REBOCATO
MONAGUILLO (PARTE 1ª)
Muchos años ha, nuestro amigo Rebocato
se encontró en la disyuntiva de elegir entre el cobrar por parte de nuestro
labriego castellanoviejo, o cobrar por el cura, es decir, si los domingos y
fiestas de guardar no asistía al Oficio de la Santa Misa, bien a la Misa
Pequeña (Misa rezada, en la que solo se encendían dos velas en el altar mayor y
no se utilizaba el incensario), bien a la Misa Mayor (Misa Cantada en la que se
encendían cuatro velas en el altar mayor y se usaba el incensario, en el cual
se introducía una pastilla de carbón encendida y se le alimentaba con el
incienso contenido en la naveta y servido, hacia el interior de aquel, con una
cucharilla, lo que provocaba una pequeña humareda aromática), nuestro labriego
le atizaba unos cuantos mosconazos, como mal menor. Debido a esto, Rebocato,
optó por ejercer de monaguillo en la parroquia y, de esta manera, asistir a
ayudar a misa con lo cual recibía por
salario –por parte del cura– una peseta los domingos y festivos, y una perra
gorda los días laborables de lunes a sábado, ambos inclusive.
Como el sueldo no era muy boyante que digamos,
un día a uno de los monaguillos se le ocurrió la idea de distraer algunas
perras gordas de la cesta de la petición de dinero que se hacía a los
feligreses durante la celebración de la misa.
Cada día pasaba la cesta un
monaguillo y entre todos decidieron que al acabar con la petición, dejar la
cesta dentro de la sacristía ya que, allí estaba alejada de la vista de todo el
mundo (aunque no
los ojos de Dios que todo lo ve), hasta de la del cura que
continuaba oficiando impávidamente, y así poder apoderarse de algunas monedas
sin testigo alguno.
Durante un tiempo nuestros audaces monaguillos
estuvieron mangando perras gordas impunemente, hasta que un día, el sacerdote,
que ya andaba con la mosca tras la oreja dado que la recaudación cada día era
más mermante, les ordenó a sus acólitos que al finalizar la petición, la
cestilla de las monedas la dejaran a la vista, a un lado del altar mayor donde
se estaba oficiando la misa, con lo que la trama se vino abajo aunque sin
juicio alguno (ignoramos si el Bárcenas y otros muchos políticos nuestros
actuales ejercieron de monaguillos en su día) para los pseudo obispillos
apandadores.
El Convenio de los monaguillos con el Cura
incluía, también, el asistir a los rosarios y novenas todos los días de la
semana, con lo cual, en ello consumía Rebocato el poco tiempo libre que le quedaba a lo
largo del día, después de asistir a la escuela pública, echar de comer a los
bichos de las cuadras y corrales, hacer deberes, etc.
Vamos, que el día aunque le cundía a nuestro
amigo, no disponía de excesivo tiempo libre que dedicar al ocio y a la
holganza. Está escrito: < el ocio es la fuente de todos los
vicios >.
Pie de foto.- Tal que así era el traje de monaguillo –sin tanta puntilla ni lazo alguno– que utilizó Rebocato cuando ayudaba a misa en domingos y fiestas de guardar. El traje de la foto debe de ser el de un acólito de catedral, al menos.
Pie de foto.- Tal que así era el traje de monaguillo –sin tanta puntilla ni lazo alguno– que utilizó Rebocato cuando ayudaba a misa en domingos y fiestas de guardar. El traje de la foto debe de ser el de un acólito de catedral, al menos.
Una de las cosas que le llamaba la atención a
Rebocato
eran los excesivos viajes que hacía el párroco al obispado de la
capital de provincia algunos días laborables después de la misa. El eclesiástico disponía de un Seat 600, lo
cual no era moco de pavo ya que, en aquel entonces, en nuestro pueblo
castellanoviejo, solo existía otro automóvil: el del practicante. Ni el
boticario disponía de uno, ni tan siquiera el bondadoso médico cojitranco de
iguala que simplemente disponía de una bicicleta para sus visitas a los
pacientes postrados en sus lechos de dolor, lo cual era un agravio comparativo
con respecto al practicante.
El cura se las apañaba, no sabemos como, para
meter sus casi dos metros de cuerpo –sotana de 33 botones como la edad de
Cristo, incluida y posiblemente arremangada para maniobrar mejor con los pedales– dentro del pequeño auto y se encaminaba conduciendo hacia la
capital. Muchos años después, ya fenecido el clérigo, se descubrió el enigma del
por qué de muchos de sus viajes.
AYUDAR A LA SANTA MISA
Cuando nuestro amigo empezó a ejercer de
acólito ya tenía uso de razón (en
aquel tiempo se alcanzaba a los 7 años de edad, cuando se tomaba la primera
comunión, hoy en día se ignora con que edad se consigue tal uso) y tuvo la
suerte, durante unos meses, de ayudar a misa cuando, esta, se celebraba en
latín y de espaldas a los feligreses, es decir, cura y monaguillos ofreciendo
el culo –en el buen sentido de la palabra– a los pacientes practicantes; y
luego, hasta que colgó los hábitos –tres años después– de cara al público y en
castellano o español, que es lo mismo. Obviamente en la iglesia de nuestro
pueblo castellanoviejo hubo que desplazar la mesa rectángular del altar mayor
separándola un par de metros del muro principal de la iglesia donde se
encontraban ubicados, también, el gran retablo barroco y el sagrario.
Rebocato a diario entraba a la escuela pública
(no existía otra) a las 09:00h, pero, antes de las 08:00h (hora en la que
comenzaba la misa en días laborables) tenia que estar en la iglesia con el
sacristán y los otros monaguillos (caso de que hubiera más de dos se iban
turnando entre ellos los días de diario para ayudar a misa). El sacristán abría
con una llave, de tamaño considerable, la puerta de entrada a la parroquia y
una vez dentro, con otra llave, de tamaño nada desdeñable, abría la sacristía.
Los monaguillos se metían en ella y, mientras esperaban la llegado del párroco,
para matar el rato aprovechaban para dar un tiento a la botella de vino a
consagrar, posteriormente, durante la celebración del Santo Oficio para convertirlo
en sangre de Cristo.
Cuando llegaba el párroco y entraba en la
sacristía los monaguillos, ya dentro de ella, clamaban al unísono con el
aliento apestando a vino moscatel sin consagrar:
–Buenos días tenga usted, ¿qué tal ha
descansado usted?.
A lo que el sacerdote contestaba:
–Bien gracias a Dios, ¿y vosotros?.
Y el coro improvisado y amoscatelado respondía:
–Bien gracias a Dios.
Acto seguido el reverendo abría uno de los
enormes cajones de la cajonera (que era grande de cojones, como diría un mulero de los de antes) en la cual se
guardaban los manteles del altar y las vestiduras sagradas. Sacaba su ropa de oficiar y con la ayuda de los monaguillos comenzaba a
revestirse con el siguiente orden correlativo de ropajes:
–Amito.
–Alba.
–Cíngulo.
–Estola.
–Casulla. (Según el tipo de misa a celebrar se
elegía una de un color o de otro)
–Manípulo.
Una vez, el cura, totalmente revestido
–quedando más majo que un San Luis– salían los monaguillos de la sacristía
precedidos por él. El párroco con el cáliz en las manos (el copón bendito, con las sagradas formas de pan
ácimo en su interior, quedaba bajo llave en el Sagrario hasta el momento de la consagración). El oficiante se colocaba en el centro del altar mayor y dos de los
monaguillos en los extremos respectivos de aquel.
Tampoco ayudaba mucho la ropa particular (los
hábitos –ropajes– de monaguillo solo se les daba utilidad en domingos y fiestas de
guardar) con la que iba perpetrado Rebocato (similar a la de los otros
monaguillos) y el desayuno diario consistía en unas simples sopas de ajo la
mayoría de las veces, eso sí, luego, en la escuela, repartían un vaso de leche en
polvo por cabeza, donado graciosamente por el tío Sam (hoy en día Trump, al
igual que nos ha quitado la Web en castellano de la Casa Blanca –presentimos que Mariano en la página, caso de que exista, de la Moncloa no habrá incluido idioma alguno de las otras lenguas vernáculas de nuestro Estado– barruntamos
que nos la hubiera dejado de suministrar, al igual que el queso para merendar).
El azúcar se lo llevaba cada uno procedente de su casa, dentro de una caja de
cerillas –actualmente esto sería venenoso para los niños–, y muchos ni eso, se
la bebían a palo seco, aunque ingiriéndola de esa manera sabía a demonios.
Ya con el altar desplazado para oficiar la misa
de cara al publico y llegado el momento de la Consagración, todo el mundo
echaba rodilla a tierra, los monaguillos hacían lo propio quedando tapados por
el altar y sus manteles colgantes. Una mañana en el momento de la Consagración, Rebocato
y el otro monaguillos, los dos de rodillas y colocados, detrás del altar, a ambos lados del cura,
y sin ser vistos por los feligreses, flexionaban el dedo corazón apoyándolo
contra la yema del dedo opuesto (el pulgar, del cual dicen que nos ha hecho
evolucionar respecto al resto de primates) formando un circulo con ambos, y escupian un salivazo sobre la uña del dedo corazón doblado y echándose ambos monaguillos
con el tronco hacia atrás, con el fin de salvar el cuerpo del alto cura,
soltaban el dedo corazón y se lanzaban, uno al otro, los salivazos depositados en
sus dedos. El párroco observo, de refilón, la jugada y en el mismo momento de
levantar la sagrada hostia, en un acto de habilidad divina, soltó una patada
lateral sobre Rebocato, el cual cayo de lado y su cabeza (la cual siempre ha
sido de un volumen bastante considerable) quedó visible (como la de Holofernes cortada por Judith, aunque sin sangre) en el lateral del altar de cara
a los parroquianos, los cuales pensarían que le había dado un vahído al pobre
muchacho.
En esa ocasión el cura no se esperó a finalizar
la Consagración para repartir la hostia. No hubo comentarios ni castigos
posteriores, la cosa quedó ahí, como las acciones extradeportivas de los
futbolistas: <en el campo de juego>.
EL SANTO
ROSARIO
Con el fin de que no se herniara nuestro cura párroco, en la iglesia el
rosario lo rezaba en voz alta un monaguillo, el cual, se plantaba de píe y con rosario católico de cuentas en mano, a píe del altar mayor y cara a la
concurrencia. Desde allí comenzaba con los misterios: gozosos, dolorosos o
gloriosos –los luminosos de los jueves, fue un invento posterior del Juan Pablo
II en 2002– según tocara con respecto al día de la semana. Después de acabado
el rosario se pasaba a la letanía, para lo cual el monaguillo disponía de un
pasquín en el que estaba reflejaba
toda ella al completo. De tanto repetirla, al final, los monaguillos acababan
por memorizarla y la recitaban de carrerilla, con el <ruega por nosotros>
intercalado y cantado por el público entre Señores, Cristos, Espíritus Santos, Dioses,
Virgenes, Madres, objetos sagrados, Corderos, etc. que recitaba el monaguillo.
Después intervenía el cura para rezar la novena
y, una vez acabada esta, las buenas gentes del pueblo se retiraban a sus casas
respectivas para echar de comer al ganado mayor, ellos; y preparar la cena,
ellas, que consistía, las más de las veces, en una sopa y pescado azul.
Transcurrido un duro día de trabajo, después de la cena, nuestro labriego castellanoviejo aún tenía agallas de empezar –caso de no
haberlo podido hacer antes– a preguntar lecciones, dictar dictados, leer párrafos, poner
cuentas y problemas a toda su tropa que no anduviera en seminarios, hermanos de
la salle, milicias, o metidos en otros fregados, más o menos formativos, lejos
del ámbito familiar.
Antes de irse los hijos más pequeños a
acostar nuestro labriego castellanoviejo les echaba la bendición pertinente
para que estuvieran protegidos por el Dios único y verdadero, durante su caída
involuntaria en los brazos de un tal dios mitológico griego que atiende por el nombre de Morfeo.
BODAS Y BAUTIZOS
Para los monaguillos el momento mas crucial y
productivo de la celebración de estos dos sacramentos era cuando finalizaban ya
que, antes de salir de la iglesia los participantes directos en estos eventos
sacramentales, abordaban al padrino del sacramento celebrado para demandarle la
propina, la cual consistía en unas perras gordas, mezcladas con alguna moneda
de dos reales y, si por casualidad, se colaba, entre esas monedas, alguna rubia
(peseta) ya era gloria bendita.
La verdad es que, en aquel entonces, las
dádivas en estos actos no eran muy halagüeñas que digamos, ignoramos como les
irá a los monaguillos actuales.
Al final de la ceremonia del bautizo cuando
salía el bautizado de la iglesia con los familiares mas directos y padrinos, la
chiquillería de nuestro pueblo castellanoviejo esperaba extramuros del recinto
sagrado y al ver salir a la comitiva entonaban, voz en grito, el:
Señor padrino.
Que no se lo gaste en vino.
Que se lo gaste en confituras.
Que si no se le muere la criatura.
En ese momento el padrino lanzaba algunos
caramelos y bolas de anís y algunas perras gordas (monedas de antaño, no
caninas de entonces y de ahora).
Los mocosos, seguían a la comitiva hasta la
casa de los padres del recién librado del pecado original a base de: letanía,
exorcismo, sal, unción, bendición, renuncia y profesión de fe, bautizo con agua
bendita, imposición de vestido blanco y entrega de cirio.
Una vez que entraba la comitiva en casa y con
los chicos del pueblo castellanoviejo en la calle, los padrinos y familiares
del bautizado comenzaban a tirar caramelos y perras gordas a los rapaces los
cuales corrían como locos para coger lo lanzado al aire y se peleaban disputándose las confituras y monedas de calderilla.
LAS ROGATIVAS
Siempre recordará Rebocato los magníficos
trigales que se daban en nuestro pueblo castellanoviejo, a causa, no solo por la
dura y encomiable labor llevada a cabo por los experimentados labradores que se
daban por aquellos lares, sino, mayormente, al sentir de nuestro amigo, por las
rogativas que se hacían en primavera.
La rogativa era una procesión que partía desde
la iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo hasta las tierras de labor donde
ya, los trigales, cebadales y centenales, se levantaban más de una cuarta sobre
los surcos de las tierras pertinentes, sabia y pacientemente labradas,
sembradas, abonadas y escardadas por los labriegos del entorno, poniendo en práctica unas experiencias adquiridas a lo largo de los siglos.
La comitiva iba encabezada por el párroco y con
Rebocato y otro acólito a ambos lados de aquel. El cura iba entonando la
letanía (primero en latín y a causa de los cambios litúrgicos –meses después de
empezar a ejercer Rebocato– en Castellano) y la plebe, que venia detrás,
contestaba, primeramente, con el: <Ora pro nobis> o, posteriormente ya
con el Castellano imperante en la iglesia, con el: <Ruega por nosotros>.
Llegados a las tierras de cereal, aún verde y
en crecimiento hasta su siega o pedrisco de por medio, el cura trincaba el
hisopo de la gaveta –llena de agua bendita que llevaba uno de los monaguillos–
y asperjaba los cereales, con lo que los trigales, cebadales y centenales
crecían recios como ellos solos. Rebocato no salía muy satisfecho de estos,
digamos, conjuros, debido a que pensaba que entre mas recia y tupida estuviera
la mies, más costaría después tirar de hoz para segarla, es decir, a mas mies mas haces, y a mas haces más
horas que dedicar a trillar, aventar y posterior metida del grano y la paja en
el sobrado, desván y pajares de la casa. No obstante el seguía el protocolo con
fervorosa fe, porque, ante todo, se sentía un autentico profesional
desempeñando sus funciones como monaguillo. Criatura.
PD.-
En el horno (y no nos referimos al inframundo del averno) está la segunda parte
de <Rebocato monaguillo>. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas,
pero para romper la norma ahí están, por ejemplo, la 2ª parte de El Quijote o
las tres películas de El Padrino, guardando las distancias con estos panfletos, claro está.
Próximamente en las pantallas de nuestros
tantos y tontos cachivaches electrónicos de los que disponemos, caso de entrar
en el Blog de Rebocato, podrá visionarse.
(Continuará)
HistoriasdeRebocato@enero-2017