13 de noviembre de 2016

La "ABUE" MUCAMA


                            

                          LA “ABUE” MUCAMA

    Muchos años atrás la abue –antes de ejercer, como Dios manda o mandaba, a modo de suegra de Rebocato– aparte de atender su domicilio familiar como una mujer de las de antes (dicho sea esto sin ánimo de exaltar los ánimos de las féminas de hoy en día que, las pobres, también llevan lo suyo con tanto machista suelto y encima con el agravante de que, alguna de ellas, tiene que estar unida a alguno de ellos como consorte), tenía que ir dos horas al día, dos días a la semana, a una casa particular de una urbanización cercana a su misma localidad para realizar labores domésticas.

     Cierto día, la abue, pegando la hebra con una vecina de su bloque de vecinos, le comentó que si se enteraba de alguien que necesitara una asistenta que se lo avisara con el fin de así poder  aumentar el peculio familiar.

     Trascurridas un par de semanas desde la citada conversación, la vecina le comunicó a la abue que, en el centro oficial donde ella hacía labores de limpieza, una chica joven y funcionaria, que desempeñaba allí mismo sus funciones administrativas, le dijo que necesitaba una mujer para la limpieza de su piso, planchar la ropa y preparar la comida. La abue dijo que le podía interesar el trabajo y concertó, a través de la vecina de marras, una entrevista con la joven para ajustar el tiempo a dedicar a la faena y las condiciones económicas. En la fecha acordada la abue habló con la joven funcionaria y ambas llegaron a un acuerdo tanto de horario, como monetario.

     Pasó el tiempo y todo transcurría placidamente y en perfecta armonía entre ellas: la abue acudía todos las mañanas, a la vivienda de la chica joven donde estaba contratada para cumplir sus funciones en régimen laboral de dos horas diarias de lunes a viernes –ambos inclusive–, y la chica de marras, mientras tanto, realizaba su jornada intensiva en su respectivo centro de trabajo. 

     La abue disponía, obviamente, de llaves para acceder al portal de la comunidad de vecinos y al piso donde tenia que ejercer las labores de: limpieza, planchar la ropa y hacer la comida para la joven dueña.

      Se rompía un tanto la monotonía diaria a consecuencia de que dos días a la semana –no necesariamente siempre los mismos– la joven chica, la noche anterior, dejaba en la cocina de su casa una nota escrita a mano, en la que instaba a la abue a que le preparara comida, al día siguiente, para dos personas en lugar de solo para ella, como solía ser lo habitual. La abue no sabía, ni –a pesar de la tan traída y llevada curiosidad femenina, dicho sea de paso, sin reminiscencias misóginas, ni machistas– preguntó nunca jamás, por la supuesta persona que iba a compartir con la joven, esos dos días semanales, la doble ración de puchero o lo que se terciase preparar como menú.­

    Se sucedieron los meses hasta que una mañana la joven dueña comunicó a la abue  –a continuación de una conversación mantenida entre ambas–  que se sentía en la obligación de tener que despedirla y que no le preguntara el por qué, o los motivos de ello ya que no podía darle explicación alguna al respecto.

    La abue, persona honrada y trabajadora donde las hubiera (hoy en día también se le suponen esas dos virtudes, a pesar del inexorable paso del tiempo que algo nos suele cambiar respecto a nuestra forma de ser y de actuar), al recibir la noticia se quedó de piedra. Tal era su estado de estupefacción, que estuvo a punto de dar con sus huesos en tierra (más bien en el parqué del comedor). Empezó a rebobinar echando la vista atrás tratando de adivinar la causa del despido y no encontraba explicación alguna.

     Cuando comenzó a salir de su asombro indagó, ya casi con lágrimas en los ojos, a su joven dueña tratando de atisbar algún augurio en esta que le devolviera a la realidad y que todo había sido un mal entendido. Pero no, no hubo manera de sacar la más mínima explicación al respecto que justificara la cruda realidad y, para más INRI, la joven permanecía callada y con cara de circunstancias, sin dar el más mínimo detalle de la causa del despido, es más, al contrario, de pronto empezó a deshacerse en elogios y agradecimiento a la labor desempeñada por la abue en su casa a lo largo de esos meses; pero seguía cerrada en banda, sin soltar prenda respecto a dar justificación alguna sobre la toma de tan drástica y dramática decisión que, consecuentemente, le produjo a la abue un regomello de padre y muy señor mío.

      La abue, aún en estado de shock, se despidió como pudo de su joven dueña y salió del piso como una autómata, cavilando hacia sus adentros tratando de dar con la causa que justificase el finiquito recibido.

    Al llegar la abue a su finca de vecinos no pudo por menos que tocar el timbre de la puerta del piso de la vecina que le recomendó a su ya exdueña, con el fin de explicarle lo sucedido.

       –Estoy destrozada – soltó de sopetón la abue nada más abrir la puerta la vecina.

      –¿Pues qué te ha pasado? –dijo la vecina con el ceño fruncido y gesto preocupado.

      –Pues que, la chica funcionaria que trabaja en el edifico donde tú haces la limpieza, me ha despedido –masculló la abue.

       –No me digas y ¿a santo de qué? –indagó la vecina.

    –Pues eso quisiera saber yo –dijo la abue, y prosiguió –No tengo ni pajolera idea.

    –¿Y eso ha sido así por las buenas y sin mediar palabra previamente? –añadió la vecina.

   –Hoy, mi dueña, ha regresado antes a casa del trabajo porque no se encontraba muy católica y como hemos estado un rato de cháchara, le he dicho que yo trabajaba en otra casa, algunos días por la tarde, en la vivienda de una urbanización de alto abolengo cercana a esta ciudad, en la cual residía un hombre funcionario, el cual vino trasladado, para trabajar aquí en un centro oficial hace un par de años y que su mujer e hijos se quedaron en la capital, donde residen, y que él va a verlos una vez al mes. Ella me ha preguntado que como se llamaba el hombre y se lo he dicho; al rato se ha ido un momento a su habitación y a la vuelta me ha comunicado lo del despido. Y viniendo hacia aquí he pensado que lo mismo le faltaba alguna joya distraída de su dormitorio y que por eso me ha echado –Remató la abue.

       –¿Y cómo se llama el susodicho? – Indagó la vecina.

      – Pues…tal y tal Pascual –contestó la abue

     –La has liado parda, maja, como muy bien sabes yo hago la limpieza en el centro oficial donde trabaja la joven. El señor, de la casa donde vas tú a limpiar por las tardes, es un alto cargo que vino trasladado de la capital hasta ese mismo centro oficial, quedándose su mujer e hijos allí distantes, y la comidilla del personal del centro oficial es que tu joven dueña y el cargo están bastante liados y no por el exceso de trabajo precisamente. –Concluyó la sufrida vecina.

     Caso cerrado. La abue con el resultado final de la conversación se quedó mucho más sosegada. Se despidió de su vecina y emprendió, escaleras arriba, la subida hacia su piso. Ya se encontraba sin atisbo alguno de regomeyo (regomello), porque pensaba que su despido no había sido a causa de su falta de profesionalidad, ni por quedar bajo sospecha de posible hurto de joyas, lo que hubiera sido mucho más grave para su sentir personal.


          HistoriasdeRebocato@noviembre-2016









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