13 de enero de 2018

EL ACARREO

                          
                           
                                  EL ACARREO

      Uno de los diversos entretenimientos de los que disponía nuestro amigo Rebocato –con el fin de evitar el tedio en las largas vacaciones estivales en nuestro pueblo castellanoviejo– era el del acarreo, y no nos referimos al recurso mnemotécnico en una operación aritmética. 

     Mientras tanto, otros chicos de su edad (los menos) se dedicaban a tirar cantos a los tejados y a hacer alguna que otra maleza por el pueblo, cuyo casco urbano se encontraba cuasi abandonado al estar sus buenas gentes, mayormente, tirando de hoz por el campo, entre otros quehaceres veraniegos.

       El acarreo, en el estío, consistía  en trasladar, toda la mies (cebada, trigo, centeno, etc.) ya segada y atada, desde las tierras de labor hasta la era. Para ello se empleaba el carro, al cual se uncía la yunta pertinente de: machos, burros o bueyes, acorde de lo que dispusiera cada labriego. En el carro, para estos quehaceres, se colocaban en los tapiales laterales las estacas de acarrear, en las cuales se aseguraba la carga de haces. 

      Los haces se acarreaban a la era desde las diferentes tierras de labor (propias o arrendadas), en las cuales se había segado, previamente, la mies; se había engavillado y se habían atado los haces. Después estos se hacinaban en pequeñas hacinas de 10 unidades, desparramadas por toda la tierra. Se comenzaba con una base de 4 haces; a continuación, encima de esta, se colocaban 3 haces más; sobre estos 2 haces más, y se culminaba la hacina con un ultimo haz. Es decir, guardando las distancias, era como formar un "castell" humano pero sin peligro para los niños que lo culminan, aunque sí formaban la hacina Rebocato y sus hermanos que eran, mayormente, niños. Ya hubiera cambiado nuestro amigo el andar viajando haciendo  "castells" a estar tirando de hoz y haciendo hacinas.

       Para acarrear, normalmente, iban dos operarios. Una vez llegados a la tierra de labor, uno se quedaba a bordo del carro para recibir los haces y el otro pululaba de hacina en hacina (obviamente, el carro y los machos se movían, también), y con una orca, de dos gajos metálicos y largo mango de madera, pinchaba el haz y se lo alcanzaba al sujeto del carro para que lo colocara. Había que distribuir bien los haces a lo largo, ancho y alto del carro, con el fin de cargar lo máximo posible, dentro de un orden, claro. Aquí ya entraba en juego la habilidad y experiencia laboral de cada labriego. 

       El ubicar bien los haces en el carro no era tarea baladí, ya que, en caso de que no se colocaran como Dios manda, o mandaba, existía el riesgo de que en el regreso –desde la tierra donde estaban los haces hacinados, hasta llegar a la era para hacinarlos de nuevo– con el traqueteo del carro, los haces se vinieran abajo y eso sería el hazmerreír del labriego afectado, a costa de todas las gentes del pueblo (era una manera de motivar para llevar a cabo la obra bien hecha); por ello los haces debían de situarse perfectamente, primero en la base del carro –entre los tapiales– luego entre las estacas y culminar debidamente la carga para, después, atarla bien a la estructura del carro con las sogas carreteras pertinentes.





Pie de foto.- Hete aquí un carro, de ruedas de llanta, cargado hasta los topes. Ahí sobra un operario, ya que, para acarrear, con dos personas basta. A no ser que se hayan encontrado con un vecino y estén pegando un rato la hebra. De todas formas, el que está encima de los machos tiene una pose de chica de calendario –de los de antes– que no se lame.

     Cierto día de verano Rebocato (calzando unos 12 años en canal) acompañó a acarrear algarrobas (nos referimos a la planta herbácea, no al fruto del algarrobo que no se da por nuestro pueblo castellanoviejo y, dicho sea de paso, ni se le echaba de menos, bastantes quehaceres cosecheros concurrían ya por aquellos lares) a nuestro labriego castellanoviejo. Se dirigieron, ambos, montados en el carro del cual tiraban, uncidos, los simpar Terevinto y Cutepla, a una tierra de labor sita en el lugar del término municipal llamado “Matamujeres” (hace 50 años aún no se hablaba de la violencia de género aunque, lamentablemente, puede que ya existiera y quizás exista desde el origen de la humanidad).

    Ya llegados a la tierra, Rebocato se quedó encima del carro y nuestro labriego castellanoviejo –armado con la mentada horca metálica de dos gajos, dotada a su vez, de largo mango de madera– le acercaba las trascoladas de algarrobas para que nuestro amigo –bajo la supervisión de aquel– las fuera distribuyendo de forma aparente y, de paso, pisarlas con el fin de cargar lo máximo posible.

       La idea era hacer dos viajes, pero se fueron animando y animando –tanto el cargador como el colocador– teniendo como consecuencia que, para no dejar unas pocas trascoladas de algarrobas en la tierra, nuestro labriego optó por arriesgarse y cargarlas todas. De esa manera se ahorraban un viaje. Rebocato en lo todo lo alto del carro –este ya lleno de algarrobas– casi tocaba el cielo, recibiendo un sol de justicia que trataba de aplacar, tocado, con su clásico sombrero de paja veraniego, este provisto de barcillera (sic), por si los vientos..

    Una vez trascoladas todas las trascoladas, ataron la carga con las sogas carreteras a la estructura del carro. Luego, estando todo atado y bien atado, nuestro labriego, limpiándose el sudor de la frente con su moquero a cuadros, dijo a Rebocato:

    –Hemos preparado una carretada que no se la salta un gitano con alpargatas nuevas (dicho sea esto sin ánimo de menoscabo a los integrantes de la raza calé, que conste).

      Y, acto seguido, le pregunto si se quería quedar en lo alto del carro echado placidamente sobre el colchón de la carga. Rebocato dudó pero finalmente, con cierto temor, se bajó descolgándose por una de las sogas carreteras. Ya en tierra firme, se puso al lado del lateral del carro donde se proyectaba algo de sombra (era mediodia), y con nuestro labriego situado al lado de Terevinto, emprendieron el regreso al pueblo camino hacia la era donde descargarían las algarrobas para su posterior trilla. 
    
     Cuando ya habían recorrido un buen trecho, aconteció que una de las dos ruedas del carro topó contra un mojón de la linde de dos tierras centeneras, teniendo como consecuencia que la rueda se elevó a causa del choque y, como el centro de gravedad del carro era muy alto debido a su voluminosa carga, tuvo como resultado que volcara (el carro, no el centro de gravedad aunque este pasó a cambiar de sitio). 

     Los hados quisieron que cayera del lado en el que no estaba Rebocato, pues, este, se encontraba al otro lado del carro protegiéndose del sol de justicia que imperaba a mediodía en aquel tiempo y lugar de la Meseta (para que luego le vengan diciendo a nuestro amigo que el tomar el sol es beneficioso para la salud). Ni con protector50+ solar se hubiera salvado de acabar perniquebrado e incluso presentarse, antes de lo aparentemente previsto, ante el Can Cerbero de Hades (mitología griega) o acabar dentro de las calderas de Pedro Botero (diablo cocinero de pecadores, este mucho más cercano a nuestra mitología o creencias).

     El carro quedó volcado lateralmente en tierra y los machos de aquella manera, de forma que nuestro labriego, azaroso y sin blasfemar –él no tiraba de eso, ni tan siquiera de tacos, lo máximo que soltaba era un: “Me cago en tu ato” o “Me cago en tal”– trataba de desatar las colleras, para liberar a las bestias de la asfixia del yugo del carro donde iban uncidos, y después de los ventriles que les sujetaban a la vara del carro.

     Mientras tanto, Rebocato, permanecía impertérrito, sin apenas reaccionar y con un susto en el cuerpo de la órdiga, ya que pensaba que si el carro hubiera caído hacia el lado donde él iba andando aprovechando la sombra que proyectaban el carro y su descomunal carga, pues que lo mismo no lo hubiera contado.

    No hubo abrazos entre padre e hijo, ni otras pamplinas, ni zalamerías que ahora no vienen a cuento y que suelen aparecer, hoy en día, en las películas ante una situación de ese calibre. Al contrario, la dura vida continuaba y nuestro labriego, una vez que liberó a Terevinto y Cutepla le ordenó (no sacerdote) a nuestro amigo:

     –Arrea para el pueblo y di a los tíos que vengan a ayudarme para levantar el carro. Corre ligero y no tardes.

     Rebocato cogió el pendingue y salió arreando brisca. Ni tan siquiera le dijo a su padre si podía montar en un macho. De todas formas el pueblo no quedaba tan lejos y montar a pelo, sin aparejo alguno cual guerrero de la Gran Pradera norteamericana, no le seducia en demasía, mas que nada por no clavarse la raspa (espinazo) del macho en el trasero. Aparte, nuestro amigo, no era mucho de cabalgar sobre mulos, ya que, por naturaleza, son un tanto falsos y asustadizos, y podía acabar dando con sus huesos en tierra como ya le había ocurrido alguna vez que otra. Disfrutaba más subiendo en burro/a, donde va a parar.

     Aunque nuestro amigo corría –tal como se decía por aquellos lugares al ver galopar a un macho– al cuatropies y echando el bofe, su corazón, a pesar de la loca carrera, poco a poco iba bajando de palpitaciones.

    Se me va yendo el canguelo, rumió para sus adentros. 

    Al rato, con un cierto alivio, empezó a vislumbrar la torre de la iglesia de nuestro pueblo castellanoviejo. 

PD.- No sabemos si el gitano –como dijo nuestro labriego castellanoviejo– hubiera saltado el carro lleno hasta los topes de trascoladas de algarrobas; pero Rebocato, ese mediodía, corrió con zapatillas viejas hasta el pueblo como un galgo, aunque sin tanganillo, claro.


            HistoriasdeRebocato@enero-2018

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