sus esfuerzos continuos por tratar de reanimarlas echándoles calderos de agua –llenados estos del pozo artesano del corral por encima de sus cuerpos yacentes, por ver si revivían, aquellas, con el frescor del agua y del aire libre. Resultando todos sus esfuerzos en vano y con el agravante posterior de que ante la duda de que fuera la triquinosis u otra causa dañina para las personas por la ingesta de sus carnes, el veterinario del pueblo ordenó que se les diera tierra a las cerdas cubriéndolas con cal viva, a lo cual se procedió.

      En definitiva ni el labriego ni su familia pudieron aprovechar para matanza a las dos hermosas puercas.

       Rebocato, esa mañana, ya ejerciendo funciones de monaguillo y retornado de oír y ayudar en misa menor, se encontró con la escena del corral, donde su padre con el caldero de cinc arrojaba cubos de agua sobre las fenecidas. Llegó a continuación la madre de Rebocato a casa, y al comunicarla la mala noticia sin desprenderse del velo negro del culto prendido en la cabeza, y accediendo al corral y contemplando la escena no pudo reprimir el llanto ante lo que suponía tamaña pérdida para la ya, de por si, paupérrima hacienda familiar. Pero como dijo nuestro labriego castellanoviejo –muy creyente y, quizás, más devoto, aún, del Sagrado Corazón de Jesús, ante esa desgracia–: “Dios proveerá”. Y Dios proveyó, pues los marranos no acabaron de desaparecer, del todo, de aquella casa a causa de que otras marranas criaderas vinieron, posteriormente, eso si cuando se cocían hogazas de pan candeal en el horno asesino, esa noche, no dormía cerdo alguno en el cortijo de  debajo. Empirismo puro y duro”.

       “La ciencia es una sucesión de errores decrecientes”.
 


                                             EL VERRACO:
                                           

Pie de foto: Oiga, ni el caballo de Espartero, que dicen em Madrizz (Madrit para los bilingües).

     Normalmente militaban en alguno de los cortijos de la casa dos marranas, cuasi perennes y con al menos catorce tetas (como las cerdas solían parir entre 8 o 10 cerdos cada vez, convenía que las cerdas que se seleccionaban para criar tuvieran al menos 14 ubres) cada una, con el cometido de parir y criar cerdos. Las marranas a los 5 meses alcanzaban la pubertad y cuando entraban en celo (cual vaca torionda) el labriego las llevaba a la casa de un vecino poseedor de un verraco, al cual, aquel, alquilaba para que tratara de dejar preñadas a las cerdas de la vecindad (chollo para el verraco: Placer gratis y encima su dueño cobraba, como se ha dicho anteriormente).

       Se barruntaba el estado de buena esperanza si pasadas tres semanas de la visita al semental, la cerda no manifestaba señales de estar, de nuevo, en celo, lo que daba a entender que ya estaba preñada. Una vez conseguido esto el dueño de la gorrina pagaba al amo del semental.

      Lo difícil para nuestro labriego castellanoviejo, al igual que para otros vecinos, era el saber cuando las marranas se encontraban en celo, es decir, cuando las irracionales se mostraban con predisposición y apetito para la cópula. Parece ser que, durante ese trance, que solía durar entre 8 a 36 horas, se manifestaban (sin necesidad de ser uno de mayo ni Semana Santa) inquietas y que podían dejar hasta de comer. Ante esos vaticinios se les hacia un seguimiento diario y se observaba si su vulva estaba hinchada y enrojecida y, además,  si la aptitud de la susodicha era, por ejemplo, la de montarse, o intentar montarse encima de otro compañero o compañera de cortijo, podía llegar a intuirse, de forma empírica, que estaba receptiva para la coyunda, aunque no siempre llegaba a acertarse, ya que, a veces, se llevaban marranas para echarlas al verraco y alguna decía que: “Verdes las han segado” y tocaba volverse a casa con la hembra y dejar al verraco, como quien dice, con la miel en los labios, en este caso en es hocico.

     El acercar la marrana para cubrirla hasta la casa del vecino con semental no era tarea baladí, ya que, había que llevarla hasta allí suelta y andando o, como máximo, al trote gorrinero. La cerda, a veces, se resistía a salir del corral, y una vez salida (por esto se le sacaba, pensando en el doble sentido de la palabra) y ya en la calle a ratos se paraba y a veces quería volver sobre sus pasos a su cortijo. Una solución para recorrer con más rapidez el itinerario era coger una burra (la negra/gitana porque la blanca era más remilgosa -ambas propiedad de nuestro labriego castellanoviejo-) del ramal ponerla andando delante y la marrana la seguía Se organizaba una pequeña procesión con Rebocato delante tirando del ramal de la burra gitana, detrás de esta la cerda, y por último, cerrando la comitiva –con vara de verguera en mano para animar a la gorrina, caso de ser necesario– nuestro labriego castellanoviejo. En el trayecto existía un hándicap añadido y era que la casa del dueño del verraco estaba ubicada en la carretera comarcal, la cual, dividía el pueblo con casas a ambos lados de ella y había que recorrer unos 100 metros por el asfalto con toda la cohorte en fila india, y tratar de eludir y de no interrumpir el escaso tráfico rodado en aquel tiempo y lugar.

      Una vez toda la hilera a buen recaudo en el corral de la cópula, presente, además, el dueño del verraco que sacaba a este del cortijo, empezaba el requiebro. El verraco era, al menos a los ojos de Rebocato, asombrosamente enorme en comparación con la hembra, sobre todo si esta era joven y primeriza ya que, entonces, no contaría con un peso excesivo y el contraste aumentaba. Disponía, el semental, de unas cerdas (ahora nos referimos a su pelo) bastante considerables; de unos colmillos que asustaban; unos testículos proporcionalmente mayores -con respecto a su cuerpo- que el de otras especies; y de unos espumarajos rezumando por su boca que Rebocato lo achacaba, entonces, con poco más de sus 9 años en canal, a un exceso de jugos gástricos del animalito, aunque con el tiempo llegó a la conclusión de que la causa sería provocada por la intuición del placer que se le avecinaba al bicho por la consiguiente trabazón con la hembra de turno.

       Iniciado el protocolo para el acto de la generación entre la pareja de artiodáctilos (que coños significará este palabro como diría el escritor Juan José Millás) y que consistía en miradas; movimientos; acercamientos; retiradas (no había prisas en aquellos tiempos); olidas; contactos naso-faciales; contactos naso-vulvares; golpes cariñosos propinados con el hocico del verraco en los flancos de la cerda; pseudo danzas; gruñidos; sofiones (estos por parte de la hembra, caso de no ser receptiva, aunque no sabemos si reales o apócrifos); todos estos ritos con el resto de los presentes (que no presuntos) implicados observando  la ceremonia y afianzados, de pie, sobre la peana de la basura del corral. El dueño del verraco esperaba a que su animalito (más bien bestia parda) acabara con el formulismo retórico y gestual, y que se montara, después de algún que otro intento, de una puñetera vez encima de la cerda para cubrirla y proceder a ejercer la faena de mamporrero (no solo iban a tener este derecho de ayuda los caballos, los verracos también tienen su corazoncito).

      Rebocato al ver por primera vez la verga del verraco le pareció asaz larga y con un glande, además de tamaño considerable, curvado helicoidalmente que le recordaba a la forma de un sacacorchos, y al observar que el dueño del verraco principiaba la función de mamporrero, se imaginó que para que se completara la cópula debería de ser harto difícil el dar giros al verraco sobre la cerda, cual introducción del sacacorchos en el tapón de la botella, pero se quedó despagado porque la introducción del raro órgano viril en la vulva se produjo de una manera directa y simplemente encarándola al sitio (la naturaleza es sabia), y con contacto directo mano-miembro viril, es decir, sin guantes ni mariconadas por parte del que ejercía de mamporrero, eso era auténtica forma de demostrar cariño directo para con los animalitos y sin necesidad de definirse ecologista ya que entonces no se llevaba eso, si se sabía que existiera. No eran tiempos para pamplinas, aunque las gentes del lugar estuvieran faltos de ellas.

    Terminada la faena la cerda retornaba satisfecha a su pocilga, emprendiendo un trote gorrinero mucho más alegre y desenvuelto que el de la ida, y ya sin necesidad de la guía de la burra negra tirada del ramal por Rebocato, el cual aprovechando la coyuntura la montó (queremos decir subió a su grupa, no tengamos un lío pensando en el bestialismo o zoofilia), picando espuelas para no perder de vista a la gorrina,  y todos seguidos detrás por nuestro labriego castellanoviejo con la vara de verguera en mano, ahora sin necesidad de tener que enarbolarla, ni aplicarla sobre los lomos de la marrana. Bastante caliente tenia ya el lomo, la pobre, a causa de soportar la mole que se la acababa de subir encima hacía escasos minutos, y como consecuencia de ello se manifestaba su espinazo rojizo y en un estado cuasi desollado, pues al berraco no se le colocaban protectores en los patuños.

       La preñez  persistía durante 3 meses, 3 semanas y 3 días, al igual que hoy en día y a pesar de todos los adelantos que nos atosigan.




EL PARTO Y LA CRIANZA:



       Pie de foto: ¡Albricias!, una buena ubre libre, cosa rara con la piara que hay luchando por una teta potable.      


      Cuando las marranas se ponían de parto había que asistirlas y, después, poner a buen recaudo a los lechones. Una vez nacidos estos, nuestro labriego los introducía en un cajón artesanal de madera, construido por él mismo, para evitar el que la madre cerda les pisara o aplastara accidedentalmente al tumbarse. A veces, incluso, se daba el caso de canibalismo de la propia madre sobre sus criaturas. Para evitar estos posibles hándicap y por el buen acabar de la crianza, cuando tenían que mamar los lechones, se les sacaba del cajón y se les controlaba con el fin de que, al tumbarse la cerda para que mamaran las crías de sus ubres, no sufrieran aplastamientos o pisotones maternos. La cerda antes de tumbarse para dar de mamar, advertía a los gorrinillos con un ronroneo y, a su vez, realizaba unos giros cuidadosos sobre si misma y procedía al acostamiento de manera lenta y segura. A pesar de todas las precauciones tomadas a veces ocurría la desgracia del espachurramiento de algún gorrinillo que no anduviera listo y que casi nunca era el alguacilillo (el cerdito más pequeño en tamaño debido a su mala elección de ubre).

     Aconteció una vez que siendo Rebocato bastante zagal (sin llegar a zagaletón ya que hasta la edad de 16 años no sobrepasó la altura de su padre –este se libró de la mili por no dar la talla–) al enterarse de que estaba de parto una de las gorrinas, acercose con cierto tiento y prudencia a las cuadras y preguntó, a través de la rendijas de la puerta de la cuadra de las burras, sin llegar a acceder al cortijo, a nuestro labriego castellanoviejo:

      -Padre, ¿por donde pare la marrana, por la boca…?

     El padre que estaba ejerciendo de partero para con la parturienta, y ante el brete en el que hallaba, le respondió con cajas destempladas:
-¡Me cago en tu ato!, vete de aquí que como salga te meto dos mosconazos que te enteras.

      Rebocato, con sus trazas de zarria, pilló la sugerencia al vuelo y salió bufando de las cuadras sin esperar a que le aclararan su transcendental duda sobre el sitio por donde salen los animalitos a ver por primera vez la luz del sol.

      Los gorrinillos siempre mamaban, cada cual, de la misma teta, es decir, desde el mismo momento del parto los primeros en nacer y los más fuertes elegían una de las ubres. Las más alejadas de la cabeza de la madre que son las que más leche originan y posteriormente se respetaba la propia elegida de cada uno y eso se notaba, con el paso de los días, en el tamaño que iban adquiriendo los marranillos. Normalmente los dos gorrinillos que se nutrían de las tetillas que estaban más próximas a la cabeza aumentaban menos de peso y, como no sacaban la leche suficiente para saciarse, andaban incordiando tratando de trincar otras ubres, que sus hermanos por ser más fuertes no se la dejaban quitar y, aquellos, al no conseguirlo andaban gruñendo todo el rato y por lo tanto los hijos del labriego les llamaban alguacilillos, por lo que pregonaban con sus gruñidos (en nuestro pueblo castellanoviejo el alguacil ejercía, también, entre otros menesteres, y muy bien por cierto, la noble labor de pregonero, que comprendía tanto los pregones para la “venta al público” (un bocinazo) como los de “Ordenes”  (dos bocinazos): Por orden del señor Alcalde se hace saber….”).

      Después del amamamiento (no busquéis su significado en la RAE) a los lechones se les devolvía a su cajón de madera, con cama de paja trillada, hasta la siguiente toma en que se procedía a volver a dejarles con la madre, pero siempre ojo avizor por lo que pudiera suceder. Si había aplastamiento de un futuro tostón el padre labriego lo más fácil es que procediera a “depurar responsabilidades” en la forma de repartir algún que otro mojicón entre los sus vástagos vigilantes culpables, queramos o no, del siniestro. Alguien tenia que pagar el estropicio.

        Está escrito: “El ojo del amo engorda al caballo”.                 




                             LA CAPADURA
                                         

Pie de foto: Que barbaridad a este le han trincado ya mayorcito. Y sin anestesia, que sepamos, como mandaban los cánones. Hay que luchar para tratar de erradicar estas bárbaras costumbres.


     A los cerdos, antes de destetarlos, se les capaba (preferentemente al cumplir un mes de edad –año arriba, año abajo-) a pelo y sin anestesia alguna. Cuando se le requería, para desempeñar sus servicios, solía aparecer por la casa de nuestro labriego castellanoviejo, un tío abuelo (de Acción Católica y sin descendencia) de Rebocato, el cual (el tío) era bastante hábil lidiando en esas lides de emasculaciones y además sin cobrar perra alguna, en todo caso se trajinaba algunas turmas para consumir en  casa con su mujer y no le hacía ascos a unos tragos del jarro de vino después de la faena.
    
     Con la ablación testicular se conseguía que los cerdos se exteriorizaran mucho más dóciles (evitando peleas entre ellos), que resultaran más grasos y que el olor de la carne, una vez sacrificados, más adelante, para el consumo humano de los auténticos cristianoviejos de toda la vida, fuera menos fuerte y menos desagradable a las pituitarias.

     El rito de la capadura a seguir en la cuadra era el siguiente: Un ayudante (no necesariamente a sueldo, pero si a mano) del capador trincaba al cerdito agarrándole con sus manos por las patas traseras y le sujetaba fuertemente entre sus piernas, con la cabeza del gorrinillo hacia abajo y mostrando las partes, del inmovilizado, frente al cirujano circunstancial. Con el que iba a ser intervenido ya en posición aparente, el cirujano romancista tanteaba con sus dedos la entrepierna de aquel buscando las turmas, y una vez localizadas apretaba sobre la zona del escroto y pegaba un tajo con una navaja de afeitar bien afilada (ignoramos, aunque no viene ahora mucho a cuento, si el tío –tío por partida doble de nuestro labriego castellanoviejo- la utilizaba después para afeitarse él o, si bien, era exclusivamente de uso para castraduras gorrineras). El operante empujaba una turma para que saliera por el corte y se cortaba el conducto de color blanco y se obviaba, de momento, el hacer lo mismo con el otro conducto de color rojo, el del vaso sanguíneo. Acto seguido se sacaba el testículo más afuera  y se retorcía varias veces con el fin de proceder a separarlo del conducto del vaso sanguíneo, raspándole con la navaja, lo que  ayudaba a disminuir la hemorragia a la hora de dejar totalmente libre a la turma. Después se hacia lo propio con el otro testículo y, para acabar la operación, se aplicaban unos polvos de zotal (con funciones de insecticida y desinfectante a la vez, dos en uno –con los años sacarían el 3 en 1 para lubrificar, momentos publicitarios- y mano santa) sobre la zona del  corte. Acto seguido se soltaba al gorrinillo castrado y se procedía con otro de sus hermanos, hasta dejar a todos los que cohabitaban, dentro del cajón de madera fabricado con ripias, en bolas sin bolas y todo ello sin necesidad de pasar por la UVI. Nunca hubo problemas de infecciones postoperatorias conocidas, ni necesidad de psicólogos, ni para los cerditos, ni para Rebocatito y hermanitos que solían contemplar la escena, caso de no estar en la escuela o, en su defecto, tirando cantos a los tejados de otro, no a los propios, para no ser tomados por tontos.

     Posteriormente a las intervenciones sufridas y siempre extrañamente exitosas, los gruñidos de los animalitos en la cochiquera, no se nos antojaban mucho más aparentes a las de un contralto o soprano, nada que ver con los “castrati” a partir del siglo XVI que llegaron a ese estado a causa de la interpretación de las palabras del Papa Pablo IV (Rebocato no coexistió con este Pablo pero si con el VI): “Las mujeres deben mantener silencio en la Iglesia”. Lo que conllevó a la prohibición de que las féminas cantaran en San Pedro y para sustituir sus voces se recurrió a los niños cantores previa castración. Y como no hay mal que por bien no venga y aunque cueste creerlo (pensando en los eunucos de “Las mil y una noche” de los serrallos) muchos de estos niños, ya de hombres, consiguieron un gran estatus social y ciertas  damas, de alta alcurnia y de sólido rango social, se los rifaban para mantener encuentros carnales sin riesgo de embarazos que les acarreara posteriores situaciones embarazosas. Lo contrario de lo que se pretendía con el verraco para con las cerdas de nuestro labriego castellanoviejo.



               EL ENGORDE Y LA VENTA:
      

Pie de foto: Que conste que no nos consta que, estos degustadores, sean originarios de nuestro pueblo castellanoviejo. Demasiado lujo y zalamería les barruntamos.

      Al finalizar la crianza algunos cerdos se vendían como lechones para acabar, su corto transcurrir por esos cortijos de Dios, como tostones en la restauración. (Recalcar que en contra de la creencia popular del resto del país –incluso de la de los que no se crean que formen parte de este- sobre que en la provincia de nuestro pueblo castellanoviejo, sus gentes, suelen comer cochinillo asado, nada más lejos de la realidad, lo que les gusta, de verdad, trasegar al coleto, es cordero lechal, asado en horno a la leña –retirando leña y brasas antes de meter las tarteras en el horno, ya a temperatura adecuada- o en forma de chuletas a la brasa de sarmiento sobre parrilla).

       A los ejemplares que se dejaban para engorde se les seguía alimentando unos meses más, hasta que alcanzaban un peso individual cercano a las 10 arrobas, entonces era el momento de venderlos a algún tratante de cerdos (marranero) de los que visitaban periódicamente nuestro pueblo castellanoviejo de marras.

      A los marranos, una vez destetados, necesitan nutrirse un par de veces al día, una por la mañana pronto y otra a la caída de la tarde.

     Se les cebaba preparándoles el condumio en el corral, que se procesaba dentro  de un dornajo, Este era como una especie de artesa de madera de pino negral o resinero fabricada, artesanalmente, por nuestro labriego castellanoviejo. 

     En el interior del dornajo se machacaban –con un machacador de madera de pino negral, igualmente fabricado, artesanalmente, por nuestro labriego castellanoviejo– las patatas gorrineras cocidas, que eran las peores patatas seleccionadas de la cosecha, o, al menos, las menos estéticas. Se mezclaban aquellas con harina de cebada y salvado (lo sentimos por las personas ¿fanáticas?, de hoy en día  -amantes de la, dicen ellas, comida sana- que comen pan confeccionado con la cáscara del trigo que se desecha de la molienda,), y, a todo ello, se le añadía agua en el mismo dornajo y se removía con un aparente revolvedor –igualmente fabricado, artesanalmente, por nuestro labriego castellanoviejo– hasta conseguir una mezcla homogénea y apetecible para los gorrinos. Reseñar que, a veces, si no había patatas a mano. se sustituían estas por moñigos –los cuales se machacaban igualmente– procedentes de las defecaciones de los mulos y burros, y la mezcla resultante se la zampaban –los cerdos- igualmente felices y con el mismo ansia. 

     Constatar que los cerdos al no ser sensibles al sabor amargo comen de todo. Los gorrinos en cuanto olían el revoltijo yacente en el dornajo, liaban una escandalera considerable a través de la emisión de sus gruñidos, con el añadido del constante patear de las pezuñas de sus patas delanteras golpeando sobre las ripias y puertas de los cortijos.

       Aconteció que un día que el labriego y su contraria se fueron para todo el día al campo a fumigar trigales con herbicida que contenía DDT  (en nuestro pueblo castellanoviejo empezose a usar los herbicidas a mediados de los años 60, evitándose así la ardua labor del escarde a mano y el consiguiente dolor de riñones, lo que ocasionó -el DDT no la eliminación de padecimiento en los escardadores- el aniquilamiento, en el término municipal, de insectos, ranas, tencas, aves y otros bichos que ahora no vienen a cuento el mencionar)  y por lo tanto al salir por la tarde de la escuela Rebocato (con 9 añitos en canal) le tocó echar de comer a los cerdos. 

    Mientras preparaba la pitanza aquellos gruñían sin parar, al olor de la comida, y se apelotonaban en la puerta artesanal del cortijo, de tal forma que al descorrer Rebocato los trancos de ella y tratar de levantarla para retirarla de sus guías y dar salida a los hambrientos ocupantes, la piara hizo piña (derecho a manifestarse) empujando con las pezuñas sobre ella, con el resultado de que, la  puerta cayó sobre nuestro amigo, pasándole toda la piara por encima y, eso sí, le sirvió –la puerta– de protección para preservar su escuálido cuerpo de las pezuñas de todos los familiares de los suidos, habidos y por haber, contenidos en el interior de dicha porquera. Y como, dicen que, el pasarlas putas espabila mucho, Rebocato aprendió la lección de la estampida de los puercos sobre la puerta derribada y con su raquítico cuerpo debajo de ella, y, consecuentemente, la siguiente vez que preparó la comida para los marranos, al acabar de removerla en el dornajo, trincó el "palo revolvedero" y antes de descorrer los trancos de la puerta del cortijo, golpeó con dicho palo en las tablas de la otra esquina del cortijo y mientras la piara corría hacia allí desesperados y con más hambre que los pavos de Manolo, descorrió los cerrojos, sacando tranquilamente la puerta de sus guías y sin sufrir atropellos de los hambrientos, que carecían de buenos modales en la mesa, es un decir. 

     El dornajo, después de la tragantona, quedaba más limpio que un “jaspia” (en el argot de nuestro pueblo castellanoviejo), o sea, más limpio que una patena, como la que manejaba Rebocato ayudando en Misa en la iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo, cuando ejercía labores de monaguillo y acompañaba, patena en mano, el trayecto de las Sagradas Formas (no vamos a decir hostias para no dar lugar a malentendidos) desde que el cura las sacaba del copón, ya consagradas durante el Oficio de la Santa Misa, hasta meterlas en la boca del recibidor, impoluta su alma, es decir, en gracia de Dios por la confesión previa, con el fin de recoger las partículas que  se desprendieran de ellas y evitar que, por la acción de la fuerza de la gravedad, cayeran al suelo, al fin y al cabo toda partícula desprendida de la hostia se convertía automáticamente (ignoramos si por arte de birlibirloque) en un nuevo cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo y Redentor.

      El punto débil del cerdo es su hocico, si se ponían un tanto farrucos se les soltaba una patada en él y reculaban que daba gusto, nada que ver el trato que se les dedicaba, en aquella época y lugar, con el del George Clooney para con el suyo llamado Max (quepadescanse) y vietnamita para más señas. Como la tontuna en la especie humana no tiene límites y más cuando se trata de imitar a los famosos del mundo de la farándula, las gentes de a pie al ver al Clooney con su gorrino (barruntamos que lo utilizaría para espantar novias), les dio por adoptar uno como mascota (puede que, muchos del sexo masculino, pensando que, el George, ligaba por tener un cerdo vietnamita), resultando que como el cerdo engorda y donde defeca y micciona (generar purines) huele a cerdo, las buenas gentes, al menos las de este país, han abandonado a los vietnamitas por el monte y estos han acabado confraternizando y, de paso, cruzándose (no solo en los senderos montaraces, que también) con los jabalíes autóctonos, y dicen los expertos, que pueden acabar convirtiéndose todos los descendientes, habidos y por haber, en híbridos y será el fin de la pura raza del jabalí autóctono de por aquí. 

     Centrémonos (aunque seamos como los actuales neoliberales disimulando) y volvamos a lo que nos interesa realmente, es decir, a nuestros cerdos de toda la vida.

     Cierta vez, estando Rebocato y una hermana dando de comer a los cerdos, estos en periodo de engorde y, aún, no excesivamente grandes, uno de ellos se puso un tanto atrevido (la juventud, al igual que la ignorancia, es muy atrevida) y, con las ansias del comer, al salir en estampida del cortijo, pisó a la hermana de Rebocato, esta reaccionó de tal forma que en lugar de recurrir a la clásica patada disuasoria en el hocico del puerco, le propino un tremendo estacazo con el machacadero de las patatas cocidas en todo el lomo, con lo que el cerdito quedo tendido en el corral totalmente aplanado y ciertamente deslomado, y nunca mejor dicho. Cundió el pánico entre los pequeños humanos presentes intuyendo la que se avecinaría, más tarde, por el miedo al correctivo que aplicaría, cuando regresara a casa, el cabeza de familia y contemplara al muy hondamente perjudicado (siempre había chivatazos en casa de nuestro labriego, y Rebocato, dada la educación religiosa recibida e imperante, y por miedo a condenarse y arder en el fuego eterno, procuraba contar la verdad de lo acontecido –siempre y cuando no le acarreara daños colaterales a él, claro– para no caer en la mentira por omisión –ya sabéis que se puede mentir de palabra, de obra o por omisión-). Ni corta ni perezosa, la hermana causadora del estropicio, cogió al lastimado metiéndole los brazos por debajo de la barriga y entrecruzando los dedos de ambas manos levantole con fuerza consiguiendo que al cerdo, previo crujido de vértebras, se le arreglara –ipso facto– el espinazo, y que soltándole en el corral, que corriera escopeteado, y sin probar bocado alguno del dornajo, en dirección al cortijo donde buscó refugio. No le quedaron al animalito secuelas físicas del golpe, aunque se le ignoraron, a posteriori, caso de tenerlas, las posibles psíquicas.

      Los cerdos de nuestro labriego castellanoviejo, al igual que los de todo hijo de vecino, si después de comer en el dornajo se les dejaba un rato sueltos por el corral, con su delicado hocico preparaban unas bozanqueras entre la basura de tres pares de narices, al tratar de buscar lombrices y humedad, y en un pis pas te dejaban el corral con más agujeros que un campo de batalla después de un intenso y prolongado bombardeo. Después tocaba, a los hijos, tirar de bieldo y dejar todo el corral bien planito (la basura bien esparramada) para evitar los posibles daños colaterales posteriores del progenitor sobre ellos, por no cuidar de los cerdos como Dios mandaa.

      Así como, respecto al trato de compra de machos y burros, en la comarca, el mercado era casi en exclusiva para los tratantes de etnia gitana, en cambio en el trato de cerdos no se conocía, que se sepa, gitano alguno trapicheando en el sector porcino. 

     Un día apareció en la casa de nuestro labriego castellanoviejo un conocido tratante, con el fin de comprar los marranos, que recibía el apodo de “El colao”.

      Una vez cerrado el trato, sellado con el tradicional apretón de manos (sin escupitajo) y posteriores tientos al jarro de vino, se colgaba una soga carretera de la viga maestra de la portada del corral y en ella, se posicionaba una gran balanza romana de ganchos.

      Acto seguido se procedía a la labor del pesaje de los cerdos vendidos en el trato del corral y cortijos. Se sacaba un cerdo del cortijo y se le ataba una cuerda en una de las patas delanteras o, en su defecto, en el hocico. Después entre varios hombres acercaban al cerdo a la romana para pesarle. Al cerdo se le pasaba una soga por la barriga y lomo, y, en esa soga, se enganchaba uno de los ganchos de la romana y otro de los ganchos se fijaba en la soga que pendía de la viga.

     Un par de mozos tiraban de la soga para levantar al cerdo del suelo, mientras otra persona sujetaba la barra de la balanza y el pilón (pesa) de aquella. El contrapeso del pilón contrarrestaba el peso del cuerpo del cerdo y se le desplazaba, a aquel, a través de la barra de la balanza, graduada en marcas de arroba (11,5 Kg.) hasta conseguir el peso exacto del animal.

     La misma operación se realizaba para pesar, uno a uno, a todos los cerdos del trato de la venta,

     Se ajustaban las cuentas, el tratante pagaba a nuestro labriego y aquel se llevaba los cerdos. Ese era el momento en que Rebocato y sus hermanos pequeños procedían a acosar al tratante pidiéndole la propina antes de que partiera con la mercancía. El hombre entonces les aflojaba algo de calderilla (monedas de perra gorda, de dos reales y alguna peseteja) y la chiquillería quedaba tan contenta.

     Ocurrió un año que estando pesando los cerdos uno de ellos, estando suspendido en el aire para que ajustaran su peso, braceó con sus patas delanteras e introdujo una de ellas en uno de los bolsillos de la pelliza de “El Colao”, el bolsillo se desgarró y cayeron, o parecieron caer, al suelo algunas monedas. Esa fue la excusa del tratante, después, para no dar propina alguna a la recua de perillanes que se la demandaban por el trato de venta. Alegó que se le habían caído muchas monedas del bolsillo roto y que se encontraban entre la paja del suelo de la portada. Cuando se terminó la faena del pesaje y partió el tratante con la mercancía, Rebocato y hermanos  pequeños se pusieron manos a la obra, estuvieron con bieldos y una criba grande cribando toda la paja de la portada y de parte del corral, no obstante fue demasiado trabajo para las pocas monedas, y escasas de valor, que hallaron, quedando los pobres un tanto desconsolados y pensando que “El Colao”, en esa ocasión, se la había colado bien colada.



              LA MATACÍA (en cristiano: La matanza):


          Pie de foto: Ignoramos quienes serán estas buenas gentes y su lugar de procedencia, no obstante, según la instantánea, a los matanceros se les ve rezumando felicidad por los cuatro costados. Que añoranza de aquellos tiempos de libertad auténtica, en los que, uno, podia liarse un fumarro y consumirlo en cualquier lugar y situación.  


         El día de la matanza, en la casa de nuestro labriego castellanoviejo, era una fiesta, y nunca mejor dicho. Esa jornada, sus hijos en edad escolar (desde los 5 hasta los 14 años), tenían la bendición paterna y la de los maestros para  no asistir a la escuela.

         No obstante, la noche anterior a la matanza, a las mujeres y niños de la casa les tocaba llorar a mansalva, ello era a causa de las labores de pelar y picar las cebollas matanceras. Una vez peladas las cebollas en la cocina de la casa de nuestro labriego castellanoviejo y partidas en cuatro trozos, se iban echando en un dornillo de madera y una mujer (una de las hermanas de Rebocato ya un tanto metida en edad casadera) arrodillada en el suelo sobre una almohada y blandiendo con ambas manos el  cuchillo de media luna, las picaba debidamente. A la mañana siguiente servirían para hacer el mondongo (junto a la sangre del cerdo, arroz, manteca, sal y especias) con el que se rellenaban las morcillas para, después, proceder a su coción en el caldero, debidamente atizado, colgado sobre la lumbre baja de la cocina.

    Normalmente, en la casa de nuestro labriego castellanoviejo, se sacrificaban dos cerdos al año. El día de autos tocaba madrugar, se preparaba el banco de matar que era como una mesa rectangular de tablones gruesos de madera de pino negral, dispuesta con cuatro patas de apoyo. 

        Por la mañana pronto, se procedía a sacar al cerdo de dentro de uno de los cortijos al corral, y blandiendo en sus manos un gancho metálico en forma de ese, con la punta afilada en uno de sus extremos curvados, un tío de Rebocato experto en esas lides matanceras, enganchaba al cerdo de la parte de debajo de la mandíbula y tirando de él (con el cerdo emitiendo gruñidos que hoy en día nos helaría la sangre) lo acercaba hasta el banco de matar. 

       Alrededor del banco, entre tres o cuatro personas (aparte del que le sujetaba con el curvo gancho del gaznate) se levantaba al cerdo y se le tumbaba en el banco, se le ataban las patas a la vez que le impedían los movimientos sujetándoselas fuertemente con las manos de los ayudantes del matarife. Acto seguido el tío del gancho se colocaba el otro extremo curvado del gancho –sin soltar el  extremo clavado en la mandíbula del cerdo– en un  muslo de una de sus piernas con el fin de tener las manos libres para clavar el cuchillo de matar. Hacia la señal de la cruz con el cuchillo sobre la piel del cerdo y se lo clavaba en el cuello buscando la trayectoria adecuada para que la cuchillada llegara hasta el corazón. 

     El cerdo comenzaba a sangrar, como un ídem, y una mujer colocaba un barreño de cinc, con sal, debajo del chorro caliente de sangre, a la vez que removía el líquido elemento con un palitroque con el fin de que la sangre no se coagulara ya que iba a utilizarse para añadirla al mondongo para hacer las morcillas. Dicen las crónicas que, alguna rara vez, con las sacudidas en los estertores, el cerdo llegaba a zafarse de los, ya un tanto relajados y confiados individuos que le sujetaban y conseguía bajarse del banco de matar aunque nunca liba demasiado lejos, era como el dicho “tanto remar para morir en la orilla”.

       Una vez el gorrino finiquitado se procedía a chamuscarlo quemando sus cerdas (nos referimos a sus pelos, no a las potenciales novias, ni madres de él) con manojos de paja de centeno prendidas (con fuego) y posteriormente se le limpiaba la piel rascándola con trozos de teja y limpiándola con chorros de agua caliente escanciada desde jarros viejos de barro, y se remataba la faena de limpieza rayendo posteriormente la piel del animal con cuchillos corvos y más agua caliente jarreada. Añadir que, el jarro, de un azumbres de capacidad, (litro arriba, litro abajo) lleno de vino cosechero en el interior de su alma, no paraba de pasar de boca en boca de los mozos y hombres metidos en las labores matanceras, una forma de paliar el frío, de mírame y no te menees, reinante en la Meseta Castellanovieja en esos crudos días de invierno.

     Ya con el cerdo perfectamente aseado y afeitado se procedía a colgarle, boca abajo, de la viga maestra del corral, izándole con una soga carretera y enganchando a ella un artilugio aparente de madera trabado en los nervios de sus dos pies traseros. Una vez suspendido se le abría en canal  y se le sacaba el vientre y las asaduras los cuales se echaban en dornillos de madera para su posterior lavado de tripas con agua caliente para su posterior reutilización con el llenado de morcillas y chorizos.

     Con el cuerpo del cerdo vaciado, y para que se oreara mejor, en su interior se colocaba un palo trasversal a la altura de la mitad de la barriga y sobre él se disponían las mantecas.

    Toda la chiquillería que andaba metida en la matanza (Rebocato, hermanos y primos) cortaban el rabo del cerdo y lo asaban en la chisquereta, improvisada con las pajas de centeno de chamuscar al gorrino, para zampárselo sin esperar a los obligatorios análisis venideros, Asimismo, también mordían y comían los bordes de las orejas del animalito.

     Con el cerdo ya suspendido de la viga mayor de la portada, era el momento de avisar al veterinario de iguala para que se pasara por la casa de nuestro labriego con el fin de que recogiera unas muestras del cerdo (algo de magro y trozos de las vísceras) y proceder en su casa a analizarlas, por lo de la triquinosis u otras cosas dañinas para la salud de las personas por la ingesta de  carnes contaminadas. Solo se empezaba a comer de la matanza caso de resultar la analítica negativa, si resultaba positiva se procedía a dar tierra al animal cubriéndolo con cal viva y adiós matanza y jolgorio. Rebocato nunca llegó a vivir esta experiencia, aunque si que hubo casos de muertes por males colectivos en la cabaña porcina de la comarca.

      La vejiga del gorrino se le entregaba a los niños que derivaban a implarla soplando a pleno pulmón, sirviéndose para ello de una paja de centeno que se introducía en la vejiga para que hiciera las veces de boquilla. A medida que se le iba llenando de aire, de vez en cuando, se paraba de soplar y se golpeaba a la vejiga (zambomba le decían) contra una superficie plana, preferiblemente de madera, con el fin de que dilatara y que se hiciera más grande para, después, jugar al futbol con ella el tiempo que durara sin romperse, el cual no era mucho.

        Al cerdo se le dejaba todo el resto del día pendiendo de la viga para que se oreara debidamente, no obstante, por la noche convenía ponerle a buen recaudo dentro de casa, para que los gatos propios y/o foráneos no se dieran una buena pitanza a costa de las magras carnes de aquel.

        Como novedad, durante los dos días que duraba la matanza en familia, se convertía la portada del corral en una especie de parque temático, ya que, una vez descolgado el gorrino se utilizaba, solo y exclusivamente esos días del año, la soga carretera como columbio (columpio) para la chiquillería que estaba de matanza.

        Por la tarde del primer día de matanza se cocían las morcillas, sobre la lumbre baja de la cocina, en un gran caldero de cobre. si los hombres se acercaban a las tabernas del pueblo, al entrar en ellas, las paisanos que estaba en el interior chateando, echando la partida a las cartas, mirando, matando el tiempo o de charraneo,  al olor característico de las especias de las morcillas y de los vahos del calducho que desprendían los nuevos visitantes, les preguntaban al unísono: - Que ¿de matanza?

    Cuando ya anochecido se sacaba el caldero de la lumbre con un palo atravesado en su asa, sujeto al menos por dos personas, se daban voces para alejar a los niños de la cocina, ello era debido a evitar el trágico accidente ocurrido, muchos años antes de nacer Rebocato, en la casa de un vecino de nuestro pueblo castellanoviejo y aconteció que, estando sacando el caldero de la lumbre con las morcillas y el calducho, un niño por las ansias de comer se abalanzó sobre el caldero introduciendo parte de su cuerpo en el caldo hirviendo, con lo cual sufrió graves e irreversibles quemaduras lo que le acarreó terribles dolores y una muerte agónica en los días siguientes al suceso, según contaban las gentes de nuestro pueblo castellanoviejo.

     En el segundo día de la matanza se procedía a estrazar el marrano, separando el tocino; los lomos; el espinazo; el magro; los costillares; los jamones; la cabeza; etc. Se preparaban las tajadas de costillas y lomos para la olla en aceite; se picaban a máquina los magros para la elaboración de chorizos (no nos referimos a los políticos de turno); y las vísceras para la butagueña (botagueña) y se adobaba para su posterior proceder a embutirlo; se metían, cubiertos con sal gorda, los tocinos y jamones en arcas de madera para su curación. Y prácticamente todo se reservaba para el verano porque en la recolecta de la cosecha se necesitaban proteínas, de verdad, con el fin de poder soportar los excesivos esfuerzos fisicos a la hora de cosechar cereales a mano en el campo mesetario, padeciendo, los sufridos cuerpos recolectores, un sol de justicia.

        En fin, eran un par de días de confraternización entre familiares, y bien soportados a pesar de los trabajos que había que llevar a cabo con la matanza de los cerdos dichosos. Añadir que del cerdo todo se aprovechaba.

     Si los infantes de hoy en día tuvieran que contemplar las escenas del degüelle del cerdo, tan tradicionales y tan normales en aquellos no tan lejanos tiempos, les causaría tales traumas que, de los cuales, no les sacaría ni el mejor de los psiquiatras (loqueros les denominan ellos). No olvidarían, jamás de los jamases, esa experiencia y les perseguirían de por vida los gruñidos de dolor y pánico de los cerdos ante el advenimiento de la parca. En el resto de sus vidas, dichos impúberes, no serían de provecho alguno para la sociedad, la cual, es culpable, según ellos, de todos sus errores y males actuales (de nada Mariano).


                                   EL EPÍLOGO:

       Como regalo para los que hayan soportado la vara hasta aquí con la lectura de marras (esperemos que sin saltarse párrafo alguno) decirles que, así como en los cuentos el lobo se camuflaba con piel de oveja para introducirse en el rebaño, los cerdos Mangalica (Rebocato no tuvo ocasión de criarlos) también llevan piel de oveja, y no es un cuento precisamente:




     Saludos cordiales al viejo cerdo Mayor, no así al cerdo Napoleón, dirigentes, ambos, en “Rebelión en la granja” del  George Orwell.
           
         Y finalizamos como cerraba Porky: “Esto es to- esto es to- esto es todo amigos”:
     
                             

         PD.- Apunta Rebocato: “Lo que me costará criaros”.

                 HistoriasdeRebocato@mayo-2014