23 de octubre de 2014

LOS MADRILEÑOS EN EL PUEBLO




LOS MADRILEÑOS VERANEANDO EN EL PUEBLO

Dice una canción popular:

 

Madrizz creía, creía,

 que los de Segovia no éramos así, 

pero cuando vino Madrizz a Segovia 

vaya desengaño que llevó Madrizzz”.

 

Nota del autorSi los rapazuelos castellanoviejos trataban, de la forma que se explica más abajo, a los hijos  visitantes – nacidos en Madrid – y vástagos de los familiares del pueblo que, en su día, emigraron a la capital del ahora Reino, no me extraña que se desengañara Madrid. 

 

    Mediada la década de los años cincuenta y sobre todo en las de los años sesenta y setenta, del ya tan lejano siglo XX, en nuestro pueblo castellanoviejo, como en tantos otros por aquella época, era costumbre, huyendo del mucho laborar y del poco ganar (básicamente para subsistir) en aquellos lares, el que los destripaterrones emigraran (hasta a nuestro amigo Rebocato le llegó, afortunadamente, el turno de emigrar interiormente, primero a estudiar y regreso en vacaciones al pueblo para ayudar a los quehaceres campestres familiares; más tarde currando y siguiendo estudiando) a la capital, es decir a Madrizz, desertando del arado y del azadón, herramientas, entre otras existentes en la casa de nuestro labriego al igual muy poco gratas, aunque bastante tradicionales pero malas socias de labor, con el fin de currar mucho menos y de conseguir bastante más peculio, donde va a parar, que en el pueblo.

 

    Luego, al llegar el verano, los emigrantes interiores volvían unos días de vacaciones al pueblo en agosto. Cuando los hijos, ya nacidos en Madrid, de estos emigrados tenían cumplidos unos añitos y con las vacaciones escolares en marcha, los  padres les llevaban al pueblo y les dejaban con los abuelos para que pasaran el verano y , de paso, que adquirieran color campestre con el aire sano y el sol de justicia que caía durante el estío por la meseta castellana.

    El choque de estos endebles, descoloridos y delicados muchachos de la capital, al entrar en contacto con los chicos autóctonos del pueblo, era brutal. Para empezar carecían de la pillería de los chicos campestres bregados, entre ellos, en las mil y una batallas cotidianas propias de aquellos duros tiempos del ámbito rural. Por otra parte ya era un hándicap el que los capitalinos tuvieran problemas al pronunciar la “LL” (expresaban, por ejemplo en palabras del sector avícola, “poyo” en lugar de pollo, “gayo” en lugar de gallo, etc.) lo cual era objeto de burla y befa por parte de la jarca de desarrapados  pueblerinos. Daba igual el que la mayoría de los niños visitantes fueran familia directa de muchos de la perenne chiquillería aborigen del pueblo; cuando se prestaban, aquellos, a participar en los juegos de la chavalería campesina no había compasión alguna para con los perdedores forasteros. 

 

    Los juegos de entonces de los chicos eran variopintos y bastante bestiales, se ejercitaban prácticamente a pelo, es decir, muchos de ellos sin artilugio alguno del que valerse o en que apoyarse; a enumerar: El escondite (escondítele), tres navíos en el mar, la dola, la mula, las mañas corridas, zapatilla por detrás, la gallina ciega, el burro, cinco dedos, los hincos, las pozas, el peón, las chapas, la hosca, etc., etc. En la mayoría de estas recreaciones al que le tocaba palmar se llevaba una considerable tunda, propinada por el resto de participantes durante el acto del juego, con la que se iba calentito a casa.

 

    Estos chicos foráneos y aún sin malear (la verdad es que no espabilaban mucho ni progresaban adecuadamente de un verano para otro), casi siempre estaban dispuestos a jugar con sus colegas del pueblo a esos juegos ancestrales (dada su dureza y bestialidad debieron de introducirlos los bárbaros del norte) con los que se entretenían a diario en sus ratos de asueto, los cuales no eran muchos sobre todo en verano, ya que al ser un pueblo meramente agrícola todos, desde abuelos hasta los nietos, habían de arrimar el hombro en las tareas de recolección de la cosecha. Sin embargo al caer el sol y volver de las tierras de labor, o de la era, a las respectivas casas del pueblo castellanoviejo siempre se encontraba un rato para jugar, sobre todo después de cenar y antes de acostarse, mientras las personas mayores del vecindario tomaban el fresco y charlaban contemplando las estrellas a las puertas de las casas.

 

    Lo normal, dada la candidez y falta de picardía para esos lances del juego de los muchachos de la capital, tenia como consecuencia que estos casi siempre palmaran y que, al cabo de cierto tiempo del transcurso del juego, se aburrieran y que trataran de escabullirse y abandonar el juego, cosa que no permitía la prole lugareña sin que el causante del desplante recibiera el castigo pertinente que era lo que más entretenía y lo que provocaba más mofa y escarnio, a expensas del perdedor, en la mencionada prole.

 

    Existían unas reglas básicas para los que participaban en los juegos, y la principal, y quizás la más cruel, era que una vez que uno se prestaba al juego, si perdía, no podía irse, así sin más, hasta que todos los jugadores dieran el juego por finalizado. En el caso de que el perdedor quisiera abandonar tenia que pasar por el trance de cumplir el castigo pertinente que se le impusiera, como mandaban los cánones vigentes e imperantes en nuestro pueblo castellanoviejo.

 

     Uno de los castigos a aplicar era “la pajilla” (que no malpiensen los de ciudad desviando la atención hacía el aliviarse en plan onanista, no es el caso), se sujetaba al sujeto perdedor, que ya aburrido de palmar quería evadirse del juego e irse a casa, y se le colocaba una paja seca de cereal sobre la frente y con una piedra pequeña, o bien con un trozo de teja o similar, se procedía a aplicarle pequeños golpecitos en la frente sobre la paja hasta que esta se partía, con lo que se daba el castigo por finalizado y el condenado se iba para la casa de sus abuelos jimplando desconsoladamente, eso sí, oyendo las risas y aguantando el regodeo de los niños lugareños y compañeros de juego.

 

    Otra cosa era la era, ahí ya cambiaba el tema al haber personas mayores colaborando en la faena de la trilla. 

      El montarse y sentarse en el trillo tirado por machos, por bueyes o por burros y dar unas vueltas a la parva era bastante entretenido (a falta de parques temáticos o de atracciones) y hasta flipante, si me apuras, para los chicos de la ciudad e incluso para los del pueblo, si era durante un rato, claro; ahora bien, la cosa cambiaba cuando se revolvía con las horcas la parva –con el fin de facilitar la trilla–, entonces los chicos de Madrid se bajaban raudos y veloces del trillo con el fin de no recibir el tamo que se levantaba al remover la mies y ocupaban su puesto en el trillo alguno de los vástagos (hijo o hija) del labrador dueño de la parva. Los de Madrid huían a buscar cobijo a la sombra de la hacina y a pimplar agua clara del botijo, y a esperar que la polvareda cesara para retornar de nuevo al trillo, caso de apetecerles.

 

     Otra ventaja de ser de Madrid por lo que respectaba a la hora de trillar en la era, era que no te daba tu primogenitor con el mango de la horca en la cabeza aunque los machos siguieran la misma secuencia (mismo carril a la enésima vuelta) alrededor del montón de la mies ya trillada y amontonada de las parvas de días anteriores; es decir a la yunta enganchada al trillo había que dirigirla con los ramales y hacer cambios de sentido, de vez en cuando, para que el trillo no pasara siempre por el mismo sitio lo que conllevaba a que la parva no se trillara uniformemente, entonces, si no cambiabas de carril,  el padre o algún hermano mayor te atizaba un golpe con la horca en toda la mocha para que hicieras un cambio de sincronismo, sin necesidad de pérdidas de tiempo con palabreríos, que como decía el otro: “Son voces hueras y ociosas que retrasan la faena al tener que dedicarles tiempo”.

      Ya un poco más mayorcitos todos (chicos rurales y madrileños) y dejados atrás los cándidos jueguecitos de la niñez, y en el caso de que en las fiestas mayores del pueblo aparecieran o apareciesen algunos adolescentes madrileños y no estando, estos, habituado a la ingestión de cantidades ingentes de alcohol, se les hacía coger en las peñas de las diferentes cuadrillas unas cogorzas de limonada (sangría) bastante considerables, eso sí, al menos se tenía la deferencia de acompañarles hasta las casas de sus abuelos respectivos y dejarles tirados en el portal con sus vomitonas (ventajas de los añorados tiempos aquellos en que, prácticamente, no se cerraban con llave las puertas de las casas en los pueblos) hasta que eran llevados a la cama por sus antiguos.

 

     Otro manera de pasar el tiempo, a modo de juego, consistía en lanzarse desde el buquerón del pajar y caer en el corral sobre los agujos (agujas de los pinos que hacían la función de lecho diurno para los bichos del corral tales como: las gallinas, los pavos, los conejos, etc.) que amortiguaban las caídas y ejercían de pista de aterrizaje de los osados saltadores.

 

    Metidos en esos bretes de saltos sin red se encontraban una bonita tarde de verano asomados al buquerón de uno de los pajares de la casa de nuestro labriego castellanoviejo, Rebocato, sus hermanos anterior y posterior por fecha de nacimiento respecto a aquel, junto a un primo hermano veraneante de Madrid, este con menos intención de saltar que nuestro amigo  Rebocato, que ya era decir. El hermano más mayor allí presente de Rebocato, salto al corral y a continuación lo hicieron sus otros dos hermanos, no obstante el primo vacilaba, es decir, no lo tenia claro, entonces el hermano (que precedía en edad a Rebocato  y que era un zarria y un revoleara) subió de nuevo al pajar le arreó un empujón al primo y este cayó de mala manera al corral, con tan mala suerte (posiblemente a causa de su inexperiencia y falta de arrojo voluntario) que se dislocó un brazo en la caída y comenzó a berrear de forma bastante poco bizarra para su edad  (unos 10 años en canal, los que tenia su primo el que le empujó, los otros dos primos calzaban 2 y 3 años menos, respectivamente) aunque harta fuerte de pulmón.

    Apenas que principió a gritar el damnificado el empujador saltó de nuevo desde el boquerón al corral y abriendo la puerta de entrada de personal, y de animales en fila india, de las puertas carreteras, despareció como alma que lleva el diablo, con su hermano más pequeño detrás, de tal forma que, cuando, ante la escandalera que formó el primo madrileño con sus alaridos, apareció la madre de los tres hermanos a ver lo que acontecía, allí solo quedaba su lastimado sobrino de Madrid y su hijo Rebocato para dar novedades acusando al revolera del empujador del primo a traición. 

    No piense el lector (caso de que haya alguno despistado ahí delante de la pantalla) que Rebocato era acusica de nacimiento, ni mucho menos, su forma de actuar, en estos casos, era a causa de su miedo latente al infierno (arder durante toda la eternidad en el fuego eterno) inculcado por la educación religiosa imperante en aquel tiempo y lugar. Ya se sabe que se puede pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Por lo tanto, Rebocato pensaba que si no dices lo que has visto estas pecando (mintiendo en este caso) por omisión (por no contar lo que has visto).

 

    Y mira que al primo de Madrid, tanto Rebocato como los hermanos de este presentes en el pajar, le iniciaron en el rito de saltar al vacío tanto en la teoría como en la práctica y que, además, le conminaron a que antes de lanzarse tenia que pronunciar las palabras mágicas que te protegían de posibles lesiones en la caída, que eran:

–“Que me mate, que me muera, que sea lo que Dios quiera”.

 

    Pero ni por esas, el salto obligado del primo madrileño fue un rotundo fracaso.

 

    El primo madrileño no llegó a perniquebrarse las piernas ni partirse la crisma y se le arregló el brazo –sin necesidad de ir al médico local de iguala, ni colapsar urgencias que no existían por allí– gracias a que la abuela materna, del primo dolorido y, a su vez, de Rebocato y de sus hermanos, sabia solucionar disloques y torceduras de extremidades, cualidad que aprendió de su padre (bisabuelo del primo blandengue dislocado y de Rebocato) ya que, este, de forma innata y sin necesidad de tirar de extraterrestres –Rebocato, años después, cuando se enteró de las cualidades de su desconocido bisabuelo, empezó a creer en ellos–, ni de pasar por universidad alguna, ni de disponer de personas que le iniciaran en el arte de arreglar disloques de huesos, tendones y articulaciones, el hombre componía las patas de las caballerías de la comarca, sin ejercer como veterinario ni nada parecido. A veces cuando volvía de darse la huebra diaria de labrar las tierras centeneras o de cavar lo que fuere menester en el campo, al llegar a casa podía encontrarse con algún que otro macho o burro lesionado, con su dueño esperando a la puerta de su casa o dentro del corral, venido de algún pueblo de los alrededores. El bisabuelo de Rebocato actuaba en consecuencia y el ganado y su dueño volvían a su pueblo con el problema resuelto, tan campantes ellos.

 

    El asunto de la minuta (no como abogado pero si como curial –sin pertenecer a la curia–) era la voluntad, normalmente plasmada en forma de especies o como buenamente podían los asistentes a la consulta, con el fin de agradecer los arreglos de sus caballerías.

 

    Todos estos avatares ocasionados por los choques de culturas entre los chicos de la ciudad y los de los pueblos le causaban a nuestro amigo Rebocato una cierta lástima y un inquieto pesar por los padecimientos de los muchachos foráneos. 

 

En fin: “Era lo que había”.

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 Una noche de verano, muchos años después, a unos 3.000 Km. de su pueblo castellanoviejo, Rebocato y acompañantes (su mujer y otra pareja heterosexual) acabaron su consumición se levantaron de la mesa y, al irse, Rebocato le soltó: “Suerte”a un turista inglés, de unos treinta años, que consumía en una mesa adyacente a la de ellos, en la terraza de un bar ubicado en una plaza de Vilna (Vilnius en lituano para los bilingües) y que parecía sufrir, el inglés, un acoso continuado por parte de tres mastodontes lituanos, aparentemente homosexuales de alquiler. El británico le respondió: “Es lo que hay”. Pero esa ya es otra historia que se relatará en otra ocasión si procede.

 

HistoriasdeRebocato@octubre-2014

14 de octubre de 2014

EL SANTO ROSARIO

 

             


                EL ROSARIO Y LA MADRE DE REBOCATO

 

 

     El demonio a la oreja te está diciendo: 

     "No reces el Rosario sigue durmiendo".

     ¡Viva María! ¡Viva el Rosario!

     Viva Santo Domingo que lo ha fundado.

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     -¡Chica..! ¡chica..!

 

    La llamada resonó en la amplia casa de nuestro labriego castellanoviejo, ya pasado este a mejor vida, años ha, y emanaba de una de las dos alcobas anexas a la sala. Desde esa sala se accedía a aquellas y se preservaba la intimidad de los pernoctantes con unos gruesos cortinones colgados en la entrada de cada una de las alcobas. 

 

  La sala era el lugar donde, antaño, se celebraban los grandes  acontecimientos familiares, tales como: bautizos; comuniones; cumpleaños; amonestaciones de bodas; comidas importantes de familia: tales como las de la matanza del cerdo y las de las fiestas mayores del pueblo; recibir las visitas, sobre todo en verano, de familiares de la capital; celebraciones todas que, dicho sea de paso, no eran muy asaces a lo largo del año a causa de la precaria economía familiar y de la puesta en escena de la consabida austeridad castellanovieja de antaño y tornada ahora, con renovados brios, con la pertinaz crisis económica (antes, pertinaz sequía) que nos atosiga tan galantemente en estos tiempos.

 

     La llamada no tardó en escucharse en la alcoba de al lado, de donde se levantó de la cama una mujer, la cual  accedió a la sala y entró en la alcoba adyacente a la suya.


    -¿Qué quiere? -le preguntó, medio adormilada, a su suegra que era la que emitió la llamada, y que ya había entrado en los noventa (años de edad, no en la década del siglo pasado) y yacía enferma en cama.


     - Dame un rosario.

     - ¿Un rosario, a estas horas de la madrugada? -le inquirió la nuera

     - Sí, un rosario, quiero rezarlo ahora.

     La mujer volvió a la alcoba donde se encontraba su marido, conocido como Rebocato, durmiendo placidamente en el lecho recientemente abandonado por ella, y le masculló:

      -Tu madre quiere un rosario.

  -¿Un rosario? ¿Estás segura? -dijo el hombre de mediana edad revolviéndose entre las mantas.

     -Sí, eso dice -le contestó su contraria contrariada.

 

    El esposo, un tanto indolente debido a la somnolencia, bajó de la cama, salió de su alcoba, se adentró en la sala y entró, apartando los gruesos cortinones, en la alcoba anexa donde se encontraba su madre acostada en el catre (es un decir, en realidad yacía en la clásica cama alta castellanovieja de barrotes metálicos con remates dorados, jergón con muelles  de los de antes y colchón forrado con lona rojiblanca, relleno de lana esquilada a mano procedente de oveja churra, la cual se lavaba y se vareaba –la lana, no a la oveja aunque, esta, también recibía en el rebaño lo suyo cuando se terciaba- cada fin de verano, después de toda la cosecha puesta a buen recaudo en los sobraos, desvanes y pajares, a la vez que se enjalbegaban las paredes interiores de la casa hechas de adobe y enlucidas con cal. También se aprovechaba para orear los armarios y baúles roperos).

 

     -Madre, ¿qué quiere un rosario? -la preguntó.

     -Sí voy a rezarlo -respondió ella.

     -¿Ahora? -la indagó el hijo.

     -Si ahora -contestó la madre.

  -¿Y de donde saco yo un rosario? -la interrogó de nuevo el hijo (acordándose, de paso, de santo Domingo de Guzmán nato de Caleruela -Burgos-, e instituidor del Santo Rosario, por orden de la Virgen María, aparecida, que le enseñó a recitarlo).

      -Por ahí, en el trinchero de la sala, habrá más de veinte -zanjó la madre.

 

    Rebocato, condescendiente y con ademán un tanto cansino, se dirigió al trinchero de la sala y, hurgando en los cajones vio, en uno de estos, un par de cajas conteniendo rosarios. Trincó una de ellas que era de forma redonda y de plástico rígido  transparente, en cuya tapa aparecía, atrapada entre dos plásticos, una estampa de la Virgen de Fátima, y se la llevó a su madre. 

 

     Esta, al recibirlo, le espetó: 

     -¿Y para que quiero yo un rosario ahora? 

    El hijo, armándose de paciencia, la respondió:

    -Mire aquí se lo dejo encima de su mesilla cuando quiera rezarlo estire la mano y lo coge, yo me vuelvo a la cama.

 

     Dicho esto regresó a su tálamo y comentó con su mujer lo acaecido. 


Pie de foto.- Tal que así era el rosario con el que rezó, cientos de veces, Rebocato, tanto en la Iglesia parroquial ante el público cundo era monaguillo, como en su casa, en familia.

   Al rato, poco antes de quedarse dormido o ya, cuasi, de nuevo, en los brazos de Morfeo, a Rebocato le pareció oír un sonido como de la caída de un pequeño objeto al suelo, pero no le dio mayor importancia, quizás estaba soñando.

 

   Un par de horas después, el hombre, sintió la necesidad de miccionar (mear o sacar la chorra al fresco -en el argot de antaño castellanoviejo- en la cuadra, en el corral, o en el campo,) se levantó y, obviando el cuarto de baño, con el fin de rememorar viejos tiempos, se encaminó a las cuadras de la casa ya vacías y, otrora, habitadas por bestias variopintas.

 

    Al salir de su alcoba se asomó a la de su madre y aparentemente, esta, por la respiración fuerte y acompasada que emitia, manifestaba que dormía placidamente. Luego, cruzando la sala, se dirigió a la puerta de salida de aquella, la cual permanecía abierta, y cruzando el umbral, enfiló adentrándose en la penumbra del portal, con el fin de acceder, al fondo y a la izquierda, a las cuadras. 

 

     Una vez en el portal, fue a encender la luz, buscando a tientas la llave (interruptor) que se encontraba un tanto alejada de la puerta de entrada a la sala. De pronto, oyó un chasquido producido al pisar algo con su pie izquierdo. Cual no sería su sorpresa, al encender la luz y contemplar lo que había pisado, allí mismo estaba la Virgen de Fátima. Era la segunda vez, a lo largo de su vida, que se le aparecía la virgen a Rebocato.

 

https://www.blogger.com/blog/post/edit/7269652339841572319/3154782697573783855     Dirigió su mirada hacia el suelo del portal y vio la tapa redonda de la caja del rosario que había facilitado a su madre. La estampa de la Virgen yacía en el suelo entre trozos de plástico arpados por el pisotón. 

 

    ¿Cómo había llegado la tapa hasta el portal? Su madre no podía levantarse sola de la cama (hacia meses que estaba impedida en ella) y la esposa de Rebocato tampoco se había movido de la suya después de la entrega del rosario por parte de su querido esposo. 

 

    Tal vez el beato Santo Domingo nos sacaría de dudas, al menos de los laísmos.

 

PD.Primera aparición mariana: unos años antes, Rebocato, en compañía de unos amigos en tierras mediterráneas orientales de la península, visitó el santuario de la Virgen de la Balma (nombre céltico de cueva). El  pseudo ermitaño que vigilaba el lugar y que regentaba el pseudo-bar, ante el comentario de aquellos de que se les había aparecido una virgen barbuda y pelirroja (en realidad era un amigo barbudo de Rebocato) en uno de los recodos de la cueva y que les conminó voz en grito: “Pecadores arrodillaos y arrepentíos”, comentó: “La Virgen solo se le aparece a los tontos y a los pastores; nunca a boticarios, ni a sacamuelas, ni a notarios. Pero esa ya es otra historia que se relatará en otro momento, si procede.

 

 

           HistoriasdeRebocato@octubre-2014