LA NOCHE DE LOS LAPICEROS LARGOS
El labriego, ya plantado y estigmatizado
como el de los 13 a causa del 2ª premio provincial de natalidad (otrora primer
premio tan solo con 12 vástagos), tenia por costumbre cuando se desplazaba a la
capital de provincia –vía coche de línea (tirando de carnet de familia numerosa
para la correspondiente rebaja del billete) con el fin de arreglar papeles
(trámites burocráticos) o por motivos varios que ahora no vienen a cuento el mentar– el
aprovechar el viaje para comprar caramelos de menta marca Pictolín “El
monaguillo” y, además, en una librería/papelería, adquiría lápices y gomas de
borrar para las tareas escolares de sus hijos; también se aprovisionaba de
cuartillas (cuarta parte de un pliego cada unidad) y de sobres de color blanco –forrados interiormente con papel azul con el fin de preservar la intimidad de
las misivas al trasluz de los carteros potencialmente curiosos– para cartearse
con sus familiares emigrantes interiores, residentes en Madrid la mayor parte
de ellos.
Pie de foto: El caramelo de marras. En casa de nuestro labriego un lujo. Los caramelos eran para consumirlos muy de tarde en tarde. Por ello, pocos problemas de caries ocasionaba, su consumo, en las dentaduras de sus hijos.
En aquellos tiempos comenzó a ser
cotidiano el que la gente desertara del arado, trillos, hoces, horcas, rastros, bieldos y azadones, y que saliera escabullida (arreando
brisca, en el argot de por allí) de los pueblos mesetários, con el fin de asentarse en las
grandes ciudades en busca de una vida más llevadera. Lo cual, dicho sea de
paso, por muy dura que se presentara aquella en el nuevo asentamiento, nada
tenia que ver con los padeceres de la vida rural, a pesar del atractivo que
suponía el permanente contacto con: el medio natural (añorado años después por
algunos destripaterrones, olvidadizos de sus orígenes, ya reconvertidos en
urbanitas/pisadenderos); los bonitos amaneceres (con un frío del carajo,
sufrido en las carnes, en esos mismos momentos del albor, aunque fuera pleno
verano); los cantos y trinos de pajaritos varios; las cantinelas de los grillos
y cigarras; y los ocasos de sol (tábanos incluidos) con
los que les deleitaba a diario la madre naturaleza y nunca, entonces, bien
agradecidos por la muchedumbre del hábitat rural.
Ni ganas ni tiempo que había de
sensiblerías, ni de florituras varias, si uno estaba deslomado de escardar
(gamarzas, azulones, amapolas, cardos y otros hierbajos varios, que dan dolor de
riñones solo el mencionarlos) cavar cejos de grama de las caceras, quitar
abrojos y ceñiglos del patatar (o patatal para los instruidos), segar, etc. Para
contemplaciones líricas del espectro natural estaba uno estando desempeñando esas labores.
Una vez el labriego de vuelta al
pueblo –después del viaje a la capital de provincia– y ya en el interior de su casa, subía
escaleras arriba hasta la sala del piso superior y, en los cajones de un pequeño
mueble-librería (surtida esta de las colecciones de suscripciones de revistas
católicas a reseñar: “El Mensajero del Corazón de Jesús”, “El mensajero
Seráfico, “De Bromas y de Veras” y “El Promotor”, además de algún que otro
libro como “Corazón” de Edmundo de Amicis -en este libro aparece la historia “De los
Apeninos a los Andes” llevada posteriormente a la TV. por los nipones como
dibujos animados bajo el título de “Marco”-) guardaba todo el material de escritura adquirido.
Dichos cajones eran sagrados (ríase usted del Arca de la Alianza) y estaba
terminantemente prohibido el abrirlos sin autorización patriarcal (vuelva a
desternillarse usted, en este caso, de la caja de Pandora -Πανδώρα para los
bilingües- aunque en realidad lo que abrió Pandora fue un ánfora –cacofonía-), sin el permiso paterno; lo cual los hijos lo cumplían a
rajatabla y se cuidaban, muy mucho, de saltarse la norma a la torera. Como dice
el dicho “El miedo guarda la viña”.
En los citados cajones cohabitaban –aparte
del mencionado material escolar– algún que otro documento oficial e incluso el carné, de color rojo oscuro, de
La Falange perteneciente a nuestro labriego (raro era el labrador no afiliado a
La Falange en aquella época y lugar, fuera o no simpatizante de ella), junto a
escasísimas fotografías del entorno familiar y un par de cartuchos (7,92x57) de fusil Mauser-98 que nadie sabia muy bien como llegaron hasta allí ya que nuestro
labriego, por su baja estatura, no hizo el servicio militar obligatorio ni
llegó a ir a la nuestra guerra civil del 36 al estar ya casado y tener ya dos hijas antes
de iniciarse la contienda y, además, haber cumplido los 30 años de edad al
iniciarse aquella. No obstante, casi al final de la locura fraticida, estuvo
convocado a filas pero afortunadamente la guerra concluyó antes de que él se
incorporara, con el resultado final de la confrontación ya conocido por todos
y lo que vino después con los años de pazyciencia (sic) en aquella noche oscura de casi 40 años.
Pero volvamos al principio
de los años 60 del siglo pasado: Cierta mañana, antes de la hora de ir a la escuela, se
encontraba Rebocato (ya con algo más de un lustro de años cumplidos y con poco
lustre de cara) en la sala de arriba de su casa con dos de sus hermanas, (una con dos
lustros de edad y la otra con algo más de dos lustros de años cumplidos y, ambas, más o
menos, con el mismo lustre que Rebocato) las cuales habían subido para hacer
las camas de las dos alcobas adyacentes a la sala. Rebocato abrió uno de los
cajones sacrosantos de la pequeña librería de la pseudo sala, observó los lapiceros sin estrenar y blandiendo un par
de ellos en la mano se los mostró a sus hermanas exponiendo:
–Mirad que lapiceros más largos.
Decir que, nuestro labriego, padre de Rebocato, tenía
por norma el partir los lápices por la mitad antes de proveérselos a sus hijos
para los quehaceres escolares, de forma que, si los perdían no se dilapidaba el
lápiz entero sino solo medio, lo cual, caso de acontecer, no te eximia del
castigo pertinente que consistía, en el mejor de los casos, en un par de
soplamocos o, en su defecto, en un par de mosconazos, sin posibilidad de
elección.
La hermanas al observar la escena se
inquietaron y una de ellas le advirtió a Rebocato:
–Deja los lapiceros en los cajones que
como se entere padre de que has hurgado en ellos te va a pegar una huebra como
para ti solo.
Rebocato no se amilanó y continuó con
la incitación –cual sierpe del Edén tentando con los lapiceros, en lugar de
manzana, a las incautas Evas– y dijo:
–Mirad, agarrad uno cada una, os lo
guardáis en vuestros plumieres y si solo los usáis en la escuela nadie sabrá
que los habéis cogido.
Las hermanas, no sin temor, no
pudieron resistir la tentación, trincaron los lápices y partieron con ellos
escondidos entre la ropa tan campantes ellas, pero no sin algo de recelo en su
interior. Aún así, la mayor de las dos, al iniciar la bajada de las escaleras,
no dudó en apuntar:
–Con este lapicero tan largo me
saldrán las cuentas pintiparadas.
Los tres, una vez en la planta baja en el
portal de la casa, se mostraron aparentando disimulo, normalidad y punto en
boca respecto a los lápices de marras. Comieron las sopas de ajo, que era el
desayuno habitual (el Cola-Cao
“desayuno y merienda ideal “ –que cantaba el negrito del África tropical- tardará,
aún, un tiempo en entrar en esa casa junto con la leche) y se encaminaron a la
escuela donde los escolares recibían un vaso de leche en polvo donada por los
amigos de yankeelandia.
Pie de vídeo: Que decir del Cola Cao, uno de los mejores "inventos" (1945) de por aquí, aunque tardó en introducirse muchos años en los hogares españoles y no por falta de ganas de la, digamos, hambrienta plebe de entonces.
El día transcurrió, como tantos otros, con
normalidad, no hubo eclipses, ni tsunamis (estamos en la Meseta y el Diluvio
Universal -que hizo eterno a Noé- ya había acaecido años ha), ni otros
fenómenos naturales perturbadores, ni falta que hacían. Sobrevino la tarde
noche y las gallinas se subieron al gallinero (comentaban, los más viejos del
lugar, que una vez hubo un eclipse solar y que las gallinas interpretaron que
anochecía y se fueron a dormir al mediodía) y la mujer del labriego, en la
cocina, limpiaba los chicharros para después freírlos y que toda su prole los
degustara durante la cena.
Nuestro labriego solía reunir,
prácticamente todos los días, antes de la cena (ya era tener ganas, por su
parte, después de la dura jornada diaria de laborar con las mulas y el arado
romano en el campo –huebra- y luego, ya en casa sin ducha previa –la ducha
entonces era otra cosa, la de segar dos surcos de mies a la vez- y de haber
echado paja cribada y cebada en los pesebres al ganado) a sus hijos alrededor
de la mesa del comedor con el fin de repasarles los deberes, preguntarles la
lección escolar del día siguiente, dictarles algún que otro relato, ponerles
cuentas y problemas de cálculo, o simplemente hacerles leer, bien en prosa,
bien recitando lírica. (Aquellos si que eran “Malos tiempos para la lírica”,
aunque ni los “Golpes Bajos” existían. Para músicas trascendentales estábamos).
Pie de vídeo: El magnifico programa de culto –casi tanto como el
peinado de la presentadora Paloma Chamorro - “La edad de oro” , en los tiempos
de la Movida madrileña.
Aunque para movida la que se avecina a continuación:
Estando en estas, es decir, en plenos deberes cuasi nocturnos familiares, la hermana más mayor de la tentación matutina, tira de lápiz largo (como quien desenfunda el revolver en el saloon del salvaje oeste), y Rebocato, ojo avizor, delata:
Estando en estas, es decir, en plenos deberes cuasi nocturnos familiares, la hermana más mayor de la tentación matutina, tira de lápiz largo (como quien desenfunda el revolver en el saloon del salvaje oeste), y Rebocato, ojo avizor, delata:
–Padre, mire que lapicero más largo tiene la
chica.
El labriego observa la situación y no da
crédito a lo que ven sus azules ojos: una de sus hijas con un lápiz estrenado y
entero delante de sus narices denotando despilfarro e incumpliendo la tradición
de la, tan traída y llevada, austeridad castellanovieja que regia en la casa y
alrededores del contorno. Ante tamaña ignominia no puede por menos que bramar:
–¿De donde coños has sacado ese lapiceros?.
–Apuntar que nuestro labriego no solía decir tacos y mucho menos blasfemar. Lo
máximo que se le oía decir era: “Me cago en tu ato” o, en su defecto: “Me cago
en tal”.
La hija interrogada temerosas y barruntándose
lo peor trata de justificarse diciendo la verdad:
–Me lo ha dado Rebocato.
Rebocato se ve perdido ante la mirada
inquisitoria de su progenitor que hace amago de quitarse el cinto (el cual solo usaba –aparte de para sujetarse
los pantalones de pana negra- para meter en vereda a sus retoños del género
masculino ante situaciones muy extremas y, hasta cierto punto, justificadas , por aquel entonces), pero aquel lo tiene todo calculado y sirviéndose de que es unos años
menor que sus hermanas, trata de huir de la tunda que se masca en el ambiente
del comedor y, explotando su cara con gesto de bendito y de no haber roto un
plato en su vida, apunta:
–Padre, yo estaba esta mañana en la sala de arriba
y he visto como hurgaban las chicas en los cajones, yo quería avisarle a usted,
pero me han dicho que no lo hiciera porque si nó, ellas, me pegarían después.
Somanta al canto, suministrada por parte del
padre (aita para los bilingües de por allí arriba) a su hija usufructuaria del lápiz
largo enseñado.
Rebocato no contento con lo ocurrido remata:
–Padre, mi otra hermana, aunque no lo ha sacado de su plumier,
también ha cogido de los cajones de arriba un lapicero nuevo.
Nuestro labriego castellanoviejo aplica
“justicia” con su otra hija, y Rebocato el “bendito, bendito” (como le decía, a
veces, su abuela materna) se va de rositas y sonriendo para sus adentros. Así
se las gastaba Rebocatito apenas sobrepasados los cinco añitos.
Reseñar, con el fin de tratar de justificar, un
poco, la torticera acción de Rebocato,
que en casa de nuestro labriego después de las comidas y de las cenas,
sus hijas pequeñas, a pesar de su corta edad, tenían que fregar los platos,
cucharas y tenedores en un balde de cinc que se llenaba con agua templada
-calentada en caldero también de cinc (para hacer juego con el barreño) en la
lumbre baja- y en el cual se lavaban los platos con un estropajo y algo de
jabón, este, fabricado en casa con manteca de cerdo y sosa cáustica. La labor
más desagradable, y que las hijas odiaban llevar a cabo, era la de fregar los
tenedores y cucharas que se realizaba, también a mano, con estropajo y arena
fina, esta se conseguía en alguna de las areneras (hoyos vulgares y corrientes,
no piense el lector en industrias ni nada semejante) que había por los
alrededores del pueblo. Mientras las hermanas lavaban los platos engatusaban a
su hermano Rebocato para que fregara los cubiertos cantándole canciones tipo
como la de “Romance del Conde
Olinos”:
Pie de vídeo: Bonita canción, aunque al final con lo de la garza y
el gavilán queda un poco rara, como el ejemplo de la suma de peras y manzanas
de cierta alcaldesa de Madrizz opinando sobre los matrimonios homosexuales:
Posiblemente Rebocato, con el trascurrir del
tiempo, se daría cuenta de que estaba haciendo el pánfilo fregando cubiertos en
el cuarto oscuro (aunque, este, ya disponía de un punto de luz con bombilla de
10 bujías) entre cubas de vino cosechero, arcones de matanza, fresquera y
cantos de sirenas varios y, quizás, a causa de tener que dejar, a diario,
relucientes las cucharas y tenedores, planeó la venganza (una mañana) de la noche de los
lapiceros largos, metiendo en el fregado, de lapiceros referido, a sus hermanas
compañeras habituales de fregado. Pudiera ser que, a causa de esto, en el
futuro Rebocato estaría un tanto
eximido de culpa en caso de que le surgieran atisbos de misoginismo –Dios no lo
quiera, pues las féminas no se lo merecen– en su perfil humano.
No obstante, después de estos hechos relatados,
Rebocato continuó frota que te frota, cucharas y tenedores con arena fina y
estropajo, a cambio de seguir escuchando las canciones de sus hermanas durante
la friega en el cuarto oscuro, ya con luz.
HistoriasdeRebocato@septiembre-2013