3 de diciembre de 2015

LOS CORTES DE HOZ DE REBOCATO

         LOS CORTES DE HOZ DE REBOCATO

I.- “Corte” o Bautismo de fuego:

      Una cálida y bonita tarde de julio –en plena rastrojera castellanovieja– recibió Rebocato su bautismo de fuego. A pesar de lo que había escuchado comentar, a las buenas gentes de nuestro pueblo castellanoviejo, que si bien la hoz de dientes no cortaba como Dios mandaba, nuestro amigo comprobó en sus propias carnes –concretamente en el dedo meñique de su mano izquierda– que, al menos, dicha hoz, al menos mordía.

     Aconteció que estando, él, segando en familia y a resultas de dar fe de que la hoz de dientes tajaba parvamente, tiró en demasía de ella con la mano derecha, a la vez que agarraba el manojo de pajas de trigo, aun prendidas en el surco, con la mano izquierda; a causa de ello, la hoz resbaló hacia arriba e hizo mella en el dedo meñique del neófito segador. Rebocato soltó la manada y la hoz, y picando espuelas, dando saltos y algún que otro grito, corrió desesperado surcos abajo y, al llegar a la altura de su familia, que segaba más atrás, nuestro labriego castellanoviejo le hizo un placaje para sujetarle y, de paso, tratar  de aplacar la llorera del alterado.

     Mientras, los demás hermanos, una vez que vieron todos el fluir de la sangre del dedo meñique de Rebocato y después de echarse unas risas –que le dolieron al herido mas que el propio corte en sí–, continuaron con la siega y nuestro labriego castellanoviejo llevó al lastimado hasta la sombra de los tapiales del carro para proceder a curarle.

      El botiquín de campaña del que se disponía para estos aprietos, consistía en unos retales de sabana vieja –aunque limpia– para vendar las posibles heridas de los cortes, y un chorro de vino de la bota de vino sobre la incisión. El vino hacía las veces de desinfectante y a su vez (optimización de recursos sobre el terreno) sendos chorros de vino al gaznate del herido y del curador, que hacían las veces de sedante. Aunque parezca mentira los resultados curativos eran altamente satisfactorios, no recuerda nuestro amigo Rebocato infección alguna en su luenga familia tras sufrir alguien un corte de hoz (ya no hablemos de pinchazos en piernas, ocasionadas por las púas de bieldos metálicos al sacar la basura de las cuadras de las caballería al corral) y eso con el mérito añadido de que nuestro labriego castellanoviejo, jamás de los jamases, recibió cursillo alguno de primeros auxilios, ni de seguridad e higiene (ahora salud) en el trabajo, quizás todos sus conocimientos en estos temas los adquirió de forma empírica aunque, posiblemente hacia trampa, ya que,  como sabemos, el hombre era muy leído para la época.

    El procedimiento que aplicaba para la cura de urgencias de sus hijos lacerados con cortes de hoz era, más o menos, el siguiente:

      Trataba de calmar a su herido retoño conminándole a que concluyera la llantina. Caso de no obedecer la orden el lesionado, se procedía –según la normativa legal del convenio de la siega que no estaba escrita pero procedía de tiempos ancestrales, quizás desde que Caín ejercía de labrador antes que de asesino de su propio hermano el ovejero–  a darle un soplamocos no demasiado fuerte, y si eso no le aplacaba le aplicaba otro más contundente que, en condiciones normales, era acertadamente disuasorio para que dejara de jimplar el susodicho.
      Ya debidamente mitigado el herido y avenido a dejarse curar, nuestro labriego castellanoviejo apretando fuertemente la herida con los dedos pulgar e índice de una mano, con la otra echaba un chorro de vino de la bota sobre el corte y procedía a realizar el vendaje pertinente, para ello se agenciaba, no de una venda de rollo, ni triangular, sino de un trozo de sábana vieja y llevaba a cabo una técnica de vendaje, muy de por aquellos contornos y mas bien de gusanillo en prolongación, nada que ver con los vendajes: en V, en espiga, en espiral o en espiral invertida. Para rematar la faena rasgaba el extremo final del trozo de sabana vieja por la mitad y anudaba las dos mitades alrededor del vendaje con el fin de que quedara bien sujeto. Esta era una forma de ahorrar espadrapo y, además, de esa manera la herida respiraba mejor.
      Una vez debidamente vendado el herido, se le aplicaba un calmante vía oral en forma de trago de vino de la bota, la cual, nuestro labriego castellanoviejo, tenía siempre dispuesta en el ropero a la sombra y envuelta en un trapo mojado con el fin de que el vino se mantuviera bien fresco (es un decir, claro).
      Finalizada la cura y sin necesidad de rehabilitación alguna retomaban, ambos, sus hoces respectivas y se dirigían hacia el tajo donde se encontraba el resto de la familia de segadores para continuar, ahora de nuevo todo el equipo junto, con el trajín de los surcos y sus pajas.


II.- “Recorte” o vuelta la burra al trigo.

    Ya con nuestro amigo Rebocato imbuido en la adolescencia –por accidente y sin que él lo requiriera– y con un bagaje ducho en segar a ducha por la evolución de a surco inicial, aconteció que nuestro labriego castellanoviejo les comunicó a él y al hermano de este, inmediatamente superior en edad, dignidad y gobierno; que se dispusieran, al día siguiente, para ir a ayudar a segar a una familia cuyo padre –ya calzando mediana edad– rabiaba cual enfermo en fase terminal y con el agravante de tener a su cargo  esposa y tres hijos pequeños y no aptos, aún, para el oficio de la siega.

    Como bien sabemos en aquellos tiempos la gente se moría de repente (hoy en día, mayormente, esto es: parada cardiaca o infarto cerebral fulminante) o de cólico miserere (en estos tiempos de “emancipación autonómica fifty-fifty”: cáncer terminal, peritonitis o vaya usted a saber).

   Al día siguiente los dos hermanos mandados se encaminaron, hoz y zoqueta en mano, a la casa del enfermo donde a las puertas carreteras estaban esperandoles, con el carro y los machos uncidos a él, el suegro y un hijo de este y, a su vez, cuñado del doliente.

    Subidos todos al carro se enlutaron hacia las tierras de siega, ese año de magníficos trigales, culpa de esto era a causa de los rezos, letanías, bendiciones y aspersiones de agua bendita con hisopo, sobre ellos, en los meses de mayo durantes las incursiones de las eficaces rogativas campestres, con Rebocato ejerciendo de monaguillo.

     Llegados a la tierra segaron el trigal, engavillaron las gavillas, ataron los haces y los hacinaron.

   Las hacinas, en el rastrojo, se componían de 10 haces cada una y se formaban colocando, inicialmente, abajo 4 haces adosados y atravesados sobre los surcos, de tal forma que las espigas quedaran sobre los montes del surco sin caer en sus valles, por si las lluvias. Encima de los cuatro se ponían otros tres haces y, sobre estos, dos haces más. Se culminaba la hacina con un último haz. Ni que decir tiene que si el cómputo total de haces no era múltiplo de 10, el número de haces de la última hacina sería: mayor o menor de 10. A la escuela pública se iba para algo.

     Acto seguido almorzaron.

  Una vez dieron buena cuenta del almuerzo (Rebocato intuyó que el almuerzo fue bastante opíparo a causa de los dos segadores, altruistas a la fuerza), se dirigieron a otra tierra y no hubo necesidad de uncir los machos al carro para desplazarse de una tierra a otra ya que, esta última se encontraba a tiro de piedra, simplemente cruzando un pequeño pinar que se interponía entre la que acababan de segar y la aspirante a ser segada.

    El suegro del socorrido metió en unas alforjas una botija con agua en un serón y en el otro la bota de vino junto a una piedra para contrapesar el peso de los sermones de la alforja, y se dirigieron hacia el pinar intercalado entre la tierra segada y la de sin segar.

   Una regla nemotécnica para acordarse de colocar la piedra en el serón adecuado de la alforja, era recordar uno de los refranes que suelta Sancho Panza a requerimiento de don Quijote en uno de los didácticos diálogos de razonamientos que entablaban ambos: Si da (no juntar estas sílabas, con el fin de evitar que aparezca el virus VIH) el cántaro en la piedra, o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro”.

    Reseñar que en la escuela de nuestro pueblo castellanoviejo se disponía de varios libros de una edición abreviada de El Quijote que los alumnos (incluido Rebocato) leían en voz alta turnándose, según las órdenes aleatorias de turno que cantaba el maestro de escuela, y hay de aquel que, ante la orden del docente, no  prosiguiera  la lectura desde el punto donde tocaba continuar. Decir que si a un alumno le nombraba el maestro para que prosiguiera la lectura y, así, relevar al alumno que leía en ese momento, si no continuaba en el punto exacto, porque estaba pensando en las musarañas en lugar de deleitarse con la lectura de nuestra mejor novela jamás escrita y que fue el antes y el después de la novela moderna, los propios compañeros avisaban al maestro si este no había caído en la cuenta del equívoco.

    Al alumno no continuador de la lectura en el punto donde tocaba, el maestro le ordenaba que se pusiera de rodillas cara a la pared, con un sopapo previo.

    Como a veces los alumnos, durante la leída, se reían espontáneamente ante el chocante desfacer de entuertos de nuestra famosa pareja literaria, el didáctico (muy del régimen imperante, como Dios, y el iluminado Caudillo por la gracia de Aquel, mandaban) decía a sus discípulos: “La lectura de El Quijote hace reír a los tontos y meditar a los inteligentes”.

    A pesar de este consejo repetitivo, las inevitables risas, a discreción, de toda la clase –a causa de los devenires del amigo Sancho y del Caballero de la Triste Figura–, continuaban de forma manifiesta cuando la situación de la lectura, a juicio espontáneo de los alumnos, lo requería.

    Pero emplacémonos con nuestros segadores en su travesía, a lo largo del pinar, camino a la tierra cercana –que no Prometida– que espera su siega.

   Rebocato calzaba unas playeras de lona marca Tao (la única marca existente en una de las dos pequeñas tiendas de ropa y calzado de  nuestro pueblo castellanoviejo. Un día nuestro labriego castellanoviejo acompañado de Rebocato fueron a la casa de una de las tenderas a  no se sabe muy bien a qué, el caso es que estando en el corral de la casa con el marido de la tendera –padre y madre, ambos, de seis hijas aunque sin hijo varón alguno– nuestro labriego castellanoviejo le dijo, en broma, al marido de la tendera y en presencia de Rebocato: “ y digo yo que, como tú no tienes hijos y yo tengo muchos, podría quedarse este mío con vosotros”. Rebocato no necesitó oír más salió raudo y veloz, como alma que lleva el diablo o más, por las puertas carreteras, cruzó la carretera que partía el pueblo por la mitad y, sin mirar hacia atrás, no paró hasta que llegó a su casa donde llorando le dijo a su madre: “madre, padre me quiere vender”) y un agujo (aguja para los no nacidos en nuestro castellanoviejos y aledaños) de pino se le introdujo en los cordones de la zapatilla del pie izquierdo y le pinchó en la piel, concretamente, en la zona donde confluyen pierna y pie.

    Rebocato en lugar de doblar el lomo (no sería por falta de entrenamiento al segar, engavillar y atar) para quitarse el agujo que le quinchaba y pinchaba, se le ocurrió tratar de desprendérselo utilizando el filo de la hoz de corte. Sin apenas parar de andar bajó la hoz hasta el nivel superior de su zapatilla izquierda y metiendo el acero entre el agujo y el cordón, tiró de la hoz hacia arriba con tan mala fortuna que se dio un corte considerable en el final de la pierna, concretamente donde acaba la pierna y comienza el pie. A causa de ello comenzó a sangrar considerablemente y se ató el moquero –no sin algún que otro moco seco acampado en él– para contener la hemorragia y continuo andando. Llegado el grupo al trigal a segar, emprendieron a tirar de hoz, Rebocato incluido, que no paraba de sangrar, por lo que el suegro del enfermo dueño del trigal, le sugirió que se pusiera a atar los haces, pero claro, el herido al engavillar y poner la rodilla izquierda para presionar las gavillas para que el haz quedara bien prieto, tenia como consecuencia que el corte sangrara más. Por lo que al final le aconsejaron a Rebocato que se fuera al pinar y que se sentara hasta la hora del regreso a casa para comer el cocido.

     Sobre la una de la tarde uncieron los machos al carro, subieron en él todos los artes y después se montaron el suegro y cuñado del enfermo (en el carro, no para la cópula). Rebocato y su hermano hicieron lo propio.

     Una vez en el pueblo al llegar a la altura de su casa se apearon del carro los dos hermanos y el herido fue reconocido por nuestro labriego castellanoviejo y al observarle la herida –que volvió a sangrar abundantemente al dar, el observador, un tirón del pañuelo pegado a la herida por la sangre reseca– decidió llevarle al médico de iguala con servicio “24 horas”, y ante la urgencia que demandaba el cierre de la herida se decidió ir a la casa del galeno en carretilla con Rebocato montado en ella, a pesar de los reniegos de este –dado su desarrollado sentido del ridículo– por el espectáculo de ser paseado (guardando las distancias, cual Lady Godiva por Coventry a caballo, y precursora del anuncio del brandy Terry a mediados de los años 60 del siglo pasado) a sus mas de catorce años en aquel, digamos, medio de transporte mas bien para cántaros, sacos de hierba, de paja o de piñas, que de personas, excepto niños. No había tiempo que perder en ponerse a aparejar una burra o un macho, como demandaba Rebocato.



Pie de video.- La pintora Margit Kocsis (da igual lo que pintara. Simplemente espectacular, a pesar de haber sufrido la polio de pequeña) anunciando el brandy Terry, aquel del: “Terry me va….Usted si que sabe”, montada a lomos del caballo llamado "Descarado II", aunque, en aquellos “maravillosos años”, para muchas, la descarada era ella. A destacar las patillas que se gasta el gachó ibérico de turno, no sabemos si tan tupidas a causa del copazo que se está metiendo entre cuerpo y espalda.

    Llegados a la casa municipal del médico y, ya ante este, Rebocato le dijo que se había cortado con la hoz una vena, a lo que el matasanos al observar la herida le contestó: “Sí, una vena cojonuda”.

    Dicho esto se puso manos a la obra desinfectó la herida cogió las tenazas de lañar heridas y, en menos que canta un gallo  le aplicó tres grapas a pelo, es decir, sin anestesia ni trago de vino alguno, que le dolieron a Rebocato más que el corte de la hoz de corte en sí.

    Le cubrió la herida con una gasa que sujetó con un trozo de esparadrapo y le largó para casa ya que era la hora de comer, cosa que satisfizo doblemente a Rebocato: por escapar cuanto antes de la consulta y porque, a esas horas, apenas habría gente pululando por las calles del pueblo que pudieran verle paseado en carretilla, ya que estarían, todo los vecinos dentro de sus casas respectivas, dando buena cuenta de los cocidos, también respectivos.

   No hubo baja laboral, ni parte a la mutua, ni los cansinos trámites burocráticos de hoy en día. Ya no digamos lo que ocurre actualmente: si te lesionas, por ejemplo, de vacaciones en una comunidad autónoma y resides en otra, a la vuelta todos son líos y papeleos; como le ocurrió, años después, a nuestro amigo Rebocato cuando estando de vacaciones en nuestro pueblo castellanoviejo, jugando al futbol en un partido de futbol (derbi solteros contra casados), se rompió un brazo, regresando enyesado a la comunidad autónoma donde residía y laboraba, y le costo Dios y ayuda para que le retiraran la escayola. Si no llega a tirar de amistades sanitarias, lo mismo seguiría, a día de hoy, acarreando la escayola de marras.

    No obstante como el médico dijo que el herido (por la hoz de corte, lo del brazo roto aún tardaría en acaecer) tendría que guardar reposo absoluto y que, a su vez, tratara de andar lo mínimo posible con el fin de que, como el tajo estaba justo en el juego del pie, si hacia caso omiso a los consejos dados, la herida no cerraría. Debido a esto Rebocato disfrutó de una verdadera semana de vacaciones pues estuvo, durante esos días, sin dar un palo al agua, si acaso echar de comer a los cerdos, conejos, gallinas y otros bichos del corral, no iba a ser el estar todo el día mano sobre mano y sentado a la sombra del pozo de la plaza.

    Desgraciadamente, el vecino enfermo acabó muriendo ese mismo verano, aunque el altruismo de Rebocato y su hermano –no entremos ahora en dimes y diretes, de que si el altruista fue en realidad nuestro labriego castellanoviejo o sus enviados– ahí quedó para las generaciones venideras.

PD.- Si, por un casual, algún día os encontráis en persona con Rebocato, no huyáis, sed osados y decidle que os muestre las costuras generadas por los cortes sufridos –tanto con la hoz de dientes, como con la de corte– que atavían sus penadas carnes, a pesar de que, a los que las vean, no se les garantice día alguno de indulgencia plenaria por ello.


     HistoriasdeRebocato@noviembre-2015









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