LOS CORTES DE HOZ DE REBOCATO
I.-
“Corte” o Bautismo de fuego:
Una cálida y bonita tarde de julio –en plena
rastrojera castellanovieja– recibió Rebocato su bautismo de fuego. A pesar de
lo que había escuchado comentar, a las buenas gentes de nuestro pueblo
castellanoviejo, que si bien la hoz de dientes no cortaba como Dios mandaba,
nuestro amigo comprobó en sus propias carnes –concretamente en el dedo meñique
de su mano izquierda– que, al menos, dicha hoz, al menos mordía.
Aconteció que estando, él, segando en familia y
a resultas de dar fe de que la hoz de dientes tajaba parvamente, tiró en
demasía de ella con la mano derecha, a la vez que agarraba el manojo de pajas
de trigo, aun prendidas en el surco, con la mano izquierda; a causa de ello, la
hoz resbaló hacia arriba e hizo mella en el dedo meñique del neófito segador.
Rebocato soltó la manada y la hoz, y picando espuelas, dando saltos y algún que
otro grito, corrió desesperado surcos abajo y, al llegar a la altura de su
familia, que segaba más atrás, nuestro labriego castellanoviejo le hizo un
placaje para sujetarle y, de paso, tratar
de aplacar la llorera del alterado.
Mientras, los demás hermanos, una vez que
vieron todos el fluir de la sangre del dedo meñique de Rebocato y después de
echarse unas risas –que le dolieron al herido mas que el propio corte en sí–,
continuaron con la siega y nuestro labriego castellanoviejo llevó al lastimado
hasta la sombra de los tapiales del carro para proceder a curarle.
El botiquín de campaña del que se disponía para
estos aprietos, consistía en unos retales de sabana vieja –aunque limpia– para
vendar las posibles heridas de los cortes, y un chorro de vino de la bota de vino sobre
la incisión. El vino hacía las veces de desinfectante y a su vez (optimización
de recursos sobre el terreno) sendos chorros de vino al gaznate del herido y
del curador, que hacían las veces de sedante. Aunque parezca mentira los
resultados curativos eran altamente satisfactorios, no recuerda nuestro
amigo Rebocato infección alguna en su luenga familia tras sufrir alguien un
corte de hoz (ya no hablemos de pinchazos en piernas, ocasionadas por las púas
de bieldos metálicos al sacar la basura de las cuadras de las caballería al
corral) y eso con el mérito añadido de que nuestro labriego castellanoviejo,
jamás de los jamases, recibió cursillo alguno de primeros auxilios, ni de
seguridad e higiene (ahora salud) en el trabajo, quizás todos sus conocimientos
en estos temas los adquirió de forma empírica aunque, posiblemente hacia
trampa, ya que, como sabemos, el
hombre era muy leído para la época.
El procedimiento que aplicaba para la cura de
urgencias de sus hijos lacerados con cortes de hoz era, más o menos, el
siguiente:
–
Trataba de calmar a su herido retoño conminándole a que concluyera la
llantina. Caso de no obedecer la orden el lesionado, se procedía –según la
normativa legal del convenio de la siega que no estaba escrita pero procedía de
tiempos ancestrales, quizás desde que Caín ejercía de labrador antes que de
asesino de su propio hermano el ovejero–
a darle un soplamocos no demasiado fuerte, y si eso no le aplacaba le
aplicaba otro más contundente que, en condiciones normales, era acertadamente
disuasorio para que dejara de jimplar el susodicho.
–
Ya debidamente mitigado el herido y avenido a dejarse curar, nuestro
labriego castellanoviejo apretando fuertemente la herida con los dedos pulgar e
índice de una mano, con la otra echaba un chorro de vino de la bota sobre el
corte y procedía a realizar el vendaje pertinente, para ello se agenciaba, no
de una venda de rollo, ni triangular, sino de un trozo de sábana vieja y
llevaba a cabo una técnica de vendaje, muy de por aquellos contornos y mas bien
de gusanillo en prolongación, nada que ver con los vendajes: en V, en espiga, en espiral o en
espiral invertida. Para rematar la faena rasgaba el extremo final del trozo de
sabana vieja por la mitad y anudaba las dos mitades alrededor del vendaje con
el fin de que quedara bien sujeto. Esta era una forma de ahorrar espadrapo y,
además, de esa manera la herida respiraba mejor.
–
Una vez debidamente vendado el herido, se le aplicaba un calmante vía
oral en forma de trago de vino de la bota, la cual, nuestro labriego
castellanoviejo, tenía siempre dispuesta en el ropero a la sombra y envuelta en
un trapo mojado con el fin de que el vino se mantuviera bien fresco (es un
decir, claro).
–
Finalizada la cura y sin necesidad de rehabilitación alguna retomaban,
ambos, sus hoces respectivas y se dirigían hacia el tajo donde se encontraba el
resto de la familia de segadores para continuar, ahora de nuevo todo el equipo
junto, con el trajín de los surcos y sus pajas.
II.-
“Recorte” o vuelta la burra al trigo.
Ya con nuestro amigo Rebocato imbuido en la
adolescencia –por accidente y sin que él lo requiriera– y con un bagaje ducho
en segar a ducha por la evolución de a surco inicial, aconteció que nuestro
labriego castellanoviejo les comunicó a él y al hermano de este, inmediatamente
superior en edad, dignidad y gobierno; que se dispusieran, al día siguiente,
para ir a ayudar a segar a una familia cuyo padre –ya calzando mediana edad–
rabiaba cual enfermo en fase terminal y con el agravante de tener a su
cargo esposa y tres hijos pequeños
y no aptos, aún, para el oficio de la siega.
Como bien sabemos en aquellos tiempos la gente
se moría de repente (hoy en día, mayormente, esto es: parada cardiaca o infarto
cerebral fulminante) o de cólico miserere (en estos tiempos de “emancipación
autonómica fifty-fifty”: cáncer terminal, peritonitis o vaya usted a saber).
Al día siguiente los dos hermanos mandados se
encaminaron, hoz y zoqueta en mano, a la casa del enfermo donde a las puertas
carreteras estaban esperandoles, con el carro y los machos uncidos a él, el
suegro y un hijo de este y, a su vez, cuñado del doliente.
Subidos todos al carro se enlutaron hacia las
tierras de siega, ese año de magníficos trigales, culpa de esto era a causa de
los rezos, letanías, bendiciones y aspersiones de agua bendita con hisopo,
sobre ellos, en los meses de mayo durantes las incursiones de las eficaces
rogativas campestres, con Rebocato ejerciendo de monaguillo.
Llegados a la tierra segaron el trigal,
engavillaron las gavillas, ataron los haces y los hacinaron.
Las hacinas, en el rastrojo, se componían de 10
haces cada una y se formaban colocando, inicialmente, abajo 4 haces adosados y
atravesados sobre los surcos, de tal forma que las espigas quedaran sobre los
montes del surco sin caer en sus valles, por si las lluvias. Encima de los
cuatro se ponían otros tres haces y, sobre estos, dos haces más. Se culminaba la
hacina con un último haz. Ni que decir tiene que si el cómputo total de haces no era
múltiplo de 10, el número de haces de la última hacina sería: mayor o menor de
10. A la escuela pública se iba para algo.
Acto seguido almorzaron.
Una
vez dieron buena cuenta del almuerzo (Rebocato intuyó que el almuerzo fue
bastante opíparo a causa de los dos segadores, altruistas a la fuerza), se
dirigieron a otra tierra y no hubo necesidad de uncir los machos al carro para
desplazarse de una tierra a otra ya que, esta última se encontraba a tiro de
piedra, simplemente cruzando un pequeño pinar que se interponía entre la que
acababan de segar y la aspirante a ser segada.
El suegro del socorrido metió en unas alforjas
una botija con agua en un serón y en el otro la bota de vino junto a una piedra
para contrapesar el peso de los sermones de la alforja, y se dirigieron hacia el pinar intercalado entre la tierra
segada y la de sin segar.
Una regla nemotécnica para acordarse de colocar
la piedra en el serón adecuado de la alforja, era recordar uno de los refranes
que suelta Sancho Panza a requerimiento de don Quijote en uno de los didácticos diálogos de razonamientos
que entablaban ambos: “Si da (no juntar estas sílabas, con el fin de evitar que
aparezca el virus VIH) el cántaro en la piedra, o la piedra en el cántaro, mal
para el cántaro”.
Reseñar que en la escuela de nuestro pueblo
castellanoviejo se disponía de varios libros de una edición abreviada de El
Quijote que los alumnos (incluido Rebocato) leían en voz alta turnándose, según
las órdenes aleatorias de turno que cantaba el maestro de escuela, y hay de
aquel que, ante la orden del docente, no
prosiguiera la lectura desde
el punto donde tocaba continuar. Decir que si a un alumno le nombraba el
maestro para que prosiguiera la lectura y, así, relevar al alumno que leía en
ese momento, si no continuaba en el punto exacto, porque estaba pensando en las
musarañas en lugar de deleitarse con la lectura de nuestra mejor novela jamás escrita y
que fue el antes y el después de la novela moderna, los propios compañeros
avisaban al maestro si este no había caído en la cuenta del equívoco.
Al alumno no continuador de la lectura en el
punto donde tocaba, el maestro le ordenaba que se pusiera de rodillas cara a la
pared, con un sopapo previo.
Como a veces los alumnos, durante la leída, se
reían espontáneamente ante el chocante desfacer de entuertos de nuestra famosa
pareja literaria, el didáctico (muy del régimen imperante, como Dios, y el
iluminado Caudillo por la gracia de Aquel, mandaban) decía a sus discípulos:
“La lectura de El Quijote hace reír a los tontos y meditar a los inteligentes”.
A
pesar de este consejo repetitivo, las inevitables risas, a discreción, de toda
la clase –a causa de los devenires del amigo Sancho y del Caballero de la
Triste Figura–, continuaban de forma manifiesta cuando la situación de la
lectura, a juicio espontáneo de los alumnos, lo requería.
Pero emplacémonos con nuestros segadores en su
travesía, a lo largo del pinar, camino a la tierra cercana –que no Prometida–
que espera su siega.
Rebocato calzaba unas playeras de lona marca
Tao (la única marca existente en una de las dos pequeñas tiendas de ropa y calzado de nuestro pueblo castellanoviejo.
Un día nuestro labriego castellanoviejo acompañado de Rebocato fueron a la casa
de una de las tenderas a no se
sabe muy bien a qué, el caso es que estando en el corral de la casa con el
marido de la tendera –padre y madre, ambos, de seis hijas aunque sin hijo varón
alguno– nuestro labriego castellanoviejo le dijo, en broma, al marido de la
tendera y en presencia de Rebocato: “ y digo yo que, como tú no tienes hijos y yo
tengo muchos, podría quedarse este mío con vosotros”. Rebocato no necesitó oír
más salió raudo y veloz, como alma que lleva el diablo o más, por las puertas
carreteras, cruzó la carretera que partía el pueblo por la mitad y, sin mirar
hacia atrás, no paró hasta que llegó a su casa donde llorando le dijo a su
madre: “madre, padre me quiere vender”) y un agujo (aguja para los no nacidos
en nuestro castellanoviejos y aledaños) de pino se le introdujo en los cordones
de la zapatilla del pie izquierdo y le pinchó en la piel, concretamente, en la
zona donde confluyen pierna y pie.
Rebocato en lugar de doblar el lomo (no sería
por falta de entrenamiento al segar, engavillar y atar) para quitarse el agujo
que le quinchaba y pinchaba, se le ocurrió tratar de desprendérselo utilizando
el filo de la hoz de corte. Sin apenas parar de andar bajó la hoz hasta el
nivel superior de su zapatilla izquierda y metiendo el acero entre el agujo y
el cordón, tiró de la hoz hacia arriba con tan mala fortuna que se dio un corte
considerable en el final de la pierna, concretamente donde acaba la pierna y
comienza el pie. A causa de ello comenzó a sangrar considerablemente y se ató
el moquero –no sin algún que otro moco seco acampado en él– para contener la
hemorragia y continuo andando. Llegado el grupo al trigal a segar, emprendieron
a tirar de hoz, Rebocato incluido, que no paraba de sangrar, por lo que el
suegro del enfermo dueño del trigal, le sugirió que se pusiera a atar los haces, pero claro, el herido
al engavillar y poner la rodilla izquierda para presionar las gavillas para que
el haz quedara bien prieto, tenia como consecuencia que el corte sangrara más.
Por lo que al final le aconsejaron a Rebocato que se fuera al pinar y que se
sentara hasta la hora del regreso a casa para comer el cocido.
Sobre la una de la tarde uncieron los machos al
carro, subieron en él todos los artes y después se montaron el suegro y cuñado
del enfermo (en el carro, no para la cópula). Rebocato y su hermano hicieron lo
propio.
Una vez en el pueblo al llegar a la altura de
su casa se apearon del carro los dos hermanos y el herido fue reconocido por
nuestro labriego castellanoviejo y al observarle la herida –que volvió a
sangrar abundantemente al dar, el observador, un tirón del pañuelo pegado a la
herida por la sangre reseca– decidió llevarle al médico de iguala con servicio
“24 horas”, y ante la urgencia que demandaba el cierre de la herida se decidió
ir a la casa del galeno en carretilla con Rebocato montado en ella, a pesar de
los reniegos de este –dado su desarrollado sentido del ridículo– por el
espectáculo de ser paseado (guardando las distancias, cual Lady Godiva por Coventry a caballo, y precursora del
anuncio del brandy Terry a mediados de los años 60 del siglo pasado) a sus mas de catorce años en aquel, digamos,
medio de transporte mas bien para cántaros, sacos de hierba, de paja o de
piñas, que de personas, excepto niños. No había tiempo que perder en ponerse a
aparejar una burra o un macho, como demandaba Rebocato.
Pie de video.- La pintora Margit
Kocsis (da igual lo que pintara. Simplemente espectacular, a pesar de haber
sufrido la polio de pequeña) anunciando el brandy Terry, aquel del: “Terry
me va….Usted si que sabe”, montada a lomos del caballo llamado "Descarado II", aunque,
en aquellos “maravillosos años”, para muchas, la descarada era ella. A destacar
las patillas que se gasta el gachó ibérico de turno, no sabemos si tan tupidas
a causa del copazo que se está metiendo entre cuerpo y espalda.
Llegados a la casa municipal del médico y, ya
ante este, Rebocato le dijo que se había cortado con la hoz una vena, a lo que
el matasanos al observar la herida le contestó: “Sí, una vena cojonuda”.
Dicho esto se puso manos a la obra desinfectó
la herida cogió las tenazas de lañar heridas y, en menos que canta un
gallo le aplicó tres grapas a
pelo, es decir, sin anestesia ni trago de vino alguno, que le dolieron a
Rebocato más que el corte de la hoz de corte en sí.
Le cubrió la herida con una gasa que sujetó con
un trozo de esparadrapo y le largó para casa ya que era la hora de comer, cosa
que satisfizo doblemente a Rebocato: por escapar cuanto antes de la consulta y
porque, a esas horas, apenas habría gente pululando por las calles del pueblo
que pudieran verle paseado en carretilla, ya que estarían, todo los vecinos
dentro de sus casas respectivas, dando buena cuenta de los cocidos, también
respectivos.
No hubo baja laboral, ni parte a la mutua, ni
los cansinos trámites burocráticos de hoy en día. Ya no digamos lo que ocurre
actualmente: si te lesionas, por ejemplo, de vacaciones en una comunidad
autónoma y resides en otra, a la vuelta todos son líos y papeleos; como le
ocurrió, años después, a nuestro amigo Rebocato cuando estando de vacaciones en nuestro pueblo
castellanoviejo, jugando al futbol en un partido de futbol (derbi solteros
contra casados), se rompió un brazo, regresando enyesado a la comunidad
autónoma donde residía y laboraba, y le costo Dios y ayuda para que le retiraran
la escayola. Si no llega a tirar de amistades sanitarias, lo mismo seguiría, a
día de hoy, acarreando la escayola de marras.
No obstante como el médico dijo que el herido (por
la hoz de corte, lo del brazo roto aún tardaría en acaecer) tendría que guardar
reposo absoluto y que, a su vez, tratara de andar lo mínimo posible con el fin
de que, como el tajo estaba justo en el juego del pie, si hacia caso omiso a
los consejos dados, la herida no cerraría. Debido a esto Rebocato disfrutó de
una verdadera semana de vacaciones pues estuvo, durante esos días, sin dar un
palo al agua, si acaso echar de comer a los cerdos, conejos, gallinas y otros
bichos del corral, no iba a ser el estar todo el día mano sobre mano y sentado
a la sombra del pozo de la plaza.
Desgraciadamente, el vecino enfermo acabó
muriendo ese mismo verano, aunque el altruismo de Rebocato y su hermano –no
entremos ahora en dimes y diretes, de que si el altruista fue en realidad
nuestro labriego castellanoviejo o sus enviados– ahí quedó para las
generaciones venideras.
PD.- Si, por un casual, algún día os encontráis
en persona con Rebocato, no huyáis, sed osados y decidle que os muestre las
costuras generadas por los cortes sufridos –tanto con la hoz de dientes, como
con la de corte– que atavían sus penadas carnes, a pesar de que, a los que las
vean, no se les garantice día alguno de indulgencia plenaria por ello.
HistoriasdeRebocato@noviembre-2015
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